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Presentación

En esta página incluyo seis cuentos sobre inmigrantes, inspirados por lecturas y testimonios.
“Peregrinación”, texto en el que me refiero al doloroso instante de la partida y a la esperanza que impulsaba a quienes dejaban su tierra, recibió en 1996 el Quinto Premio en el Concurso “El Inmigrante”, convocado por la Sociedad Argentina de Escritores, Filial Centro, Azul, Provincia de Buenos Aires, y el Círculo Literario Mitre, de la misma localidad.
Antonio González, nacido en Lugo en marzo de 1890, protagoniza “El regreso del indiano”, cuento en el que inventé para mi abuelo paterno una vida más feliz que la que realmente tuvo. Este cuento fue distinguido con una Mención del Jurado en el Concurso de Literatura convocado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Capital Federal, en noviembre de 1999. Integraron el Jurado María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer y Jorge Masciángioli.
En “Un cielo para el inmigrante”, evoco los últimos días de mi abuelo materno. El cuento fue distinguido en 1997 por la revista el grillo con el Primer Premio (edición de un libro individual cuento-poesía). Ese mismo año fue distinguido con una Mención Especial en el Concurso de Literatura convocado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Capital Federal. Integraron el Jurado María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer y Jorge Masciángioli.
"El album" evoca a la abuela como transmisora de la tradición inmigrante.
Escribì mi cuento “Volver a Galicia”, basàndome en una anécdota familiar.


Josefina en el retrato

“Vastas aspiraciones las del 90, sin duda, pero
donde la mayor parte de sus impulsos quedaron
en eso, y sus realizaciones se vieron tan lejanas
como la conquista del poder”.
Exequiel César Ortega

No puedo resistir la atracción que ejercen sobre mí los portarretratos. Tengo muchísimos, aunque todavía no llegué a la cantidad que tenía Manuel Mujica Láinez. Cada vez que paso por un negocio, vuelvo con alguno. Tengo de diferentes materiales, grandes, chicos, modernos, antiguos. Ya no sé dónde ponerlos; sin embargo, sigo comprando. Hay de colores, dorados, plateados, de todas clases, argentinos y traídos de afuera, sobrios e informales. En ellos pongo las fotos de la familia, desde los tatarabuelos hasta el último bebé que se agregó al clan.
Una tarde, iba caminando por Cabildo y me llamó la atención un portarretratos ovalado, de estilo antiguo. Había dorados y plateados, pero los primeros me parecieron mucho más lindos, así que compré uno y me lo traje muy contenta a casa. No sabía la sorpresa que me aguardaba.
Al día siguiente, ni bien me levanté, me puse a buscar una foto para mi nuevo portarretratos. Lo primero que se me ocurrió, como madre flamante, fue poner una foto del bebé. Busqué y busqué, pero la que no era grande, era oscura, o estaba movida. Entonces, me puse a buscar una foto de las vacaciones de recién casados, pero quedaba fea, porque al recortarla desaparecía el mar, que era el que le daba belleza.
Se me ocurrió que la foto tenía que ser sepia, como la que nos sacamos disfrazados de novios en Gesell, o por lo menos, en blanco y negro. De repente me acordé de que en una revista había salido una foto de un abuelo con su nieta, sacada del Archivo Nacional, y la fui a traer. Iba a quedar preciosa. Parecía realmente antigua, y esa nena me llamaba la atención, porque se parecía a mi abuela en sus fotos de principios de siglo. La recorté a la medida del portarretratos y la ubiqué cuidando que la figura de ambos quedara bien centrada. Me sentía satisfecha con mi compra y con la imagen que le había destinado.
Horas más tarde, cuando volví a ver la foto, noté que la cabeza del abuelo aparecía corrida hacia la izquierda, y que su hombro casi rozaba el marco. Yo estaba segura de haber ubicado la imagen en el centro. En fin, quizás me había equivocado. Desarmé el portarretratos y puse la foto correctamente. Me costó hacer volver al abuelo a su lugar; era como si algo lo empujara de derecha a izquierda, pero no podía ser.
Esa noche, al tomar el teléfono para hacer un llamado, vi que la foto se había corrido nuevamente hacia la izquierda. Me dije que era imposible y, una vez más, la fui a acomodar como a mí me gustaba. En eso estaba cuando escuché una vocecita aflautada y simpática que me decía: “Señora, señora! Por favor, no arregle la foto otra vez. Soy yo que la empujo sin querer al moverme dentro del portarretratos”.
Más que sorprendida le pregunté por qué me decía que se movía, cuando en la foto se la veía tan quietita. Me contestó que eso había sido un instante, pero que en realidad estaba tratando de que el abuelo la soltara para ir a jugar con sus primas en el patio cubierto de glicinas de su casona en Belgrano.
Yo no podía creer lo que estaba escuchando, pero igual me quedé allí, con el portarretratos en la mano, sin osar correr la foto. Si Josefina –así se llamaba mi nueva amiga- me lo pedía, lo iba a dejar así. Ella, agradecida, comenzó a conversar conmigo. Yo la escuchaba atónita. Lo que me decía me interesaba mucho, porque se refería a un momento de la historia argentina que siempre me había atraído.
Me contó que su abuelo era médico y que había trabajado mucho durante la epidemia de fiebre amarilla que había habido en 1871. Se reunía con personas muy influyentes y hablaban francés de corrida, porque todos habían vivido en Europa durante mucho tiempo. El estaba muy triste porque hacía poco había muerto allí uno de sus amigos, Eugenio Cambaceres, siendo joven todavía.
A veces visitaban la casa algunos escritores. Josefina se acordaba de Lucio V. López, que le contaba que Buenos Aires, años atrás, parecía una gran aldea. Me habló también de Eduardo Wilde, que estaba empeñado en recordar todos los hechos de su infancia, para escribir un libro que protagonizaría un niño llamado Bonifacio Ramón Luis. A Josefina le parecían nombres muy largos para un chico tan chico.
El que más le gustaba, sin lugar a dudas, era Miguel Cané. El la hacía poner triste cuando hablaba de la muerte de su papá, cuando tenía trece años, y la hacía reír cuando contaba algo de unas sandías que robaban. También le hablaba de un italiano que había llegado junto con muchos inmigrantes a “hacer la América”. Cuando escuchaba hablar a Cané, su abuelo decía que seguramente de esa sangre saldría un escritor capaz de cantar con talento los misterios de Buenos Aires. Pensé para mis adentros que no se equivocaba.
La conversación se acaloraba cuando llegaba uno de los conocidos del abuelo, que se llamaba Antonio Argerich. A este escritor lo censuraban por las escenas que había contado en una novela, en la que se proponía demostrar que no había que permitir la inmigración. Cané asentía y hablaba de una ley que favorecería a la nación. Uno de los concurrentes decía que no había que ser tan categóricos, que también llegaban al país elementos buenos. Era el que había presentado en la Cámara de Diputados la “Ley de Estrangeros” (él lo decía así), para estimular el ingreso a la Argentina de todos los que quisieran venir a trabajar. Entonces, empezaba la polémica y se quedaban hablando en voz alta hasta muy tarde. El abuelo de Josefina y esos ilustres señores pertenecían a una generación literaria. Eso quiere decir que todos escribían libros en ese momento, que tenían más o menos la misma edad, y que les gustaban lecturas parecidas. Era la generación del 80, pero ella todavía no lo sabía.
Me contó Josefina que esa foto se la habían sacado en 1890, y me preguntó si yo no notaba nada extraño en el rostro de su abuelo. Yo le dije que no. Como no lo conocía, me costaba mucho adivinar si le pasaba algo o si era su expresión habitual. La niña me dijo que el abuelo estaba muy preocupado porque en el país estaban pasando cosas raras. A menudo lo escuchaba hablar de eso con Ocantos y con unos señores que se llamaban Villafañe y Martel. Ella no entendía bien qué sucedía.
Por lo que escuchaba hablar a los mayores, sabía que era algo relacionado con la Bolsa de Comercio. Y si pasaba eso que comentaban muy serios en su casa, parecía que iba a ser terrible y que la gente se iba a desesperar. Decían que todo el mundo debía cantidades increíbles de dinero, que se iban a quedar en la calle y que más de uno pensaría en el suicidio. Decididamente, Josefina escuchaba demasiado para ser una nena. Y tenía buena memoria.
“Pobre Josefina!”, pensé yo. Más tarde ella escucharía la narración de esos sucesos, mientras su institutriz la peinaba. (Yo había estudiado en el colegio, primero, y en la facultad, después, lo ocurrido en esas jornadas tristemente memorables. Cien años después, leí sobre la gente abnegada que dio su vida durante la epidemia para socorrer a quienes sufrían. Y aprendí qué rasgos diferencian a los escritores del 80 de los de la generación del 37, o de los del 22). Ella, con sus cinco años, sus bucles y sus vestidos de volados, no podía explicarme muy bien lo que pasaba a su alrededor, pero lo intentaba.
Yo le pedía que me contara más y más. Le pedí que me describiera uno de sus días, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Me habló de la capilla a la que iba con su madre, de las lujosas cenas en que los hombres hablaban por un lado y las mujeres por el otro, de la ansiedad con que esperaba el momento de salir a comprar encajes y puntillas para adornar la blusa de su muñeca.
Me contó de su tío canónigo y de su padrino militar. Yo le pregunté cómo era vivir sin los adelantos de hoy, y me respondió que no se imaginaba la vida de otra forma. Le parecía un cuento maravilloso todo lo que yo le transmitía sobre la sociedad a pocos años del siglo XXI. No era que no le gustara lo que yo decía, sino que lo sentía muy distinto de su existencia de niña finisecular.
Así, nació una amistad que siempre me acompaña. Cuando en casa duermen, le aviso a Josefina y nos ponemos a conversar. Me dejo llevar por su relato y siento que viajo en el tiempo, hasta convertirme en la dama de las fotos que guardamos en el último cajón, lejos del polvo y las polillas.


Peregrinación

¡Van a deixala patria
Forzoso, mais supremo sacrificio.
A miseria está negra en torno deles,
¡ai!, i adiante está o abismo!...”
Rosalía de Castro

La noche caía sobre el pueblo. Hombres y mujeres, ancianos y niños, se retiraban a sus casas de pizarra. Una vez más, la cena forzosamente frugal los reuniría alrededor de la mesa; comerían papas, pescado, algunas castañas. La realidad se presentaba dura; el ganado no engordaba, la tierra no se mostraba generosa con quienes la trabajaban. La desesperación cundía en los ánimos de esa gente que apenas sabía leer y escribir. Los más jóvenes se preguntaban si iba a ser así toda la vida; no estaban dispuestos a aguardar, día tras día, un bienestar que no llegaba, una salud que se esfumaba en los campos, asediada por el frío y la mala alimentación.
La noticia de lo que sucedía en América los conmocionaba. Se hablaba de paisanos que habían podido comprarse una casa, o varias, que comían lo que querían y cuanto querían. Se hablaba también de hombres que se empleaban como mozos en bares, de mujeres que lavaban ropa ajena en inmensas piletas, en invierno y en verano, sin desmayo, por unas monedas. Muchos pensaron en la posibilidad de partir, pero la sangre ata, los mayores se resisten a dejar ir a sus descendientes; piensan, con razón, que ya no volverán a verlos.
Estas cavilaciones agobiaban a cada uno y lo alentaban, alternadamente. Se veía crecer a los hijos, venían más hijos, y la situación no mejoraba. Era imposible viajar con toda la familia; no se sabía qué suerte aguardaba y, si se iba a pasar penurias, mejor era sin los niños. Ellos, en su tierra, estarían un poco mejor que en un país extraño. La idea era marchar solos y luego, según la fortuna, volver o llamar a quienes se habían quedado. Las historias corrían de boca en boca; Pedro se había instalado en Cuba, María era mucama en una casa distinguida, Jesús había vuelto más pobre que como había salido del pueblo...
Una voz se oyó en la noche. Uno de los muchachos, que aún no contaba veinte años, llamaba a los demás. Lo asombraba el fulgor de una estrella, radiante en la noche cerrada. Casa por casa, iba llamando a todos; les decía que miraran hacia lo alto, que seguramente Dios se había apiadado de sus almas. Todos se santiguaron; rezaban en voz baja esas plegarias que casi no recordaban. Esa estrella era distinta; tenía una luz prístina, única.
La muchedumbre se agolpaba en las calles; todos miraban hacia arriba. Esa estrella quería significar algo, pero ¿quién podría descifrar el mensaje que venía de lo alto? Pensaron en el cura del pueblo, en los pocos que sabían algo más que el resto. ¿Cuál de ellos podría desentrañar el misterio? Mientras, la estrella avanzaba hacia el oeste, hacia el sur; parecía mostrar un camino.
Los hombres se abrazaban, las mujeres lloraban, los niños miraban sin comprender. Fueron los ancianos quienes reconocieron la señal: era la estrella que había guiado a sus mayores. Sí, seguramente ésa era la misma estrella de la que hablaban los más viejos, la misma que había mostrado una senda siglos atrás.
Uno a uno, los jóvenes entraron a sus casas. Tomaron unas pocas pertenencias, se despidieron de los suyos y se marcharon. El futuro era incierto y los atemorizaba, pero creían que valía la pena intentar esa travesía. Los padres oscilaban entre dos sentimientos: veían el porvenir que aguardaba a sus hijos en el pueblo, y sentían que esa separación, aunque necesaria, desgarraba sus corazones. Ya no los tendrían allí, como todas las mañanas; no irían juntos a misa los domingos. La sola idea se volvía dolorosa, pero nada podían hacer. Quedarían solos los viejos, para consolarse entre ellos, para pedir que alguien escribiera una carta para ese hijo que se fue, para la hija que promete que va a regresar, que los va a venir a buscar.
Una peregrinación de campesinos se dirige hacia el mar, hacia ese destino nuevo que aguarda tan lejos. La estrella los guía, brillante en el cielo, hacia un mundo de prosperidad.


El regreso del indiano

“Una idea fija cambia
el destino de un hombre”
Miguel Barnet

Antonio González había nacido en marzo de 1890. Según consta en la partida de nacimiento que conservan sus nietos, era hijo de Andrés González, de profesión labrador, y de Josefa López, también labradora, que lo había dado a luz a los cincuenta y dos años, en una aldea de Lugo, una de las cuatro provincias gallegas.
Tuvo la mala fortuna de nacer cuando las dificultades asolaban la tierra de sus mayores, cuando no había trabajo y los pobladores se debatían entre la precariedad de la vida en la península y la promesa del bienestar en América. Desde niño escuchaba las conversaciones de jóvenes y ancianos. Unos decían que debían emigrar, que ya no se podía esperar nada de esa nación sumida en la pobreza. Los otros argumentaban que los jóvenes tenían razón, que además, reclutarían a los adolescentes para el servicio militar en Marruecos, del que quizás ya no volvieran.
El futuro era el tema excluyente en las reuniones, a la salida de misa, por las calles. Pensaban en la posibilidad de encontrar una solución, pero esa solución no aparecía, y los años pasaban. Con el paso del tiempo, la situación empeoraba, y hacía que el tema de la emigración apareciera con más frecuencia aún en la vida cotidiana de estos seres desesperanzados.
Antonio, tan niño, los escuchaba angustiado. No imaginaba la vida lejos de sus pinos, de sus rías, de sus praderas. No imaginaba despertar bajo otro sol, hablando otro idioma. El porvenir se presentaba ante sus ojos infantiles como algo temible, aciago. Sentía tanto miedo ante la vida en Galicia, como ante la vida en América. Sabía que eran pocas las familias que emigraban juntas; la mayoría de las veces, eran los maridos quienes partían silenciosos hacia el puerto de Vigo, mientras las mujeres, los hijos y los padres los despedían sin poder contener el llanto.
La escena de la despedida era una de las más tristes que había visto. Podía ser tan terrible como la que tenía lugar cuando alguien moría. Los gallegos que se iban y los que quedaban sabían que era prácticamente imposible que volvieran a verse. Eran muy pocos los que volvían, aunque más no fuera de visita. Muchos llamaban a su familia, enviándole pasajes obtenidos con el sacrificio de años de privaciones, pero era raro que volvieran quienes habían partido, salvo que la situación en el nuevo continente fuera peor que la que vivían en Galicia. Esos sí volvían, llorosos y avergonzados.
La vida en América no era fácil; costaba mucho ahorrar un centavo. Había que vivir, pero también había que enviar dinero a la mujer, a los hijos, a los padres ancianos, a algún hermano que quería emigrar... Después, si quedaba algo, era para alquilar una pieza en la que, apretados, pudieran vivir todos, cuando dejaran la aldea. A estos gastos se sumaba el del pasaje. Se decía que los “pasajes de llamada” eran gratuitos, pero los emigrantes no sabían si era cierto hasta que les tocaba a ellos pedirlos.
Mientras el niño cavilaba, sus padres tomaban una decisión terrible: lo mandarían a América, con unos paisanos que emigraban en esos días. De nada valieron los llantos, las súplicas. Antonio se vio, cuando aún no había llegado a la adolescencia, solo en un barco, sin más compañía que la de sus pocas cosas y la de los aldeanos a los que los padres les habían confiado el cuidado de su querido hijo, el menor, aquel a quien no querían ver sufriendo lo que sufrían los hermanos mayores que no habían dejado la tierra natal. Quizás Antonio llevara también consigo sus sueños,. su fe, su coraje, pero en ese trance yacían aletargados en el fondo de su corazón, desgarrado por la partida.
El niño llegó a América, a ese puerto del que tanto le habían hablado, a la ciudad que vivía su mejor momento. Se sentía solo, echaba de menos a su familia, su tierra, sus amigos, pero debía sobreponerse. Cuando partió, se prometió que regresaría, que trabajaría muy duro para poder regresar, para que la venida a América fuera sólo un mal recuerdo. No era ingrato con la nueva tierra, pero no quería arraigar en ella, lejos de los suyos, lejos de los paisajes que tanto amaba.
Antonio vivió años muy duros. Los aldeanos a quienes sus padres lo habían confiado compraron una casa con el propósito de transformarla en un inquilinato. De un lado se alineaban las habitaciones; del otro, enfrentadas, las cocinas. A cada pieza le correspondía una cocina. Al fondo, estaban las letrinas, que eran utilizadas por los ocupantes de las piezas. En su afán por “hacer la América”, los gallegos devenidos propietarios inventaban habitaciones donde no las había. Claro es que no las edificaban con los más mínimos recursos de seguridad, sino que arrimaban unas chapas, las clavaban a las apuradas y ya tenían otra fuente de ingreso. Como era chico aún para emplearse, le propusieron que aprendiera a hacer pequeños trabajos de albañilería, mirando a los italianos que los hacían entonces, y colaborara con su esfuerzo al mantenimiento de ese precario conventillo, en el que le habían destinado la pieza más pequeña, compartida con los hijos varones de la pareja, poco mayores que él. Así vivió muchos años, en los que soñó con volver.
Unos meses después de su llegada, un paisano le ofreció trabajo como lavacopas en un bar. Le decían que era el postulante ideal para ese puesto. De sol a sol trabajó en la pileta de ese bar de la Avenida de Mayo en el que otros gallegos, mayores que él, atendían las mesas, preparaban platos típicos, conversaban de los sucesos que leían en los diarios. La mayoría de los clientes eran dueños de inquilinatos, pero había también policías penitenciarios, almaceneros, dueños de hoteles por hora. Esta última ocupación suscitaba más de una discusión amistosa. Había quien decía que no era un trabajo honorable, argumento al cual el dueño del hotel, con su grueso anillo de oro reluciendo en el dedo regordete, respondía con una sonrisa burlona.
Fue creciendo y un día, lo mandaron a él a atender las mesas. Le dieron una chaqueta blanca con botones plateados y una bandeja impecable en la que debía llevar los manjares que solicitaban los parroquianos, argentinos y gallegos, en fraterna camaradería. Antonio iba y venía con la bandeja, nunca se equivocaba al llevar los pedidos, nunca se detenía más de la cuenta en cada mesa, aunque saludaba a todos con simpatía y cambiaba unas pocas palabras con quienes lo conocían desde su ingreso al local.
Su honestidad y dedicación le valieron que el dueño del bar, un gallego que lo estimaba y le tenía un poco de pena por la historia que le había tocado vivir, lo nombrara encargado. Debía comprar la mercadería, controlar las ventas, cobrar el dinero que le acercaban los mozos. Nunca se quedó con un centavo; nunca pensó en acelerar fraudulentamente el retorno a su patria. Porque no había olvidado su proyecto. Diría mejor que la obsesión no lo abandonaba a él.
De encargado, pasó a ser socio. Trabajaba día y noche. Cuando cerraba el bar, se quedaba limpiando junto a los empleados, haciendo la caja, acomodando las mesas, conversando con un paisano que llegaba siempre con los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado por la calle, a escondidas de su familia. Tenía cáncer e iba a dejar a su mujer viuda con tres hijos chicos. Ese hombre a Antonio le partía el alma; pensaba que, a pesar de todo, había alguien más desgraciado que él.
Después de dormir unas pocas horas, en un catre que había ubicado en una pieza del fondo, se levantaba antes que el sol y se iba a comprar la comida, que ya era famosa en la zona por su excelente calidad y su precio accesible. Todos querían ir al bar “Lugo” a comer jamón crudo, porque se decía que era el mejor y el que se servía en porciones más abundantes.
Antonio trabajaba sin descanso, pero veía los frutos de su esfuerzo. Hasta estaba ahorrando algo de dinero para comprar un restaurante que estaba en venta cerca del bar. La Avenida de Mayo lo atraía; recorriéndola mitigaba su pena. Con el tiempo, pudo dejar la mísera pieza en la casa tipo chorizo para alquilarse una en una casa un poco menos precaria. Poco después, conforme progresaba en el trabajo, pasó a tener su propia casa.
Corría 1930. Se había enterado de que el Banco Hipotecario estaba edificando un barrio de casas baratas cerca del Parque Avellaneda. Allí fue él, con sus ahorros, a comprar una de esas casas de dos plantas que –según decían- eran unas de las primeras en esos valores que tenían baño dentro del inmueble. En esa casa de Floresta pasó las horas más felices, las primeras horas felices que recordaba desde que había salido de Galicia, tantos años antes. Allí vivió con su mujer, también de Lugo, también emigrante. Allí nacieron sus dos hijos, quienes le devolvieron la alegría que la partida le había arrebatado.
La Guerra Civil devastaba España. La contienda fue motivo de gran congoja para quienes tenían familia en el país de origen (prácticamente todos los españoles). En un intento por paliar las necesidades que agobiaban a quienes habían no habían emigrado, desde América les enviaban encomiendas con ropa, mucha ropa usada que surcaba el mar para abrigar el frío de los padres ancianos, de los hermanos que soportaban la tragedia, de esos primos tan pequeños. La alegría de los nacimientos y de la prosperidad se veía empañada por estas infaustas noticias, que le hablaban de las penurias que estaban soportando en Galicia sus vecinos, los campesinos con los que conversaba en su niñez. ¿Cómo iban a imaginar ellos que ése sería el precio de no haber querido emigrar?
¡Qué lejos estaba España de este gallego! Seguía amasando una considerable fortuna, había comprado el restaurante que daba cada día más ganancias, se había asociado como dueño de otros bares, compraba casas que alquilaba a sus paisanos, pero no podía pensar en volver a Galicia. ¿Cómo iba a instalarse en la aldea con sus hijos, en medio de la guerra?
Los años pasaron. La Guerra Civil terminó. En el 40, Antonio festejó sus cincuenta años y festejó, más que nada, la finalización de la contienda. España transitaba por la dolorosa posguerra, signada por el hambre y el luto, pero ya no la dividía la lucha fratricida. La mujer insistía con el regreso; quería ver a sus padres antes de que murieran, ansiaba criar a sus hijos en su tierra. El gallego pensaba que aún era muy pronto.
La pareja sentía que siempre había algo que les impedía concretar su sueño: la falta de dinero, antes; la guerra, después. Cada minuto que vivían en tierra americana se les hacía eterno; no se habían hecho a la idea de volverse argentinos, como muchos de sus paisanos que les decían: “Sí, hombre, España es muy linda, pero para ir de paseo”. Ellos no lo sentían así. América era digna de agradecimiento, pero querían regresar.
En ese cumpleaños, Antonio se dijo que había llegado el momento. Hizo caso omiso a los rumores que anunciaban una segunda guerra mundial; no creía que fueran más que eso: rumores. No podía ser que, conociendo los horrores de una primera guerra mundial, de una guerra civil, los hombres fueran tan insensatos. No, seguramente harían lo imposible por evitar otra matanza. Como lección, ya debiera bastarles.
Con un hijo casi de la misma edad que él cuando lo subieron al barco, a ese “Avon” cuyo sólo recuerdo le erizaba la piel, cuarenta años después, Antonio comenzó los preparativos. Debía liquidar sus negocios, vender el restaurante y su parte en los bares, las tres casas que había comprado y los colectivos de los que era dueño, en la línea que pasaba por su barrio. Todo eso le llevaría meses. Necesitaba dinero para viajar, para empezar de nuevo en su tierra, en la que se encontraría sin ninguna herencia, sólo el idioma, la religión y las tradiciones que le habían dejado sus mayores.
Finiquitados sus asuntos de negocios, envió cartas anunciando su regreso. Le escribió a los hermanos, a los que prácticamente no conocía, diciéndoles que regresaba para quedarse. Lloraba cuando escribía esas cartas, lloraba las mismas lágrimas que habían empañado sus ojos cuando el barco se alejó del puerto de Vigo. Llevaba una esposa y dos hijos que, aunque nacidos en América, para él eran gallegos. Con sus seres queridos y sus pertenencias arribó a ese muelle que lo había visto partir con un hato de ropa, y ahora lo veía regresar como a un personaje de Fernández Moreno, con reloj de cadena en uno de los bolsillos del chaleco y un diente de oro brillando en la sonrisa.
“Ha vuelto Antonio”, decían los paisanos. “He vuelto, he vuelto”, decía él, radiante. Los abrazos y los besos se sucedieron en ese mediodía estival. Los tíos conocieron por fin a los sobrinos; los cuñados, a la cuñada que regresaba; los padres ancianos ya podían descansar en paz. Todo era dicha. Muchos parientes se habían agregado a la familia en Galicia; muchos niños habían nacido durante el largo exilio de Antonio. Allí estaban todos, reunidos, bajo el sol que plateaba las aguas y los bendecía con su luz.


Un cielo para mi abuelo

“La más grave tragedia que le puede ocurrir a un alma gallega es morirse
fuera de su tierra”
Emilio González López

Hacía calor. Como todas las tardes, después de la siesta, el anciano empuñó la silla que hacía las veces de bastón y se dirigió al patio. Allí, bajo la parra, escucharía las voces de los vecinos, miraría jugar a los nietos, conversaría con los transeúntes. Allí, adormecido por el calor estival, recordaría sus años mozos, en una tierra lejana, de la que mucho le había costado partir. Era gallego, y su sangre vibraba aún al escuchar su idioma, al rememorar un paisaje querido que ya no volvería a ver.
Le costaba caminar, pero su lugar bajo la parra lo esperaba, como todas las tardes, como siempre. Pronto cumpliría ochenta años. Había nacido antes que el siglo, y sabía que su vida terminaba; no obstante, vivía con esperanza esos últimos años, junto a sus seres queridos. Había nacido en La Coruña en 1890, en una aldea; desde ese momento había pasado mucho tiempo, más tiempo por dentro que por fuera.
En la calidez de esa tarde, el inmigrante recordaba. Recordaba su tierra, en la que crecían los pinos y los eucaliptos, en la que cantaba el viento amigo. Recordaba sus viajes a Compostela, de la que tanto se hablaba. Se preguntaba si aquello que se transmitía de boca en boca, de padres a hijos, tenía algún asidero: que hubo peregrinos que llegaron descalzos desde Alemania; que cuando destruyeron la catedral, levantada por Alfonso III, trasladaron a Andalucía las campanas, “a hombros de cristianos”.
¿Qué habría pensado el viejo, si se hubiera enterado de que un estudioso afirmaba que Santiago Apóstol se relacionaba –a su criterio- con los gemelos Castor y Pólux, y con la diosa Venus? Sin duda, se habría santiguado. Su Santiago, el de la Virgen de la Barca, no podía tener nada que ver con nadie que no fuera Dios Nuestro Señor y su Divino Hijo.
Recordaba el viaje en barco, hacia América, un año antes del Centenario. Traía consigo, como equipaje preciado, los poemas de Rosalía de Castro. “Como chove, miudiño,/ como miudiño chove”, repetía en voz baja. Qué animoso era entonces! Cuántos proyectos tenía! No podía entender el llamado de la poeta a los emigrantes, ni su congoja al pensar en ellos.
Llegó a la Argentina con diecinueve ilusionados años, con la certeza de que aquí podría labrarse un porvenir. Muchas historias se contaban en la aldea acerca de la nueva tierra. Tierra promisoria, rica y fértil, que acogía con los brazos abiertos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Mi abuelo era uno de ellos, uno de los inmigrantes que poblaban ese navío, provenientes de distintos países y hablando diversas lenguas.
Una búsqueda en común unía a aquellos espíritus, y los hermanaba a pesar de la precaria comunicación que lograban establecer por señas y por sus rudimentarios conocimientos de otros idiomas: era la ilusión de vivir dignamente, lejos de la miseria, de la guerra, de la soledad...
El gallego dejaba en su tierra a sus padres y a algunos de los hermanos. Quedaban los campos en los que labraban de sol a sol, sin posibilidad de mejorar su situación, los mismos campos en los que, siendo muy niño, le habían enseñado el oficio. Había que plantar judías y papas, cosechar los cereales. El pequeño tenía voluntad, pero le faltaba fuerza: no podía con los enseres, aunque deseara cooperar.
Fue creciendo en ese paisaje que tanto quería, cerca del mar, las rías, las montañas, viendo cómo sus hermanos mayores, sus amigos, sus vecinos, eran reclutados para luchar en tierras extrañas. El no quería ir a la guerra; no quería matar, no quería morir. Un día, sintió en su corazón un llamado, el imperativo de su sangre, que deseaba dar frutos; ese llamado lo instaba a emigrar. No era una decisión fácil, pero la dureza de las condiciones en que vivía la hacía menos descabellada, la volvía una opción válida.
En eso pensaba el anciano, mientras los nietos jugaban a su alrededor. Había quedado viudo poco antes. Su mujer murió sin padecer ninguna enfermedad. Murió de cansada, del agotamiento ocasionado por una vida muy dura. No es que hubiera pasado los partos sin ninguna asistencia, sola en la casa de piedra de la aldea, como los pasó la madre del inmigrante; se la llevó el desgaste de levantarse al alba para atender un pequeño comercio, día tras día, año tras año, asustada por la facilidad con que quedaba embarazada y por la dificultad con que llegaban, cada mes, a pagar la cuota de la hipoteca. Quedó tendida en su cama. Sus ojos se cerraron sin que, aparentemente, hubiera sentido dolor. Dios lo había querido así. Y aunque no lo decía, él esperaba una muerte igual de dulce, en su cama, sin sufrimientos, como morían los viejos en su tierra.
Había conocido a su mujer siendo ya mayor. Su sentimiento no era comparable al de Macías el Enamorado, pero era amor al fin y al cabo. Mantuvieron un prolongado noviazgo, interrumpido por dos viajes del novio a su patria. ¿Qué había buscado durante esas travesías? Nunca quiso confiárselo a nadie. ¿Deseaba regresar a su tierra? ¿Lo atenaceaba el deseo de ver a los suyos? Sea por el motivo que fuere, lo cierto es que las dos veces regresó, y luego del segundo regreso, se casó con la argentina hija de lombardos que con tanta paciencia lo había esperado.
- “Adiós, don Martín!”, la voz cantarina resonó en la tarde.
- “Adiós, don Jesús! Cómo va?”, respondió el inmigrante.
La escena se repetía, cotidianamente, siempre a la misma hora, como una manera de comprobar que estaban vivos. Uno, caminando lentamente; el otro, postrado en una silla de la que mucho le costaba desprenderse. La independencia lo hubiera hecho sentir inmensamente feliz.
Unos meses antes, yendo a visitar a la menor de sus hijas, se había caído en la calle, y habían tenido que traerlo de vuelta. A partir de ese momento, su declinación fue veloz y
evidente. El médico le prescribió una dieta estricta, en la que no tenía cabida lo que no había podido comer en su tierra, y que aquí estaba al alcance del más modesto bolsillo. “El colesterol, don Martín, el colesterol!, decía el galeno, moviendo la cabeza. Debía cuidarse, vigilar las comidas. Sus hijas observaron puntillosamente las indicaciones del médico y el anciano tuvo que contentarse con una cena distinta en la que le dejaron, por suerte, el pan negro y las manzanas.
Para su cumpleaños –se sabía-, el mejor regalo era un paquete de castañas. Ese era el mejor festejo: calentarlas a fuego lento y luego saborearlas despacio, degustando la reminiscencia de infancia, lejanía y pobreza. No eran la magdalena sobre la que escribió Proust, pero tenían los mismos poderes; diríase que tenían la virtud mágica de corporizar vivencias y escenarios, hasta confundir el entendimiento y hacerlo vacilar sobre la realidad. Aspirando ese aroma, no sabía si estaba en América, o si tenía quince años en su aldea, su Cebreiro entrañable, a la que añoraba volver.
Había venido a hacer la América, desempeñando los más variados oficios, ahorrando peso sobre peso. Como todos sus paisanos, estaba seguro de que le aguardaba un futuro envidiable, de que cuanto ganara le alcanzaría para vivir holgadamente y para enviar dinero a sus padres, que ya estaban muy viejos para labrar. Qué lejos estaba todo eso ahora, cuando veía con amargura que ni siquiera lo dejaban salir solo a la esquina! Qué amarga le parecía la vida, que lo postraba en esa silla, en su cama frente al televisor en blanco y negro, donde cada domingo veía a Tato Bores!
Los sueños no se habían vuelto realidad. Había podido vivir, comprar una casa, educar a sus hijas, hacerlas estudiar, pero, de ninguna manera se había convertido en el indiano del que escuchaba hablar con admiración en su tierra. ¿Le habría faltado talento? A otros les había ido muy bien, y a él no. Conocía paisanos que habían amasado una fortuna considerable, con su propio esfuerzo, sin perjudicar a nadie. Quizás a él le había faltado visión, porque lo que es esfuerzo, le sobró, lo mismo que a su mujer. No había sabido encontrar el negocio justo, en el momento adecuado, como sí supieron hacerlo otros que vinieron de la aldea con él, en el mismo barco, en idénticas condiciones.
.....
Un día se acabaron las tardes bajo la parra. El anciano presintió el fin, y recordó las tradiciones de su tierra. Esas tradiciones decían que quien muriera en Galicia podría resucitar cada noche, y volver a su casa. Podría velar el sueño de sus seres queridos, sentarse a la vera de las rías, descansar bajo los árboles que frecuentara en su vida terrenal. Si moría lejos, nada de esto le sería dado. Tendría una muerte común, como todas, lejos de las creencias que quizás hubiera heredado de los celtas, tan amigos de los duendes y los trasgos, del más allá y sus misterios.
La única solución era regresar, pero era imposible. Solo no podría hacerlo. Estaba inválido y, aunque ya no tuviera que viajar en barco, sino en avión, unas pocas horas, nadie podía acompañarlo. No había dinero; había que cuidar a los chicos, que iban a la escuela; no se podía desatender el trabajo, aunque la situación no era tan crítica como la que se vería años después.
No, el regreso era una quimera. Pero también había sido una quimera la partida hacia América, sesenta años antes. La diferencia estaba en que, en su juventud, él decidía por sí mismo, sus piernas le respondían y, con su hato de ropa y sus pocos libros, podía ir donde quisiera. Ahora necesitaba ayuda para todo; dependía de sus hijas, de sus nietos, hasta para tomar un vaso de agua.
Por otra parte, si volviera, ¿quién lo cuidaría hasta que llegara el momento de reunirse con sus muertos? ¿Quién lo acompañaría, una vez más, a ver el Pórtico de la Gloria, para despedirse de él? Nadie tendría tiempo. Sería un viejo solo, en una tierra extraña, poblada de jóvenes a los que no conocía, con los que no podría compartir sus recuerdos.
Estas consideraciones, que lo obsesionaban, no mitigaban su pena. Pensaba que iba a morir lejos, y eso lo desesperaba. El soñaba con la libertad de que gozaban las almas en el más allá; sabía de sus correrías y de sus visitas a los familiares. Se decía que salían solas a caminar hasta que clareaba, o que solían hacerlo en grupo, en la Santa Compaña. Se moriría del todo, para siempre. Bueno, contaba con la esperanza que le daba la Iglesia Católica, la de purgar sus pecados y reunirse con los bienaventurados, en la Presencia Divina. Pero –se decía- ya no iba a poder volver a su tierra; el lazo se cortaría entonces definitivamente.
Mi abuelo empeoró, y hubo que internarlo. Intentaba recuperarse, pero ya era tarde. Su alta edad y lo trajinado de su existencia conspiraban contra la mejoría que ansiaba. Quería curarse para poder viajar. No lo lograba. En el sanatorio pasó sus últimas noches, sus últimas mañanas, añorando la libertad y suspirando por su juventud. Se veía pescando con sus hermanos, a orillas de la ría que surcaba el verde de la pradera. Se veía peregrinando, orando, bebiendo, festejando las efemérides de su tierra. Se encontraba atado a la cama con barandas de metal, con el suero entrando a su cuerpo por la vena del brazo, y quería escapar. Asombraría a los nietos con la visita inesperada.
Cuando llegó el final, él lo presintió. Moriría rodeado de médicos y enfermeras, con sondas y catéteres. Tratarían de reanimarlo. Su corazón se pararía. Lo verían en esa pantalla que tenía cerca de la cama. Nada más lejano de la muerte campesina que deseaba, en paz, con los suyos, con el cura de la aldea, que le hablaría de Dios y le haría besar el crucifijo. Su alma celta aceptaría la Extremaunción.
Dios le reservó una sorpresa. No lo dejó volver a Galicia, como un espíritu noctámbulo, pero lo llevó a un cielo de gaitas y muñeiras. Allí es feliz. En la eternidad encontró la tierra añorada.


El album

Dulces abuelas trashumadas
desde estos cielos
a aquellos cementerios.
Ricardo Adúriz

La anciana intentaba recordar. Los nombres y las fechas se confundían en su mente. Pensaba en su infancia, poco antes de que comenzara este siglo, en La Coruña, cerca del mar. Pensaba en su casa, sus hermanos, sus amigos. Algunas personas surgían vívidas, como si no hubieran abandonado este mundo; otras, en cambio, se encontraban en una nebulosa de la que era difícil hacerlas emerger.
Tenía muchos años la señora. Se adivinaba que había sido hermosa: la edad no había logrado borrar del todo la pureza de sus rasgos, la distinción de su semblante. Su piel era muy blanca, y sus ojos, de un gris elocuente. Había llegado a América en su adolescencia, de la mano de unos padres que confiaban en que aquí encontrarían paz y bienestar. A ellos se parecía, en los rasgos y en la altivez.
En la soledad de su habitación, rodeada de papeles y de fotografías, intentaba recomponer un árbol genealógico escindido entre dos patrias. Tenía datos fidedignos acerca de los últimos años. A medida que retrocedía en el tiempo, la certeza se esfumaba, dando lugar a las conjeturas. Más de una vez le había sucedido que, teniendo una foto en sus manos, no lograba decir con seguridad a quién pertenecía ese retrato.
Tenía poca información acerca de su familia; la venida a América había dejado truncas muchas historias, tanto para los gallegos cuanto para los emigrantes. Se esforzaba en capturar rostros y frases, canciones y leyendas, para reunirlos en un álbum que dejaría a sus nietos.
Esa era la razón de su existencia. Preservar la memoria. Hacer que tantas historias no se perdieran en la nada, al faltar ella. Sus hijos la comprendían; con sus nietos, la situación era distinta. Los jóvenes, fascinados por el presente, no prestaban atención a cuanto ella les narraba. Pero había una excepción: una de sus nietas la escuchaba atentamente, deseosa de saber más sobre sus raíces. Con esa niña pasaba tardes enteras, sacando de un cajón fotos sepia, recortes amarillentos en los que se recordaba la llegada de los inmigrantes a este suelo, en los que se hablaba de algunos de ellos que se habían destacado.
Ante la mirada extasiada de la niña desfilaban las gallegas nacidas alrededor de 1870, los maridos algo mayores, los hijos americanos. Le hablaba del barco en que había llegado, en los días en que viajar era una quimera. Viajar era arduo, sobre todo para las madres que venían con hijos en brazos y con otros de corta edad. Pero lo hacían; se embarcaban con más optimismo que dinero y llegaban a Buenos Aires. Aquí, con suerte, se encontraban con algún paisano, o eran ellos quienes brindaban ayuda, en la medida de lo posible, a quienes llegaban después. Galicia había quedado lejos, y era menester estar unidos en la nueva nación.
La anciana sabía que la muerte la acechaba. Por eso, quería terminar su obra. A algunos les da fuerzas escribir un libro, criar los hijos; a ella le interesaba terminar de ordenar esos recuerdos que vivirían más que sus propios hijos, que serían como un libro en el que las futuras generaciones de su sangre podrían leerse.
Le faltaban datos. Escribió a Galicia. Consiguió partidas de nacimiento, información sobre casamientos y abandonos, trabajos y exilios. De a poco, iba concretando su sueño. Quienes venían a visitarla, la encontraban día y noche entre esos documentos, apresurada, como si su hora ya estuviera señalada, y ella lo supiera.
De a poco, con la ayuda de su nieta, logró hacer un árbol genealógico. Tenía algunas vacilaciones, le faltaban algunos ancestros, pero se sentía satisfecha porque había conseguido más que lo que esperaba, y la calma empezaba a insinuarse en su alma.
La niña le preguntaba, cada vez que venía, si tenía algo más que agregar, si podía ayudarla. Ante estos requerimientos, la gallega se sentía radiante. Sabía que no iba a morir del todo.
Un sobre lacrado llegó trayendo en su interior la última información que ella había solicitado a unos parientes. Una mujer que había conocido en su tierra le proporcionaba los últimos datos que le faltaban, aquellos que no habían podido suministrarle sus compatriotas afincados en la Argentina.
Con gran alegría leyó esas páginas escritas con letra redonda, en las que se hablaba de momentos y lugares tan caros para ella; acarició las fotos que creía irremisiblemente perdidas. El pasado estaba allí, se hacía presente, y se ofrecía a los ojos de las generaciones venideras. Volcó esos datos en su álbum, completó lugares que se hallaban en blanco y descansó.
Cuando vinieron a verla, sus hijos la hallaron entre los papeles, dormida para siempre. La placidez de su expresión les hizo saber que la anciana había alcanzado su meta.


Volver a Galicia

“Yo, que perdí mis cielos,
¡y soy tan pobre!
José González Carbalho


Manuel murió, luego de una larga agonía, sin haber podido regresar a la aldea. El Centro Gallego ofrecía el pasaje gratuito a quienes hubieran pasado más de treinta años sin volver a su tierra, pero la salud del anciano le impidió aceptar este ofrecimiento. No había consuelo para su pena. Cuando cerró los ojos, tenía en su mano el escapulario que le había dado su madre. Lo había conservado con él a lo largo de su vida.
La muerte de María fue, si se puede, más desgarradora. Había recibido poco antes una carta de sus hermanos en la que le decían que ya estaban viejos, que si no se veían pronto, quizás ya no volvieran a verse. Misivas como ésa eran moneda corriente entre los inmigrantes de distintas nacionalidades. Los angustiaba pensar que el plazo se terminaba. María no se animaba a viajar sola, aun cuando la esperaran en Galicia; temía que el corazón le jugara una mala pasada lejos de sus hijos. Decían que había que ser muy fuerte para soportar una segunda despedida, y ella no se sentía capaz de resistirla. Por eso, se conformaba con las cartas, con las fotos que recibía en abultados sobres.
.....
Con la parte que le tocó al vender el inquilinato, más algo que había logrado ahorrar, la hija mayor pudo emprender el viaje ansiado por sus padres. Tardó mucho en alcanzar la suma necesaria; siempre había necesidades imperiosas que atender: los gastos de la casa, la crianza de un hijo, los medicamentos para la anciana que se marchitaba lentamente, hablando de sus hermanas monjas, de su hermano muerto. Sabía que el costo del viaje con el que soñaba era muy grande para su menguado bolsillo, pero también estaba convencida de que el regreso era una deuda que tenía con sus mayores. Hasta que no lograra besar esa tierra, nada tendría sentido para ella, porque le faltaba una parte de su existencia: el origen que la había llevado a ser quien era.
Quería confrontar la realidad con la imagen que tenía de Galicia. Sus padres decían que era la tierra de las angustias económicas, de los sueños que no se cumplían, de las ilusiones vanas... pero también era la tierra en la que ellos habían sido jóvenes y animosos, en la que habían escuchado hablar de América. Quería conocer las aldeas de las que habían partido, ver sus rías y admirar su verdor. Quería escuchar las canciones con que María los acunaba, plenas de ternura y añoranza.
Poco sabía de Galicia la hija, en definitiva. Lo que había leído en las enciclopedias y los folletos turísticos, y lo que había escuchado a sus padres. Esto último no parecía muy objetivo, ya que algunas veces la aldea era un paraíso terrenal y otras, era fuente de amargura. Sabía también cómo recordaban su tierra los gallegos que visitaban su casa, con trajes sobrios, los días de fiesta. Había visto muchas fotos, de personas y lugares, del pasado y del presente; había ido con su madre a un cine del centro a ver Alma gallega, confirmando que la morriña de los ancianos tenía razones valederas.
Muchos españoles decidieron cortar los lazos que los unían a su patria de origen; decían que España los había abandonado, que no se acordaba de ellos. Otros, como Manuel y María, siempre quisieron regresar a los parajes de su infancia, aunque sólo de visita. No creía Fernanda que desearan volver a vivir allí, teniendo hijos y trabajo en América, pero se desesperaban por abrazar nuevamente a sus hermanos. María no había vuelto a ver a su familia en cuarenta y dos años; Manuel, en cuarenta. Los hijos sabían que este anhelo incumplido ensombrecía su esquiva felicidad.
La hija se había propuesto acompañarlos; se los decía a menudo, pero murieron antes de poder concretar ese sueño. La oportunidad de viajar, aprovechando un simposio, se presentó cuando ellos ya no estaban. “Pai, nai, ustedes están volviendo –les dijo cuando fue a llevarles flores, antes de partir. En mí, es su sangre la que regresa”. La mujer no supo si desde su última morada los ancianos la habrían escuchado, pero sintió una mano que la bendecía.
Confortada por esa sensación, sin duda producto de su mente, ultimó los preparativos. No olvidó llevar las direcciones de los parientes. Sobrevivían unos tíos, y tenía primos de su edad a quienes quería conocer. Le interesaba sobremanera ubicar a un tío, hermano de su padre. De él le había hablado largamente el emigrante, en esas tardes que sólo podían amenizar la radio y los juegos infantiles. Sabía del gran afecto que se profesaban y que la venida a América no había logrado aminorar; sabía que este sentimiento era correspondido por Andrés, el menor de los hermanos, quizás el que más había sufrido la separación.
.....
En Madrid, el día había amanecido soleado, aunque frío. Fernanda se dirigió a la estación de ómnibus y sacó un pasaje para el micro que iba por la Autopista Radial hasta La Coruña. Descendiendo en Baamonde, a pocos kilómetros de Lugo, ahí nomás tendría Pígara, el pueblo de su padre, y San Juan de Alba, el de su madre. Sin embargo, no era a ninguno de esos adonde se dirigía ese día, sino a Muras, donde vivía Andrés, quien –suponía- la acompañaría a hacer el recorrido entrañable para el que había reservado varios meses. Al atardecer, bajó del micro maravillada; había pasado por muchos lugares que para ella eran hasta ese momento una leyenda: Avila, Valladolid, Zamora, León.
Fernanda caminaba por el angosto sendero que llevaba a la casa de su tío; buscaba una casa blanca, de dos plantas, con el techo pintado de verde. Cargaba su pequeño bolso, en el que guardaba la cámara de fotos que eternizaría cuanto viera. De lejos, divisó a un hombre que miraba plácidamente a los transeúntes. Aunque anciano, se lo veía saludable. Se parecía enormemente a su padre; este parecido físico la conmovió.
Pensaba en la sorpresa que le daría. El tío Andrés no sabía que ella había viajado, ni estaba enterado del congreso de Filología que se había realizado en Madrid; la sobrina no había querido adelantárselo por miedo a que algún obstáculo surgiera sobre la marcha. Una decepción así hubiera sido muy difícil de sobrellevar para quien había padecido tanta lejanía, tantas muertes, tanta esperanza sin sentido.
Llegó frente a él y lo saludó emocionada. Los ojos del anciano, clarísimos, le recordaron los de su padre.
- “Buenas tardes, tío!, dijo con voz temblorosa.
- “Buenas tardes, buenas tardes!”, contestó el gallego sin prestarle demasiada atención. Fernanda se quedó perpleja; la frialdad del anciano la confundió. Había olvidado que en Galicia “tío” no implicaba parentesco; era un tratamiento corriente. Por otra parte, él no esperaba ninguna visita desde un lugar tan remoto; a la luz de este razonamiento, la actitud del anciano resultó comprensible a la sobrina.
Entonces, ella le dijo que era la hija de Manuel, su hermano, el que había embarcado en Vigo en 1905 rumbo a Manzanillo, el que había muerto en Buenos Aires, deseando volver a Pígara, años atrás. Al anciano se le llenaron los ojos de lágrimas. Fernanda sintió que su padre revivía. Lloraron abrazados: él, sintiendo que los recuerdos se agolpaban en su memoria; ella, sintiendo en ese abrazo que había encontrado la parte de sí que le faltaba.
El contó de sus afanes, sus desvelos, sus lutos. Le contó ella que quería escribir un libro sobre sus padres, sobre sus pequeñas victorias. Le sobraba material, pero le faltaba la vivencia, la experiencia directa que pudiera darle vida a la palabra. Conocía la evocación de los emigrantes, pero necesitaba vivir ella misma cuanto había escuchado, tocar la pizarra con que hacían las casas, caminar por esas sendas que habían andado los zuecos gastados de sus mayores.
El anciano la escuchaba, atento; lo mismo hacía ella. Sobre el armario, la foto de casamiento de Manuel y María, amarillenta, era testigo de ese diálogo. El sueño de sus padres se había concretado: habían vuelto, por fin.
Fernanda le contó al tío sobre su vida, abrasada por dos fuegos, el de España y el de América. Le contó que tenía un hijo en el que se unían la sangre gallega y la escocesa. “Todo un celta!”, pensó el anciano en voz alta. “El es el retoño americano de la sangre que cruzó el mar –dijo la sobrina. Es la promesa. ¿La historia se repite? Quiera Dios que no tenga que emigrar”.

(1997)

Comentarios

“Excelente ’Josefina en el retrato’, así como ‘Un cielo para mi abuelo’ y ‘Peregrinación’, estos dos con su lograda atmósfera de nostalgia gallega”.
ANTONIO REQUENI


La Revista de Cultura el gRillo que dirige Carolina de Grinbaum con esforzada vocación y esfuerzo desde hace varios años, concedió el Primer Premio en Poesía y Cuento, convocado en 1997, a la escritora, docente y periodista María González Rouco. Y puntualiza certeramente Carolina de Grinbaum en la contratapa de esta flamante edición: "Los trabajos distinguidos son compartidos en su calidad por los demás cuentos y poesías de la autora incorporados a este volumen, con lo que ratifica el fallo”.
Me dediqué en primer término a la lectura de los cuentos y a no dudarlo (a sabiendas de la finísima textura con que narra María González Rouco) "Un cielo para el gallego" me provocó una nostalgiosa impresión. La historia de este gallego que se vino a la Argentina cuando apenas contaba diecinueve años y que se propone un “racconto” intimista, compenetrado de una religiosidad ínsita, conmueve. Y si bien esta impresión, esta conmoción, está justificada porque he conocido muchos gallegos en mi vida bohemia de la Avenida de Mayo, el tono neorrealista de este cuento es un sentido homenaje al inmigrante gallego, a ese hombre que pasaba las tardes bajo la parra y que un día enfermó y habrá de morir, rodeado de un cielo de gaitas y muñeiras". Acaso viajamos hacia Dios y siempre nos espera la primera cuna, la tierra natal -aunque estemos lejos físicamente-, aquella que añoraba don Martín en este cuento.
(...)
Otro cuento, “El album”, es protagonizado por una anciana inmigrante, que trata de recomponer su arbol genealógico a traves de un album. Otra sentida historia, en la que la anciana se ve presa de la soledad, pero al mismo tiempo plenificada por los recuerdos. Otra virtud de Maria Gonzalez Rouco -advertible en toda su narrativa- es la comprensión del tiempo y de los tiempos individuales, con cierres precisos para enmarcar el acontecer.
“Josefina en el retrato”, el cuento que da titulo al libro, es un racconto histórico con la excusa de una animización, -alarmante animización- en los límites de lo fantastico puro. La incredula protagonista va recepcionando los sucesos literarios de la Generación del 80 -Martel, Cambaceres, Argerich, Wilde, Lucio V. López, Cané-. Claro que esta receptora va pasando de la sorpresa al engolosinamiento, hasta con cierta avidez didactica va aprendiendo los caracteres de los escritores del 80, o de los años 37, por ejemplo. Asi, el espiritu –la foto animada- en el retrato de Josefina va ganando la vida de esta protagonista, anhelante de las conversaciones.
SEBASTIAN JORGI
La Capital, Mar del Plata


“Acuso recibo de su ‘Josefina en el retrato’, en el que estoy internado congratulado y dichoso de encontrarme con BUENA creación”.
DANTE BUSTOS
Círculo Mitre, Azul


“El sepia del pasado como nostalgia o fuente de nuestra historia; el siena de las tierras que pisaron nuestros ancestros y la fantasía multiplicada en un calidoscopio, con su policromía, inspiran en María González Rouco sus cuentos”.
CAROLINA DE GRINBAUM
Revista el gRillo


“No hay un recuerdo lacrimógeno de encuentros pasados o de momentos perdidos en el tiempo. Hay una suerte de continuidad viviente de todo aquello que cada uno lleva consigo (en este caso María), y en vez de lamentar su pérdida lo enaltece en el transcurrir de su vida”.
RAQUEL G. B. DE ROCCA
El Tiempo, Azul

 

 
 

 

 
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