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El tema del viaje es un tópico reiterado en la literatura universal. El escritor y periodista Rubén Benítez, autor de la novela de inmigración La pradera de los asfódelos, me dijo en un reportaje: “Ulises es tal vez literariamente el primer emigrante que sueña con el regreso a su entrañable tierra. Lo detienen los cantos de sirena y la magia de Circe”. Al igual que el griego, “el inmigrante europeo también partió y cayó en las mismas redes. El viaje o “nostos” griego, enlaza con la nostalgia, el dolor del regreso” (1).
En las páginas que leímos, encontramos la evocación de la travesía vista, no sólo como material literario, sino también como un momento de la vida propia o de los mayores que se desea reflejar, para dar testimonio y rendir homenaje a tantos seres que buscaron en otra tierra lo que en la suya no encontraban.

Notas
(1) Benítez, Rubén: La pradera de los asfódelos. Bahía Blanca, Siringa, 1988.


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Permiso para embarcar

Marcelo Bazán Lascano señala que la Ley Avellaneda, de 1876, proporciona la definición de inmigrante. Distingue “entre los inmigrantes ‘sensu stricto’, o sea los que venían con pasaje de segunda o tercera clase por cuenta del gobierno u otras entidades, y los que entre el 25 de mayo de 1810 y el presente han arribado a nuestro territorio a su costa, como polizones o en cualquier otra forma clandestina o ilegal. Podría sostenerse, pues, que los segundos son, prima facie, definibles como inmigrantes ‘lato sensu’, aunque hubieran venido en primera clase y aunque lo hubiesen hecho con bienes de fortuna y hasta con títulos nobiliarios” (1).
Se ha señalado la diferencia entre inmigrantes y refugiados: “El inmigrante toma una decisión y asume el riesgo, aunque tenga que poner en peligro su vida. El exiliado no tiene capacidad u oportunidad para decidir. Otra de las diferencias fundamentales es la experiencia vivida antes de la partida. Muchos llegan heridos, con mutilaciones, han sido testigos de la muerte de personas conocidas y familiares. Sufrieron violaciones sexuales, (...). Luego está el trauma del desarraigo, la pérdida del punto de referencia, la destrucción de todos los bienes”.
Cuando se trata de un refugiado, por más que se esfuerce por sobreponerse, “El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida. (...) En muchas ocasiones, el desplazado debe adaptarse a países con otro idioma, otra cultura, separado de sus seres queridos. No resulta extraño que sean frecuentes los intentos de suicidio, los conflictos conyugales, el retraimiento social, la sensación de peligro constante, la pérdida de creencias, las conductas agresivas... Un caso donde el desarraigo es especialmente doloroso es el de los ancianos, que desarrollan más cuadros depresivos que el resto. La falta de esperanza sirve para adelantar la muerte” (2).

Tomada la decisión, se emprende la travesía. Primero, por las oficinas que otorgan el permiso de embarque. No viajaba el que quería, sino el que conseguía la autorización imprescindible para embarcar. Giorgio Bortot escribe que a aquellos inmigrantes “se les exigió: 1) ser preferentemente europeo; 2) ser de sana y robusta constitución, exenta de enfermedades y malformaciones que alteren su capacidad laborativa presente o futura; 3) asegurar que no venían a practicar la mendicidad, y la mujer adulta, además, a ejercer la prostitución; 4) declarar su religión; 5) viajar en segunda o tercera clase; 6) residir en zonas determinadas; 7) al llegar, tomar otros recaudos para asegurar la defensa social”. Y agrega: “pocos se enteraron de tales restricciones. (...) El que escribe fue traído de niño y debió acatar aquello” (3).
La enfermedad, la senectud, eran muchas veces objeto de discriminaciones que separaban a las madres de sus hijos, a los hermanos entre sí. Syria Poletti lo supo bien y lo narró en su novela Gente conmigo, que fue distinguida en 1961 con el Premio Internacional de Novela convocado por la Editorial Losada. En esa obra alude a las trabas que se imponían a los disminuidos físicos para salir del país. Recuerda Nora Candiani, la protagonista: “Paso tras paso, con su carga de trabajo y el agobio de apuntalar a una familia dispersa, Bertina consiguió arrancar el permiso de embarque. (...) Mi viaje a América se resolvió así en una suerte de contrabando: yo era como un producto deteriorado que debía pasar inadvertido, entremezclado con los productos destinados a la exportación: los emigrantes aptos. Yo era el polizón que logra trepar al barco. Luego, la piedad me admitiría. De todos modos, lo importante era viajar. La vida impone las leyes y la vida enseña las trampas. Sólo que las trampas arañan” (4).
Un defecto físico impide la salida de una asturiana hacia América: “Cuando tenían todo arreglado para viajar, y ya no había retorno, el cónsul argentino se puso meticuloso con la visa. Despachaba a cientos de asturianos por hora y se daba el lujo de poner objeciones ridículas. Eran tan ridículas que parecían el cebo de alguna coima. El cónsul detectó un dedo mocho en la mano izquierda de Valentina y decretó que esa lesión la hacía inútil para el trabajo, y por lo tanto inviable para emigrar. Sin dinero, sin tiempo y sin chances, Marcial recurrió a su prima, que era cocinera del gobernador, y éste fue magnánimo y ejecutivo. El cónsul reculó y firmó los papeles a regañadientes, y el buque de carga Entre Ríos los llevó a la otra orilla del mundo” (5).
Nélida Boulgourdjian relata que sus mayores decidieron emigrar hacia la Argentina porque "habían escuchado que era un país joven con muchas oportunidades de trabajo y, sobre todo, con la posibilidad de vivir en libertad. Pero quizá lo que más los alentaba era que habían otros parientes que los habían precedido y que facilitarían sus primeros pasos en la nueva tierra. Sin embargo, la ceguera de Samuel haría difícil el ingreso a la Argentina; las leyes eran estrictas y Samuel no cumplía con uno de los requisitos: no tener defectos físicos. Su ceguera lo hacía inaceptable para las leyes. El joven debió quedarse en Beirut hasta que la perseverancia de su madre una vez instalada en Buenos Aires hizo posible el milagro. Ella logró con la ayuda de profesionales idóneos que Samuel entrara finalmente en la Argentina. Se dijo que su caso sentó jurisprudencia" (6).
Lo mismo sucedía con quienes deseaban salir de la Argentina. El italiano Gemesio desea establecerse con su familia en la península. Durante la revisación médica, el galeno señala: “ ‘¡Esta criatura tiene fiebre! –y le sacó la gorrita, y cuando vio los granos exclamó: -¡Esta niña no puede viajar!’. Y quedó Elenita, que sólo tenía tres años, en brazos de la abuela Irene, mientras el Principessa Mafalda se alejaba de la costa, los pañuelos se agitaban en el puerto y Christina, a través de las lágrimas veía empequeñecerse las figuras familiares. Por primera vez miró a su marido con rencor” (7).
En 1891 “se abrió el comité del Barón de Hirsch. Fue una salvación para los judíos y empezó el registro de las familias. Aceptaban solamente familias con hijos varones. Los que no los tenían, se daban maña. Hacían inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba” (8).
Alejo Peyret recuerda que para fundar la Colonia San José, en Entre Ríos, “Se ha aceptado apresuradamente todo cuanto se ha presentado, con la única condición de ser católico. Se han hecho adelantos de ingentes cantidades a familias desprovistas de todo, y que presentan muy pocas garantías de reembolso. Por decirlo, se ha gastado mucho dinero sin necesidad. (...) Suponiendo igual capacidad para el trabajo un colono protestante debe ser preferido al católico” (9).
En El angel del Capitán, de Chuny Anzorreguy, son políticos los motivos de discriminación a los que debe enfrentarse Miro Kovacic cuando decide exiliarse. Un amigo le sugiere dirigirse al Instituto Croata de Cirilo y Método, donde se entera de que “Un país sudamericano había puesto a disposición del Instituto diez mil visas para los croatas que la necesitaran. No a los largos trámites. No a las profundas investigaciones. No al interminable papelerío”. A fines del 47, en Trieste, se completa el viaje iniciado mucho antes: “Subimos al tren Nada, Mía y yo. Nos internábamos en la oscuridad absoluta buscando al sol” (10).
Décadas antes había sucedido algo similar a un personaje de Ana María Shua. Por ser desertor, aguardó durante un año, escondido en la casa de la novia, que algún compatriota falleciera, para poder viajar con sus documentos: “Murió Gedalia Rimetka, medianamente joven, de bigotes. Con su documento fue el abuelo al consulado de América, la verdadera, la del Norte, y le dijeron que no. No lo bastante joven murió Gedalia, no lo bastante joven como para pasar por el abuelo. En Polonia siempre hacía frío, siempre había nieve. Cuando se derretía la nieve, había mucho barro. El barro también era frío. El barro de Tomachevo cruzó el abuelo, que quería cruzar el mar. Y llegó al consulado de esta pobre América. Allí, le habían dicho, no se fijan mucho, no entienden nada, les da lo mismo. Allí también es América, aunque no tanto. Lo que vale es salir de Europa, lo que vale es cruzar el mar. Desde una América ya será posible llegar a la otra. Y no se fijaron, o no les importó, o no entendían nada, y el abuelo pudo ponerse en camino para cruzar el mar” (11).
Los rusos Gurovitz “Habían quemado todos los documentos. En sus papeles figuraban como griegos. Así lo atestiguaban la ropa, gorra y pipa entregadas poco antes” (12).
En una carta envada al diario Clarín, expresa Erwin Auspitz: “ (...) en noviembre de 1938, con casi 10 años, vivía en mi ciudad natal, Viena, con mi familia de origen, judía. Mi padre fue detenido y quedó alojado en la Gestapo, de allí lo llevarían a Dachau. El cónsul argentino en Viena, Juan Giraldes, (...) No sólo extendió las anheladas e imprescindibles visas de tránsito para mis padres, mi hermana, mi abuela materna y para mí, sino que –además- lo hizo sin tener en cuenta una carta anónima que entregó a mi madre y que conservo hasta hoy; allí se denuncia la intención de nuestra familia de permanecer ilegalmente en Buenos Aires. Conseguidas las visas, mi madre logró que la Gestapo liberara a mi padre, previo el compromiso de dejar Austria en un plazo perentorio. Llegamos a estas tierras amadas en febrero de 1939, y aquí crecí, viví mi vida y formé mi familia” (13).
En Dimitri en la tormenta (14) -novela de Perla Suez seleccionada por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina (ALIJA) y por la Fundación de Lectura, Fundalectura, Bogotá, Colombia, entre los mejores libros para jóvenes-, relata Tania, una polaca que huye del nazismo: “Con el anillo de brillantes de mi madre compré a uno de los comandantes y escapé. Vagué por cloacas, estuve en una iglesia donde un sacerdote me ayudó. Disfrazada de mendiga, pude llegar a la bahía de Gdansk. Y logré esconderme en el barco carguero en el que llegué”.
Lajos Fehér, húngaro judío, “consiguió un pasaporte falso a nombre de Alejandro Gross con una expresa mención del obispo de la zona que la religión profesada por el portador era la católica”. Logra llegar a Italia, donde “en una desesperada búsqueda de algún medio para salir de Europa, consiguió finalmente una visa para Ecuador y un lugar en el Augustus que salía a la madrugada siguiente con ese destino. El lugar en ese barco le costó una buena parte de su dinero ya que, aún siendo reconocido como católico, no querían embarcar ciudadanos de países de Europa Central, por poner a la misma compañía marítima en actitud sospechosa” (15).
Otro documento falso permitió indirectamente la llegada al país de Pedro Roth, “el mayor cronista gráfico de la plástica argentina”, nacido en Budapest en 1938. El vivió en Hungría durante la Segunda Guerra Mundial y llegó a Buenos Aires –explica- “gracias a un negocio algo oscuro del doctor Liber, un primo segundo de Rosalía, mi madre, que le compró un pasaporte falso al cónsul argentino en Montecarlo el año de mi nacimiento. Puede que el funcionario fuese algo informal, pero le salvó la vida y nunca dejaremos de recordarlo. Bueno, Liber llegó e instaló una fábrica de jabón en San Martín. Mi madre, mi abuela Eugenia y yo llegamos en 1954 y nos establecimos en Florida” (16).
Jacques Arndt, nacido en Viena, relata: “ingresé en la Argentina a los 21 años, solito, como polizón, sin hablar una sola palabra de castellano y sin un peso. Me tuve que refugiar escapando de Viena luego de la entrada de los nazis en mi país y en una fuga y travesía casi cinematográfica. Escapando de los nazis logré llegar a Marsella y, con la anuencia de un marinero, me escondí en un barco” (17).
Juan Zorrilla de San Martín se exilia en la Argentina: “La actividad literaria emprendida por Zorrilla de San Martín y los ideales que lo animaban le habían ya impulsado a fundar, en 1878, el diario ‘El Bien Público’ (...) Las duras campañas periodísticas contra los gobiernos que no respondían a sus ideales religiosos y democráticos le atrajeron dolorosas persecuciones. En 1885, luego de sufrir el empastelamiento e incendio de su diario, amenazado hasta en el sagrado del hogar, se vio obligado a asilarse en la Legación del Brasil. Negadas las garantías que pidió la Legación para que Zorrilla de San Martín pudiera embarcarse con destino a Buenos Aires, el Ministro del Imperio lo condujo personalmente hasta una nave de guerra brasileña que lo llevó hasta aguas argentinas, en las cuales, con el fin de eludir el reclamo interpuesto por el gobierno ante la cancillería del Brasil para que el viajero fuera llevado nuevamente a Montevideo, el expatriado se trasladó en una ballenera que lo transportó a Buenos Aires. Pocos días después de este dramático episodio su esposa y sus pequeños hijos se le reunieron en el destierro” (18).
Roberto Ale se refiere a las condiciones de ingreso de los inmigrantes árabes: “Para entrar a la Argentina de esos tiempos no hacía falta pasaporte y era común que una familia traiga a otra y así practicamente aldeas enteras se trasladaron a nuestro país, esparciéndose de norte a sur y de este a oeste de estas ricas llanuras pampeanas. Tenían ventajas y privilegios sobre el mismo nativo, no tenían cargas militares, ni cívicas. Ante cualquier problema que pudiera surgir, tenían un Cónsul de su propio país que los protegía” (19).
Juan Carlos Coria señala, acerca de la inmigración africana: “las entrevistas mantenidas con africanos de distintos orígenes, permiten comprobar que, salvo casos muy excepcionales, ingresaron a la Argentina sin ningún inconveniente ni traba, salvo los ingresados como polizontes en buques de banderas europeas, que por regirse con las leyes de los respectivos países tenían la obligación de devolverlos al lugar de donde habían subido a los barcos. Por ser la Argentina de fronteras abiertas y por ello, un país de recepción casi indiscriminado, esos inmigrantes, lograron ubicarse, muchas veces precariamente, pero subsistieron, trabajando muy duro, obteniendo documentación, no siendo escasos los casos de negros africanos que se nacionalizaron. Superando la etapa de la población negra esclava y su descendencia, los nuevos negros africanos, que se fueron radicando, pueden datarse desde principios del siglo XX con continuos ingresos anuales hasta la década de 1930, en que disminuyen hasta casi desaparecer. Esa inmigración se reanuda con posterioridad a la terminación de la Segunda Guerra” (20).

Una vez logrado el permiso de embarque, el inmigrante debe dirigirse al puerto**, soportar varios días en el mar y, finalmente, arribar a Buenos Aires, donde algunos se establecerán, y desde donde otros seguirán viaje hacia el interior, a las colonias en las que quizás encuentren a algún ser querido. De este largo periplo dan cuenta muchas de las páginas que leímos.

Notas
1 Bazán Lazcano, Marcelo: “Carta de Lectores”, en La Nación, Buenos Aires, 19 de diciembre de 1999.
2 ABC: “El desarraigo golpea la salud hoy y para el resto de la vida”, en La Prensa, Buenos Aires, 9 de mayo de 1999.
3 Bortot, Giorgio: “Correo de lectores”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.
4 Poletti, Syria: Gente conmigo. Buenos Aires, Losada, 1962.
5 Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
6 Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: "Samuel Boulgourdjian", en Testimonios Genocidio Armenio www.marash.com.ar.
7 Ayala; Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.
8 Chajchir, Mauricio: “Viaje al país de la esperanza: Relato de un viajero del Pampa”, en La Opinión, 8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de Genealogía Judía de Argentina, Toldot # 8. Noviembre 1998.
9 Peyret, Alejo: en Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.
10 Anzorreguy, Chuny: El ángel del capitán. Biografía del capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
11 Shua, Ana María: El Libro de los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
12 Goldberg, Mauricio: Donde sopla la nostalgia. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1985.
13 Auspitz, Erwin: “Aquel cónsul argentino en Viena”, en Clarín, Buenos Aires, 26 de julio de 2005.
14 Suez, Perla: Dimitri en la tormenta. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1997. (Primera Sudamericana)
15 Weisz; José Martín: ...mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Editorial Milá, 2002.
16 Aubele, Luis: “A boca de jarro. Pedro Roth ‘Soy un testigo privilegiado’ “, en La Nación, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.
17 Petti, Alicia: “Jacques Arndt Evocaciones de un joven de 92”, en La Nación, Buenos Aires, 9 de julio de 2006.
18 Montero Bustamante, Raúl: “Juan Zorrilla de San Martín”, en Zorrilla de San Martín, Juan: Tabaré. Estudio preliminar y notas por Iber H. Verdugo. Buenos Aires, Editorial Kapelusz, 1965. 233 pp. (Biblioteca Grandes Obras de la Literatura Universal)
19 Ale, Roberto Mustafá: “Argentina Siglo XIX y principios del XX. La Inmigración , los árabes y aspectos de su historia, cultura y civilización”, en www.revistaarabe.com.ar, Santa Fe, Marzo de 2004.
20 Coria, Juan Carlos: Pasado y presente de los Negros en Buenos Aires, Buenos Aires, octubre de 1997, Educar, Argentina.

 

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La partida

“Dejar la tierra propia, la de la pertenencia, puede ser una decisión personal o también una elección forzada, a veces violenta. Aunque existe el derecho de fuga, de descubrimiento, de encuentro, como dice el filósofo italiano Sandro Mezzadra, los migrantes suelen verse obligados a emprender un camino de ida en busca de un destino que no siempre es mejor que el abandonado” (1).
Los italianos que se embarcan en Génova en 1884, hacia el Río de la Plata, son descriptos por Edmondo D’Amicis en su obra En el oceano. Acerca del escritor, dijo Griselda Gambaro: “El autor de Corazón recoge, sin embargo, sus mejores frutos en la crónica. En este fresco están todos los que vinieron a América, en su mayoría obreros y campesinos, cada uno con su sueño particular. Y el sueño –y el destrozo del sueño- empieza en el Galileo, como si el barco navegara en un mar de tierra y sus pasajeros, en los múltiples tipos y pasiones, representaran a la humanidad entera” (2).
En Sobre héroes y tumbas, Ernesto Sábato evoca la partida desde la tierra de origen: “Addio patre e matre,,/ addio sorelli e fratelli’ Palabras que algún inmigrante-poeta habrá dicho al lado del viejo, en aquel momento en que el barco se alejaba de las costas del Regio o de Paola, y en que aquellos hombres y mujeres, con la vista puesta sobre las montañas de lo que en un tiempo fue la Magna Grecia, miraban más que con los ojos del cuerpo (débiles, precarios y finalmente incapaces) con los ojos de su alma, esos ojos que siguen viendo aquellas montañas y aquellos castaños a través de los mares y los años: fijos e insensatos, indominables por la miseria y las vicisitudes, por la distancia y la vejez” (3).
Agata, la protagonista de Oscuramente fuerte es la vida, recuerda, muchos años después, el día en que debió dejar su tierra, para reunirse con su marido: “Hasta último momento, yo seguía formulándome preguntas que no encontraban respuesta. Teníamos lo que habíamos querido siempre: la casa, el terreno, la posibilidad de trabajar. Habíamos defendido esas cosas, las habíamos mantenido durante esos años difíciles. Ahora, cuando aparentemente todo tendía a normalizarse, ¿por qué debíamos dejarlas? Me costaba imaginar un futuro que no estuviese ligado a esas paredes, esos árboles, esas montañas y esos ríos. Había algo en mí que se resistía, que no entendía. Sentía como si una voluntad ajena me hubiese tomado por sorpresa y me estuviese arrastrando a una aventura para la cual no estaba preparada. (...) Llevaba en la mano una bolsita de tela y la llené de tierra. Me acordé de mi abuelo abonando esa tierra, de mi padre punteando, sembrando hortalizas. (...) Entré en la casa, abrí una valija y guardé la bolsita con la tierra. Recorrí las habitaciones como había recorrido el terreno. Con el brazo extendido rocé las paredes, las puertas, las ventanas. Me senté en un rincón y me quedé ahí, sin moverme, hasta que fue la hora de despertar a Elsa y Guido” (4).
También alude a ese momento la calabresa Adelina C. Cela, en el poema “Madre Patria”, imaginando el sentimiento de su tierra: “Tú clamabas por mí/ como una madre divina,/ con lágrimas derramadas/ en nostálgica partida” (5).
Roberto Cossa, en El Sur y después, incluye una canción que refleja el sentimiento de quienes tientan suerte en otra tierra: “Allá murió la infancia: / una caricia, una canción, / una plaza, una fragancia. / Los brazos viajaron, el corazón quedó./ Pero una estrella nos llama del sur./ Y un barco de esperanzas cruza el mar./ América, la tierra del sueño azul. / Es un vaso de vino, es un trozo de pan” (6).
En "Casi gringo", Luis Landriscina evoca la partida de sus padres y dos de sus hermanos: "en un buque se embarcó/ con lágrimas mi familia/ porque allí dejaba todo,/ con sus penas y alegrías,/ a la patria, a sus amigos,/ a sus padres, a la villa,/ a los sueños de la infancia/ que eran carne de ilusión" (7).
Un periodista, en la calle principal de Ottobiano, imagina a su abuelo: “un chico de doce años yéndose para siempre con su madre –escribe Miguel Frías. No sé lo que piensa en esa mañana de 1913 y ya no se lo puedo preguntar; tal vez, en el reencuentro con su padre, trabajador en las cosechas argentinas; tal vez, en la leña y las moras que debió robar para sobrevivir al invierno; tal vez, en la cocina del barco donde trabajará para cruzar el Atlántico” (8).
En El Cardedal, un pueblo de España, un anciano relata a Telma Luzzani la partida del abuelo de la periodista: “Un día de 1912, cincuenta y siete hombres se fueron para América. Yo tenía cinco años y todo el pueblo los siguió hasta la ladera entre lágrimas y buenos deseos. Entre ellos estaban mi padre y tu abuelo. Ese día comenzó la agonía del pueblo” (9).
Algún gallego tendría en su mente los versos de Rosalía de Castro, la poeta que escribió: “¡Van a deixala patria!.../ Forzoso, mais supremo sacrificio./ A miseria está negra en torno deles,/ ¡ai!, i adiante está o abismo!...” (10).
María Rosa Lojo evoca la partida de su padre: “Antonio Lojo Ventoso, mi padre, era uno de esos exiliados. Para él ya había pasado lo peor: el riesgo de fusilamiento, la cárcel, la ‘redención de penas por el trabajo’. Sin embargo se despidió de los castañares centenarios y los caminos de piedra. Cedió a un hermano sus derechos sobre las fincas que le tocaban –magras por cierto, como miembro de una familia numerosa- hizo las valijas y cruzó el océano. Dejaba irremediablemente truncos los estudios que había iniciado cuando el mundo era otro, el sueño de convertirse en oficial de la Marina de la República. Dejaba negocios equivocados y proyectos irrealizables. Dejaba también (aunque de eso me enteré después de su muerte: era un hombre pudoroso) una cierta reputación juvenil de ‘mala cabeza’, y de play-boy coruñés, que fascinaba a las muchachitas y escandalizaba a sus madres. Dejaba una España que para sus ojos había retrocedido siglos en el tiempo, donde no cabía la dimensión de su deseo. El futuro estaba afuera. Había resuelto que en las nuevas tierras haría otra cosa, y sería, casi, otra persona” (11).
Quienes partían perdían, asimismo, otros afectos muy caros. Recuerda Luis Varela, en De Galicia a Buenos Aires: “Dejaba yo en España algo que inconscientemente llevaba conmigo a bordo. Aquel caballo brioso no podía despegarlo en sueños de mi cerebro. También quedaba en Galicia un perro que se llamaba Sereno, que yo había criado de cachorro y con tanta pasión que me acompañaba en mis salidas de caza. No era un pointer de pura raza, pero sí un incansable rastreador y si ni él ni yo éramos excelentes cazadores, vaya si me había dado satisfacción por los montes de la campiña gallega. Aquellos fieles amigos yo los cuidaba como si fueran mis hijos. El negocio para mi casa hubiera sido que nos fuéramos los tres juntos. ¿quién los iba a cuidar ahora? Y en la incómoda posición de la litera, soñaba más que dormía, siempre en puro sobresalto, creyendo que a mis amigos les estaba pasando algo malo” (12).
María, la gallega que deja su tierra en Como si no hubiera que cruzar el mar, novela juvenil de Cecilia Pisos, pregunta en una carta por su mascota. “¿Cómo están todos allí? ¿Madre? ¿Padre? ¿Joel y Fernando? ¿Y Blanquita? ¿Y mi gallinita pinta? ¿Ya se la han comido?” (13).
Un mural pintado por Carlos Salatino y Beatriz Sevilla, en un restaurante de Buenos Aires, evoca el barco que trajo a emigrantes asturianos. A esa obra se refiere el realizador: “El mural que usted vio en FAME tiene una relación indirecta con el tema de la inmigración. Los fundadores de esa empresa son inmigrantes españoles y el nombre que eligieron para denominar su primer establecimiento gastronómico en gallego significa ‘hambre’, un hambre que España, caída en una profunda decadencia, carente de recursos, atrasada industrialmente, debilitada por guerras internas y perdidas sus últimas colonias, conoció en una escala aún mayor que la que aqueja a nuestro país hoy. Los fundadores de FAME llegaron con la oleada de inmigrantes españoles que buscaron aquí lo que sus países les negaban. Cuando nos tocó realizar el mural, tuvimos en cuenta estos factores pero no fuimos en absoluto literales. El puerto pudo ser cualquier puerto, obviamente también el de Buenos Aires, el barco se llama Virgen de Covadonga porque los fundadores de FAME son, como buenos asturianos, devotos de esa Virgen. Tal vez ellos al mirar el mural hayan recordado el barco que los trajo a esta tierra, aunque se llamara de otro modo y, ciertamente, si ellos no hubieran llegado, como tantos otros, a este país, FAME -que hoy ya es una cadena de cuatro grandes establecimientos- no existiría, y el mural tampoco” (14).
Pierre Cottereau, que no era inmigrante pero nunca volviò a Francia, escribe acerca de su valija: “Sobre la proa del barco/ la abracè con fuerza/ sin embargo no sabìa/ de nuestro ùltimo destino” (15).
Nora Ayala recrea el momento en que su abuela deja Alemania, en 1891: “El puerto de Bremen se iba empequeñeciendo en la lejanìa mientras Christina, con los ojos llenos de làgrimas, abrazaba fuertemente contra su pecho la estatuita del Bremer-Staedt-Musikanten que su padre le habìa regalado al despedirse. Ya no se veìan las figuras de herr Peter con Lina, Ana y Johan, agitando los pañuelos” (16).
De Rusia parte Jacobo Fijman, a los cuatro años de edad, en 1898. Muchos tiempo después, escribiría: “¡Ah! Yo soy uno de esos caminantes/ Que aún no han encontrado su camino;/ Pero he gustado un luminoso vino/ en huertos generosos y fragantes” (17).
En El árbol de la gitana, de Alicia Dujovne Ortiz, los Dujovne “Se vistieron de negro riguroso, él con un hongo redondito en la cabeza, ella con un pañuelo y, de inmediato, se encontraron extraños. Parecían vestidos con ropa ajena. La crispación del hombro o la cadera hacía chingar la falda o la chaqueta. Se las habían puesto miles de veces, pero lo que ahora las hacía diferentes era la actitud de los cuerpos con el adiós adentro: nadie se para del mismo modo cuando parte para siempre. Al marcharse perdían su familia y su país pero también su nombre. Nadie más los llamaría Dujovne con el matiz exacto de la e, esa e tan ambigua, de origen tártaro, que se desliza entre la e y la y, mientras la lengua, casi pegada al paladar, deja pasar el aire. Lo sabían tan bien, que ya apartaban de sus rostros, como espantándose una mosca, la tentativa de explicar cómo se pronunciaba el apellido, admitiendo de entrada que Dujovnie se volviera Dujovne, con una e castellana sosa y desabrida como matse sin té” (18).
Un judío se despide de su mujer y su hija, en el cuento “Papá”, de Susana Goldemberg: “Miró a mamá. Se abrazaron fuerte, fuerte. A mí me pareció que mamá era más pequeña y más débil de lo que yo creía. Enseguida papá me alzó en sus brazos. Con torpes manos recorrió mi cara: los rulos sobre la frente, las cejas, el dibujo de mi nariz, la línea de los labios. Y pellizcó mi mentón, como siempre lo hacía cuando me daba el beso de las buenas noches. Cuando por fin me dejó en el suelo, tenía mojado mi pelo con sus lágrimas. Tomó su atadito y se lo echó a la espalda. Rodeó con el otro brazo los hombros de mamá y salieron al camino. Yo los seguí” (19).
En Tel-Aviv, el 8 de octubre de 1940, una inmigrante inicia la escritura del diario que recogerá sus impresiones durante la travesía en el “Arabia-Maru”, que arribó a Buenos Aires en diciembre de ese mismo año. Ella escribe: “A Iojanan y a mí por supuesto, nos dolía el estómago, como antes de cada situación conflictiva. Nos despedimos de la abuela y el abuelo. El taxi estaba afuera preparado, arreglamos las maletas y nos sentamos” (20).
A los ciento seis años, en Rosario, Agop Eujanián evoca “la madrugada en que a cambio de monedas de oro el enemigo les franqueó la salida. Atrás quedaba el solar paterno con sus curtiembre, ovejas y árboles. En ese grupo huían tres jóvenes, Agop y su hermano Toros, de 18 y 20 años, y el primo de ambos, Serbando, de 17. Los tres eran de Tarsus, un sitio bíblico que alude a San Pablo, situado al pie del monte Ararat, donde según el Antiguo Testamento se posó el Arca de Noé. Toda una herencia de fe y de epifanías que dejaron atrás para poder vivir. Dos años después y cuando habían juntado algunos recursos comenzaron el viaje del exilio en barcos colmados de seres doloridos que buscaban puertos, sin más certeza que eludir la muerte” (21).
A los inmigrantes “de alguna manera, los acompañaba la esperanza, aún teñida del dolor de dejar atrás pasado, historia, familia, amigos, afectos y recuerdos -escribe Silvia Fesquet. El dolor no era poco pero el equipaje*** que cargaban –liviano, muy liviano- estaba amarrado con sueños, ilusiones y mucha esperanza: la de encontrar amparo o un destino mejor, la de volver y devolverse a esa tierra que, por razones distintas, ahora los expulsaba” (22).
En su “Homenaje al inmigrante”, canta Betina Villaverde: “Sí, y fueron valientes, mares de por medio/ sus raices quedaron/ mas, no vacilaron, fijo en sus mentes un/ mapa brillaba, Argentina./ Abriéndose en abanico, ancha y hermosa/ Argentina los cobijó/ idiomas extraños, se entremezclaban, un fin/ lo mismo pedian, trabajo./ Santa palabra, paz, trabajo, hogar,/ sus norte marcaban/ su equipaje, la fe, la voluntad como arma/ la fortuna, sus manos” (23).

Notas
1 Pavón, Héctor: “Migraciones: las fatigas de un nuevo horizonte”, en XV Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. Salamanca 2005, España. 14 y 15 de octubre. Buenos Aires, Clarín, 2005.
2 Gambaro, Griselda: “L’América: el sueño en italiano”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de julio de 2002.
3 Sábato, Ernesto: Sobre héroes y tumbas. Buenos Aires, Seix Barral, 1998.
4 Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
5 Cela, Adelina: “Madre Patria”, en La Capital, Mar del Plata, 5 de septiembre de 1999.
6 Cossa, Roberto: El Sur y después, en Teatro 3. Buenos Aires, Ediciones de la Flor.
7 Landriscina, Luis: "Casi gringo", en www.elfrasero.com.ar.
8 Frías, Miguel: “Noticias del mundo”, en Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de 2000.
9 Luzzani, Telma: “El Mirador”, en Clarín, 17 de octubre de 1999.
10 Castro, Rosalía de: Obra Poética. Barcelona, Biblioteca Bruguera, 1972.
11 Lojo, María Rosa: “Mínima autobiografía de una ‘exiliada hija’ “, en Sitio Al Margen Revista Digital.
12 Varela, Luis: De Galicia a Buenos Aires –Así es el cuento-. Buenos Aires, el autor, 1996.
13 Pisos, Cecilia: Como si no hubiera que cruzar el mar. Ilustraciones Eugenia Nobati. Buenos Aires, Alfaguara., 2004. 216 pp. (Serie azul).
14 González Rouco, María: Entrevista vía e-mail realizada en febrero de 2003.
15 Cottereau, Pierre M. M.: Sueños y sombras. Villa General Belgrano, Còrdoba, Ediciòn del autor, 1997.
16 Ayala, Nora: op. cit..
17 Fijman, Jacobo: “Caminante” (poema inédito) en Clarín, Buenos Aires, 14 de diciembre de 2002.
18 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293 pp.
19 Goldemberg, Susana: “Papá”, en Cuentos de la bobe. Santa Fe, Librería y Editorial Colmegna, 1976. Prólogo de César Tiempo. Foto de tapa: Pedro Luis Raota.
20 Weiss, Mónica: Muestra en Hotel de Inmigrantes, 2001.
21 Carafa, Silvia: “Agop, el abuelo de 106 años que fue testigo del Genocidio Armenio”, en La Capital, Rosario, 3 de abril de 2006.
22 Fesquet, Silvia: “La tierra de uno”, en Clarín Viva, Buenos Aires 8 de julio de 2001.
23 Villaverde, Betina: poema enviado por e-mail a MGR en 2004.

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Un viaje penoso

En su poema “Barco, barcos”, dice Amalia Ottonello: “esta nave tan grande/ viene de Europa./ Llegan hacinados/ con sueños de progreso,/ inmigrantes –asustados-“ (1).
En sus Memorias, Lucio V. Mansilla describe las condiciones en las que los inmigrantes realizaban el viaje hacia América: “El italiano no había comenzado aún su éxodo de inmigrante. De España, en general del Ferrol, de La Coruña, de Vigo sobre todo, sí llegaban muchos barcos de vela, rebosando de trabajadores, aprensados como sardinas (...) En cierto sentido eran como cargamento de esclavos” (2).
En su libro Los armenios en Buenos Aires, Nélida Boulgourdjián-Toufeksian expresa: “Las condiciones en que viajaban los inmigrantes no se correspondían con las descripciones de los folletos de propaganda distribuidos por el gobierno argentino. En 1907 se tomaron medidas para mejorar la travesía, disponiendo que cada pasajero tenía derecho a una superficie mínima de 1.30 metros cuadrados, a una cama de 1,80 metros de largo, a utilizar cocinas y baños a bordo así como al control médico” (3).
Cuenta un inmigrante asturiano que “Las camas consistían en unos cajones parecidos a la mitad de un ataúd que sirve de último reposo hombre y muchas veces al verme acostado venía a mi memoria el más triste de los recuerdos humanos ¡la muerte! El colchón no era otra cosa que un saco lleno de yerba seca, y por almohada teníamos unos pedazos de corcho unidos entre sí por unas cintas y cubiertos de lona, a los cuales llamaban salvavidas, además a cada persona le dieron una manta o cobertor para cubrirse” (4).
Para Valentìn Bianchi “transcurrieron muchas noches de insomnio, acostado en la estrecha cucheta del camarote, mientras pensaba en su nuevo destino y en cual serìa la suerte que le depararìa. Las incomodidades del barco carguero en el que viajaba tambièn le producìan desazòn. Tenìa que sobreponerse a las penurias del viaje y a sus interminables noches, cuando, con frecuencia, solìa sentir a las ratas correteando por sobre su cama” (5).
No faltaban pasajeros como el italiano Deyacobbi:, nacido en 1886, quien, a los dieciséis años, “se embarcó como polizón siendo descubierto a los pocos días quedando a cargo del panadero del barco que le enseñó su oficio y le dio al llegar a Buenos Aires una recomendación para la empresa Molinos Río de la Plata” (6).
“El primer recuerdo que me aparece es el viaje”, dice la protagonista de Diario de ilusiones y naufragios, novela de María Angélica Scotti que mereció el premio Emecé 1995/6. “En verdad, es más lo que me contaron que lo que vi con mis propios ojos –continúa. No sólo porque era muy pequeña sino también porque hice la travesía encerrada en un camarote muy especial: viajé oculta bajo las faldas de mamita”, porque “apenas zarpamos de Barcelona, mamita notó que yo tenía el cuerpo y las mejillas repletos de manchuelas coloradas. Ella ya había oído decir que a los enfermos los obligaban a bajar en el primer puerto, y por eso resolvió esconderme” (7).
Remey Nuez Fontanals llegó desde Barcelona a la Argentina en 1947, a los veinte años. Recuerda el terrible viaje que debió soportar: “Viajamos en la bodega del barco Cabo de Nueva Esperanza. Los hombres por un lado y las mujeres por otro, en un lugar como un pozo, en el que para respirar, había sólo un tubo de lona que subía a la cubierta. Veintitrés días así... durmiendo en literas, en catres, como los judíos en los campos de concentración...” (8).
En la bodega pasa su luna de miel el turco Víctor: “Fue un mes de viaje. Una inolvidable luna de miel junto con... su suegra. Sí, Luna dormía con su suegra en un camarote y Víctor en la bodega, con los demás hombres” (9).
Francisco Lores Mascato, Presdente de la Federación de Asociaciones Gallegas, y su esposa, “En 1952 hicieron 10.000 kilómetros juntos, desde Ogrove a Buenos Aires, pero no cruzaron palabra. Quizás fue el mareo o la diferencia de edad: cuando se bajaron del vapor Entre Ríos, en el puerto de Buenos Aires, él tenía 19 y ella 8. Siete años después, un par de gaitas en San Telmo cambiaron las cosas. Boas noites, bonita, le dijo Paco, y María del Carmen aceptó bailar un pasodoble en la Federación de Entidades Gallegas. Cuatro décadas después, Lorena, la hija de ambos, canta antiguas canciones celtas en el mismo salón” (10).
Cuando mira una foto, Elsa Carballeda imagina el viaje de su abuela “con sus tres primeros hijos en la bodega del barco (tres meses viajando en condiciones precarias y los sueños intactos)” (11).
Sin una madre que lo proteja, solo, viaja a los diez años, el padre del poeta González Carbalho. De su profunda pena dará testimonio el hijo en su lírica (12).
A los trece emigra, desde los Bajos Pirineos, Bernardo Lalanne;. él relata en sus memorias: “En el año 1873 me vine a este hermoso país, la Argentina, con otros parientes del mismo pueblo, viajando bajo el cuidado de ellos hasta Buenos Aires” (13).
A pesar de la tristeza, “La música y las danzas abundaban en el barco –escribe Scotti. Algunos tocaban el acordeón, otros la flauta, y por encima de la baraúnda, el violín diáfano de Padrazo” (14).
Hacía música el galleguito de González Carbalho: “la armónica en los labios/ hice todo el viaje” (15).
Cuando embarcó en Génova, Valentín Bianchi “portaba la vieja valija de la familia y su inseparable mandolina en la espalda” (16).
En el océano, “cuando vino con otros/ encerrado en la panza de un buque”, aprendió el italiano del tango “La Violeta”, de Nicolás Olivari, la “canzoneta de pago lejano” que cantaba en la taberna (17).
Hacer juntos semejante travesía crea lazos. Lo afirma Sergio Pujol: “Uno baila con los de su clase social, sus paisanos, los de su provincia, los de su misma edad, con los inmigrantes que llegaron con uno en el barco” (18).
Johann Bodemann, quien emigró de Valais en 1857, recuerda: “Todo cambiaba cuando mejoraba el tiempo: se bailaba, se cantaba, se jugaba. El tiempo pasaba pronto. Con nosotros viajaban jóvenes alegres, quienes cantaban muy bien, más que todo al anochecer, cuando la luna hermosa alumbraba el mar tranquilo, y la brisa agradable soplaba del océano. Hemos visto una gran variedad de animales marinos. A veces bailábamos farándulas dando vueltas por todo el barco. Hemos pasado así muchas noches sobre el puente, hasta las doce o la una de la mañana, tan era eso hermoso” (19).
También se escuchaban narraciones. Ana Padovani dice: “mi abuelo me contaba que cuando vino en barco a la Argentina, los pasajeros de la primera clase bajaban a la bodega para oír los relatos de los inmigrantes de tercera clase” (20).
Algunos viajeros traían libros. El padre de Rodolfo Alonso trajo de España un Juan Moreira, un Quijote, un Martín Fierro y un Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, “toda una significativa selección” (21); mi abuela, la Imitación de Cristo, de Kempis.
Muchos traían el manual que les ayudaría a manejarse en América: “los gobiernos preparaban manuales escritos por ‘doctores en viajes’ y no necesariamente basados en experiencias. Eran redactados para orientar a los futuros colonos y contenían precisas instrucciones acerca de lo que sería el viaje, la llegada y la posterior vida en un país extraño. Cómo sacar un boleto, cómo conseguir empleo, cómo cuidarse de los estafadores. Aconsejaban no quedarse en Buenos Aires, ya que más lejos de los centros urbanos, tendrían mayores probabilidades de hacer fortuna. Y otras curiosidades, como por ejemplo, consejos acerca de los hábitos de nuestro país y de otros, como Italia” (22).
Los que podían, traían ahorros. Cuando Lajos Fehér salió de su Hungría natal, “llevaba consigo todos los ahorros que había juntado en los últimos años, a los que había ocultado en dos partes diferentes: una mitad eran billetes cosidos dentro del forro de un inmenso sobretodo con el que acostumbraba enfrentar los rigurosísimos fríos de la Pusta Húngara, billetes de divisa internacional que habían sido acopiados lenta y cuidadosamente a través de los escasos medios para conseguirlos con que se contaba en la Europa en guerra de esos momentos. La otra mitad, eran monedas de oro que había colocado en el lugar del motorcito ausente de un gramófono portátil que formaba parte de su equipaje, motor que estaba a mano dentro de una de sus valijas, para cuando fuese necesario demostrar que el aparato musical era bueno y en funcionamiento” (23). En América, el hombre se enterará de que los billetes eran falsos. Lo habían engañado.
Rocco Capezzone viajó con una máquina de escribir: “Soy un escribidor de cartas a la gente desde hace muchos años. Lo hago a la antigua, con una vieja Remington que traje de mi lejana tierra tirolesa natal, a la que... le falta la eñe” (24).
Arturo Lezcano me escribe que la madre de José María Martín trajo desde Galicia un cuadro titulado “La abuela y el niño”, de Fernando Alvarez de Sotomayor. Pensaba procurarse con su venta algún dinero para establecerse en América.
Un armenio viajaba con un recuerdo de familia: “la palangana de cobre que, vaya uno a saber por qué, era el único utensilio que Krikor había traido a la Argentina, luego de pasar trabajosamente algunas aduanas que, entre aclaraciones y confusiones le permitieron eludir el tax, palabra que nunca pudo comprender, aunque le sonaba a crujido o a vidrios rotos, y resultaba amenazante en boca de un empleado de Aduana. Aquella palangana era como un tesoro familiar, al que su padre enaltecía cada vez que se bañaban”. Otro había traido un hammám tazé, el tazón de bronce, para el baño, parecido a un plato encasquetado. En ese recipiente cargaban el agua tibia que, partiendo desde la cabeza, servía para arrastrar todo lo que dejaba de pertenecer al cuerpo. (...) El hammám tazé era un obsequio de Aigás, ese recipiente de metal era su única pertenencia de desterrado”.
Otros traìan secuelas de la tortura. Un inmigrante relata a su hijo: “Tù sabes que los turcos nos hicieron sufrir muchas humillaciones. Entre ellas, la de clavar herraduras en los pies de algunos armenios, como si fueran animales. Durante el viaje a la Argentina, en el barco, conocì a uno de ellos. Caminaba rengueando y usaba zapatos con plataforma”.
Y la culpa. Recuerda un armenio: en el barco “a los pocos días comencé a sentirme mal. No eran solamente los mareos. Sentía sobre mí una carga aplastante que iba creciendo. Mis compañeros creían que se debía a la alimentación y hasta me daban parte de sus escasas raciones. Yo no tenía apetito. Es sorprendente comprobar cómo las desventuras nos quitan hasta las ganas de comer y qué corta es la distancia entre el bienestar y las miserias. Yo escapaba mientras los míos quizás estaban muertos o muriendo, en el momento que más se necesita la compañía de los seres queridos. Pues, allí no estaba yo. Los muertos eran mejores que yo. Me di muchas respuestas que no sirvieron para aliviarme. Nacía en mí un sentimiento de culpa, pero la peor de todas, la más difícil de soportar: la culpa de sobrevivir a una tragedia familiar. Los otros polizones también escapaban, pero ninguno con mis cargas” (25).
Alberto Luis Ponzo expresa en “Dibujos de papá”: “Seguí durante horas/ la cabeza/ que viajaba desde Italia/ dejando olas y vientos/ navegando en la piel” (26).
Ema Wolf afirma que no sólo venían personas en los barcos. Venían también extraños personajes como el Mamucca, un duende que llegó desde Sicilia: “Con toda seguridad llegó acá en un barco. Lo habrá traído algún inmigrante en su bolsillo, en la bocamanga de los pantalones o en el pliegue del sombrero. Lo habrá traído sin querer, sin darse cuenta. Porque uno puede mudarse de continente llevando hasta un ropero, pero a nadie se le ocurriría cargar a propósito con algo tan fastidioso como el Mamucca” (27).
El protagonista de Memorias de Vladimir, novela infantil de Perla Suez, trajo en el barco a su gallo, al que durmió con dos vasos de vodka (28). En cambio, el niño que protagoniza un cuento de Susana Goldemberg, no puede viajar con su perrito: "Y conmigo en el tren, conmigo en el barco, conmigo al otro lado del mundo, quise yo llevarme a Bouquet". Sólo puede llevar el recuerdo de "un ladrido tan triste como cualquier adiós" (29).
No pudo viajar con su muñeca la refugiada creada por Zahira Juana Ketzelman: "Cerró los ojos y se transmutó en aquella niñita de diez años, que en otro idioma clamaba por Hilda. Y la noche, y el miedo, y la voz de papá y mamá tratando de explicarle que no había tiempo, que era necesario huir. Y vivió nuevamente el largo viaje, y la tierra lejana y extraña. Los padres sacrificándose, y el empezar de nuevo, los nuevos rostros, las nuevas palabras. Y el tiempo, el estudio, y ser grande y estar sola" (30).
En Historias de inmigrantes, escriben María Cristina Alonso y Marta Pasut: “El mar es como una sábana grande, tan grande que no tiene bordes”, decía la mamá de Catalina mientras guardaba camisas, manteles, cacerolas y herramientas en un baúl enorme. Y del otro lado de esa sábana sin bordes hecha toda de agua, le contaba, estaba América. ¿Serían los campos de América como una sábana grande sin bordes, toda llena de hierba? Catalina llevaba sus tesoros: una muñeca de trapo, un librito con flores y peces y una caja con piedritas de colores. Como tenía miedo de olvidarse de las cosas que amaba, había anotado en papelitos las palabras que nombraban su mundo. Le parecía que si escribía fuente, río, montaña, oveja, árbol, casa, se llevaría esas cosas con ella. Y junto a esos papelitos, llevaba otro muy importante para ella: ¡una carta de amor!” (31).
Al pasar la línea del Ecuador –relata Johann Bodemann-, los pasajeros debían someterse a una costumbre marinera: “El trece de junio habíamos pasado el ecuador, y estábamos del otro lado del hemisferio. Los marineros hicieron un gran fuego para festejarlo. Al día siguiente nos hicieron saber que todos debíamos someternos al bautismo de la línea, como era la costumbre sobre todos los barcos que cruzaban la línea del ecuador. Las personas adultas tenían que sentarse sobre una silla, mientras los marineros llegaban disfrazados: uno como cura con un gran libro en las manos, otro como peluquero con una navaja de madera, seguido por tres o cuatro hombres con grandes baldes de agua, y un último con una sábana mojada que arrollaba de esta manera: el peluquero pintaba de negro el cuerpo del bautizado y lo rascaba con un cuchillo de madera. De pronto surgían detrás de él, los hombres con baldes de agua que vaciaban sobre la cabeza del bautizado. Después el cura inscribía el nombre y el apellido en el gran libro. Una vez esto cumplido, el capitán llegaba y le hacía beber aguardiente. Fue así con cada uno de los hombres, fueran presidentes de la comuna o simples ciudadanos. Después le tocó el turno a los marineros, y para terminar, al capitán. Muchos rehusaron este juego, pero fueron más maltratados que los voluntarios. En cuanto a las personas del sexo femenino se les pedía solamente descalzarse y mojarse los pies en un balde de agua fría. A los chicos no se les hizo nada. Después los marineros nos pidieron la propina, se vistieron con trajes de fiesta y se divirtieron” (32).
“Alguien le hizo una broma al napolitano –escribe Dal Masetto-: le robó un zapato. El napolitano está parado en cubierta con un pie descalzo. Anda así desde hace varios días porque no tiene otro par. Habla en voz alta, acusa, está dolorido y furioso. Los demás lo miran desde lejos, divertidos y expectantes. Por fin el napolitano se quita el zapato que le queda, lo levanta sobre su cabeza, lo muestra y después lo arroja al mar. En ese momento, venido desde alguna parte, el otro zapato cruza el aire y cae a sus pies. El napolitano lo levanta y lo tira también por encima de la borda. ‘Ahora’, grita, ‘tendré que desembarcar descalzo’ “ (33).
Los aspectos desagradables de la travesía son evocados en muchos testimonios. “Había en ese barco a la vez, mucho hacinamiento y revoltijo –narra María Angélica Scotti. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier rincón” (34).
“En la cubierta del barco –escribe Alicia Dujovne Ortiz, en El árbol de la gitana-, los judíos rezaban hamacándose hacia delante y hacia atrás. El movimiento del mar les cuadruplicaba el balanceo. Una hierática madre portuguesa derramaba sus senos sobre dos criaturas ya mayores, que mamaban sin pausa. De a ratos, los tres interrumpían la tarea para vomitar sobre un talit que alguna vez fue blanco, abandonado por su dueño que, por lo menos, vomitaba de boca al mar” (35).
Los olores no llegaban a la distinguida primera clase: “En el barco –relata Henestrosa-, los brillos y perfumes de los ricos estaban confinados en un salón, bien protegidos de los vahos de la chusma que se apiñaba en la bodega” (36).
“Dicen que el aire de mar a unos les provoca náuseas y a otros unas peculiares ansias –continúa Scotti. Padrazo contaba que a él el viaje se le hizo harto breve, que no sentía las molestias ni los calores de cuando alcanzaron el Ecuador y los trópicos,” (37).
En plena travesía, una mujer dio a luz. Lo relata Johann Bodemann: “Les tengo que indicar que durante el mareo, la mujer de Heimen, de Niederwal, tuvo familia, una hermosa niña. No pudimos ayudarla porque todos estábamos enfermos, nadie podía tenerse parado, y menos, caminar. Fueron los marineros quienes tuvieron que hacer de partera. El doctor mismo estaba enfermo. Menos mal que todo pasó pronto. En todo caso, a ese doctor le importaba un comino los pasajeros. Sin nuestro buen capitán el servicio hubiera sido muy miserable”. Fue el capitán quién solucionó a Bodemann y los suyos el problema de la alimentación en el barco (38).
También el diario de un asturiano que emigra ilegalmente a la Argentina nos habla de la alimentación a bordo (39). Mal la pasó una asturiana de quince años, a quien “unas manzanas deliciosas de Río Negro (...) la mantuvieron viva, aunque perdió cerca de diez kilos en dos semanas” (40).
Viajando en esas condiciones, era fácil que se propagaran las enfermedades. Acerca de la salud de los ucranios en el mar, relata María Arcuschín: “Los niños, más pequeños, con la inestabilidad propia de su edad y desconociendo los peligros, corrían de popa a proa, perseguidos por sus hermanos mayores. Todo lo querían curiosear. Hasta que, atacados algunos por estados febriles, quedaban atrapados en sus cuchetas, sin darle descanso a los mayores, con sus llantos y quejidos. Todo se soportó estoicamente” (41).
Cuenta Isaías Leo Kremer que una mujer murió durante la travesía: “Dicen que su madre había fallecido en el barco que la traía desde Rusia y que quince familias judías se juramentaron para cuidar al niño hasta su mayoría de edad, pues no poseía parientes cercanos conocidos en la Argentina” (42).
Syria Poletti narra en Gente conmigo lo sucedido a una pareja italiana: “El llegó primero; trabajó duro y construyó la casa. Entonces se casaron por poder y ella tomó el barco. Un barco hacia América, hacia él, hacia el nuevo hogar. Durante la travesía la contagió el tracoma y no pudo desembarcar. Las prescripciones sanitarias no lo permitieron. Y él tampoco pudo subir a la nave. Debió conformarse con agitar el pañuelo desde el muelle cuando el buque zarpó de regreso a Italia”. La narradora sabe bien por qué sucedió eso a la infortunada pareja de emigrantes: “Ella había contraído el tracoma por viajar junto a algún enfermo clandestino. Un enfermo a quien alguien –un médico o un traductor- habría posibilitado el embarco eludiendo o alterando un diagnóstico” (43).
Salvador Petrella, personaje de Frontera sur, muere de fiebre amarilla en el barco. Su cuerpo fue cremado en el horno del lazareto de la Isla Martín García. La novia que lo esperaba “pone el brazo izquierdo sobre la mesa, la mano abierta, la palma arriba, y con la derecha se da un hachazo...” . Esa fue la espantosa forma en que se suicidó” (44).
A las enfermedades a bordo se refiere asimismo Claudio Savoia, quien afirma que la “fiebre inmigratoria” de 1907 fue bautizada así por los historiadores porque casi todos los pasajeros de los barcos llegaron a la Argentina con fiebre (45).
Como la inmigrante que evoca Poletti, aunque por otro motivo, a Italia vuelve también el protagonista de Guido de Andrés Rivera, a quién se le aplicó la Ley de Residencia 4144. Dice el hombre: “Estoy aquí, en un camarote o calabozo, de dos por dos y medio, tirado en una roñosa cucheta, vestido, el cigarrillo en la mano, roja la brasa del cigarrillo, y sobre mí, encendida, una lámpara que ellos rodearon con tiras de metal. Idiotas, creen que trasladan a suicidas. (...) soy un tipo que se llama Guido Fioravanti y que los patrones de este desgraciado país, envían, como un saludo, a la bestia de la Romagna” (46).
El viaje era insalubre y riesgoso. En el cuento de Luis León, “Izmir, Vísperas de Pésaj”, judíos de Esmirna preparan su viaje hacia la “Aryintina, como Ierushalám, tierra prometida de leche y miel...” (47). En “Chacarita, Vísperas de Pésaj”, del mismo autor, un hombre recuerda con pesar esos “cuarenta días en el vapor” que “no fueron menos que cuarenta años en el desierto” (48).
Interminable debe haber sido el viaje para la alemana Renate Schotellius, cuyo buque no llegó a tiempo, lo que alarmó a la adolescente: “Yo viajaría treinta y ocho días en barco y llegaría un día determinado, que mi tío sabía cuál era. El problema fue que el barco se atrasó tres días y, al llegar, era Carnaval. Me sentí muy asustada, porque pensaba que mi tío me dejaría allí y tendría que ir a los hoteles para inmigrantes. Finalmente llegó sin ningún problema, le habían avisado” (49).
Gyula Kósice dijo en una entrevista: “ ‘He viajado 28 días en barco, y lo único que veía eran las estrellas y el mar. Evidentemente, quedé influenciado por esa travesía’. Habla de su llegada a la Argentina, a los 4 años, proveniente de Kosice, un pueblo de Hungría” (50).
A Stéfano, protagonista que da el nombre a la novela de María Teresa Andruetto, le toca en suerte un viaje accidentado: “En medio de la noche los ha despertado la tormenta, el ruido del agua contra la banda de estribor. El llanto de un niño viene del camarote vecino o de otro que está más allá. Aquí donde ellos esperan, nadie grita, sólo el hombre de jaspeado dice que el mar esta noche no quiere calmarse y es todo lo que dice; habla con serenidad, pero Stéfano sabe que está asustado. Al llanto del niño se han sumado otros, pero nadie ha de tener más miedo que él, que quisiera que a este barco llegara su madre y lo apretara entre los brazos y le dijera, como cuando era pequeño y todavía no soñaba con América, duerme, ya pasará” (51).
Los descendientes de una inmigrante cuentan la forma en que ella y sus hijos salvaron la vida: “Ana Dubroff vino vía Génova, con León (hijo) y Berta. Una señora que viajaba en el mismo barco se enfermo gravemente. Ana era o se hizo muy amiga y cuando el capitán del barco decidió que la enferma debía bajar en Génova por la gravedad de su estado, Ana decidió a su vez bajar con su familia y quedarse a cuidarla. El barco siguió su viaje y naufrago, sin llegar jamas a Argentina. Eso explica por que la familia Dubroff era de las pocas que arribo a Argentina sin samovar: la mayor parte de sus cosas se hundieron con el barco” (52).
Nada tenían que ver con el clima las desventuras de los intelectuales españoles que llegaron a bordo del Massilia, el 5 de noviembre de 1939. Esta noticia apareció al día siguiente en el diario Noticias Gráficas: “Las medidas adoptadas contra el grupo de intelectuales y artistas españoles son de un rigorismo que sólo tratándose de peligrosos confinados se hubieran aceptado.... Un marinero nos informó que los españoles refugiados tenían orden de que nadie se aproximara a ellos y menos que se asomaran por los ojos de buey. Es lamentable lo que ha ocurrido. No sabemos ni nos interesa saber quién ha dado la orden terminante de que ese grupo de gente que representa de modos distintos a la cultura y el cerebro de España permanezca en la sombría situación de los delincuentes incomunicados” (53).
El escritor Rodolfo Alonso afirma, refiriéndose a los exiliados gallegos, que “si Buenos Aires –y con ella la Argentina- hacía ya mucho tiempo que estaba recibiendo a cientos de miles de inmigrantes (obligados a abandonar una Galicia feudal y sin futuro, que no podía mantenerlos ni educarlos), a partir de la injusta derrota republicana en 1939 vería llegar otra clase de viajeros: los exiliados. Eran poetas, artistas, políticos, periodistas, científicos, universitarios, sindicalistas, editores. Que, firmemente afianzados en su colectividad, entonces mayoritariamente republicana, y reunidos alrededor de una figura ejemplar: Alfonso R. Castelao, no sólo líder político sino en realidad un humanista, durante décadas convirtieron a Buenos Aires en la auténtica capital de la cultura gallega enmudecida en su tierra por el franquismo” (54).

Notas
1 Ottonello, Amalia: “Barco, barcos”, en Taller literario Museo Histórico Sarmiento: La esquina literaria Año 1996 Profesora Nenè D’Inzeo. Buenos Aires, Ediciones Tu Llave, 1996.
2 Mansilla, Lucio V.: Mis memorias
3 Boulgourdjian Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. La reconstrucción de la identidad (1900-1950).. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.
4 Méndez Muslera, Luciano: op. cit.
5 Bianchi, Alcides J.: Valentìn el inmigrante. Santiago de Chile, Ediciòn del autor, 1987.
6 S/F: “El negocio del hielo”, en La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de 2000.
7 Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
8 Ceratto, Virginia: “Gris de ausencia. Volver a empezar en un mundo nuevo”, en La Capital, Mar del Plata, 26 de noviembre de 2000.
9 S/F: “Una mamá que hoy celebra sus 100 años”, en La Nación, Buenos Aires, 20 de octubre de 2002.
10 Peralta, Elena: “Clubes españoles”, en Clarín, Buenos Aires, 3 de julio de 2005.
11 Carballeda, Elsa: “El altillo de Elsa”, en Floresta y su mundo, Año 9, N° 106, Febrero 1999.
12 Requeni, Antonio: Un poeta arxentino en Galicia: González Carbalho. Separata del Boletín Galego de Literatura.
13 Lalanne, Bernardo: “Memorias”, en Archivo Histórico Alberto y Fernando Valverde, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno, Año 1997, Revista N°3.
14 Scotti, María Angélica: op. cit.
15 Requeni, Antonio: op. cit.
16 Bianchi, Alcides J.: op. cit.
17 Olivari, Nicolás: “La violeta”, citado por Cirigliano, Gustavo, en “Disquisiciones tangueras”, en El Tiempo, Azul, 30 de septiembre de 2001.
18 Pujol, Sergio.: “El baile, una historia de sexo, violencia y tensiones sociales”, en La Capital, Mar del Plata, 13 de febrero de 2000.
19 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.
20 Itzcovich, Mabel: “De profesión, contadoras de cuentos”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1997.
21 Alonso, Rodolfo: en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
22 S/F: “Hotel museo para la memoria”, en La Voz del Interior on line, Córdoba, 24 de julio de 2002.
23 Weisz, José Martín: op. cit.
24 Capezzone, Rocco: “Tienes un e-mail (II)”, en La Nación Revista, Buenos Aire, 27 de noviembre de 2005.
25 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Ediciòn del autor, 1998.
26 Ponzo, Alberto Luis: “Dibujos de papá”, en El Tiempo, Azul, 20 de junio de 1999.
27 Wolf, Ema: “El mamucca” en Clarín, Buenos Aires, 22 de marzo de 1998.
28 Suez, Perla: Memorias de Vladimir. Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1993. 69 pp. (Libros del Malabarista)
29 Goldemberg, Susana: "El niño y el perro", en Cuentos de la bobe. Santa Fe, Librería y Editorial Colmegna, 1976 (Colección Entre Ríos). Prólogo de César Tiempo. Foto de tapa: Pedro Luis Raota (E.FIAP).
30 Ketzelman, Zahira Juana: "Hilda", en Autorretrato al infinito. Buenos Aires, el gRillo, 2006.
31 Alonso, María Cristina y Pasut, Marta: Historias de Inmigrantes. Ilustraciones: Mirella Musri. Editorial Homo Sapiens, 2005. (La Flor de la Canela)
32 Vernaz , Celia: op. cit.
33 Dal Masetto, Antonio: La tierra incomparable. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
34 Scotti, María Angélica: op. cit.
35 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293 pp.
36 Henestrosa, María Guadalupe: Las ingratas. Buenos Aires, Clarín-Alfaguara, 2002.
37 Scotti, María Angélica: op.cit.
38 Vernaz, Celia: op. cit.
39 Méndez Muslera, Luciano: op. cit.
40 Fernández Díaz, Jorge: op. cit.
41 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.
42 Kremer, Isaías Leo: “Proveeduría ‘El Progreso’ “, en Mundo Israelita, Buenos Aires, 8 de agosto de 2003.
43 Poletti, Syria: op. cit
44 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
45 Savoia, Claudio: “El equipaje de los sueños”, en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.
46 Rivera, Andrés: Guido, en Para ellos, el Paraíso. Alfaguara, 2002.
47 León Luis: “Izmir, Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires N° 1, mayo de 2002.
48 “Chacarita., Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires N° 2, junio de 2002.
49 Schotellius, Renate, en “Bajaron de los barcos. Historia de la inmigración en Argentina”, Colegio Schönthal, www.monografias.com
50 Repar, Matías: “ENTREVISTA CON GYULA KOSICE, INVENTOR FULL TIME DEL ARTE ARGENTINO ‘El mundo no me necesita, pero para el arte contemporáneo soy inevitable’ “, en Clarín, Buenos Aires, 3 de julio de 2005.
51 Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
52 Rotstein, Enrique y Fabio: “Fanny Dubroff y David Rotstein”, en www.math.bu.edu/people/ horacio/ anc-cast.htm
53 Schwarzstein, Dora: “La llegada de los republicanos españoles a la Argentina”, en Estudios Migratorios Latinoamericanos, 37. CEMLA. Buenos Aires, 1997.
54 Alonso, Rodolfo: “La Galicia del Plata”, en El Tiempo, Azul, 1° de diciembre de 2002.

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En el puerto

“Mole de mundo,/ cargado de niñez, hombres y tumbos,/ arribaste”, canta Carolina de Grinbaum en “Llegaste”. (1). Por fin, se avista la tierra americana.
“Un día el barco atracó en la ribera/-dice el poema de Roberto Druetta- y dos mozalbetes bajaron de él,/ portando valijas llenas de ilusiones,/ repletas de sueños y de mucha fe” (2).
“Desde el vapor hasta la costa –relata el pionero holandés Diego Zijlstra, en Cual ovejas sin pastor- tuvimos que navegar en carro y lancha unos diez kilómetros soplando un viento de invierno que nos penetraba hasta la médula de los huesos. Ya estábamos en la tercera semana de junio... Verano en el hemisferio Norte. Pero invierno aquí...” (3).
El narrador describe, en Frontera sur, uno de los tantos desembarcos de inmigrantes, en la década del 80: “Los buques anclaban muy lejos de la costa, y viajeros, equipajes y mercancías pasaban, o eran arrojados, a una gabarra o a varios botes pequeños, que lo llevaban todo a los carros en que, finalmente, salía del agua. Si el calado no resistía una quilla, por escasa que fuese, las irregularidades del fondo lo hacían en algunos puntos excesivo par alguna de las ruedas de los vehículos, que encallaban o volcaban, arrastrando su carga al desastre. Padre e hijo presenciaron un desembarco, pendientes del bamboleo y los sobresaltos de los carros, del griterío de los que temían ahogarse en aquel tramo de su odisea, que imaginaban último, y de las voces de quienes, de pie en los pescantes, guiaban a las bestias. Ramón abandonó la contemplación de las inmundicias que las llantas arrancaban del limo y sacaban a la superficie cuando su padre fue a reunirse con un mayoral de mirada torcida” (4).
A criterio de Delfín Garasa, “Una de las más cumplidas descripciones de un heterogéneo desembarco es la que ofrece Luis Pascarella en su novela-alegato documental, El conventillo. Llega el Christoforo Colombo y primero bajan los hombres de negocio con su apoplética cerviz, con el paso resuelto de los acostumbrados a dar órdenes y ser obedecidos, los turistas ingleses con sus máquinas fotográficas y algunas señoras un tanto perplejas por no ver en el muelle indios con plumas y taparrabos. Por ese entonces, el viaje a Europa empezaba a otorgar prestigio social, y los argentinos que regresan cambian opiniones en alta voz sobre los modelos de París, el mobiliario inglés o la sinfonía escuchada en la Opera de Viena. Y, finalmente, aparecen los inmigrantes, tan fustigados en los azares de las proclamas políticas, un ‘enorme hormiguero’ que había viajado en el mayor hacinamiento. Rostros curtidos, exhaustos, azorados. En todos se presiente la pregunta: ¿Qué les deparará esta nueva tierra? De pronto, una mirada se ilumina o un brazo se agita en alto porque se ha reconocido a alguien en la muchedumbre que espera. Van bajando los hebreos de desgreñadas barbas y gastados levitones, los ‘turcos’ con sus espaldas combadas, los nórdicos enjutos, los napolitanos pequeños y retorcidos como raíces, los andaluces gárrulos, los gallegos pacientes, los holandeses esponjosos, los genoveses de músculo recio e insaciable voracidad. Una mujer besa la tierra que los acoge y tras su actitud ritual se adivina un pasado de penurias y recelos. Y agrega Pascarella: ‘La gran ciudad de calles dirigidas hacia el Oeste recibe en su seno aquella semilla que purificada en un ambiente de libertad (...) se reproducirá en su inmensidad desierta” (5).
Desembarcan los inmigrantes en Irresponsable, de M. T. Podestá: "A lo lejos empezó a divisar una caravana de hombres, mujeres y niños, que parecían acudir a alguna feria. Era una larga fila de inmigrantes que cruzaban la plaza marchando detrás de sus equipajes que ellos mismos ayudaban a transportar. Jóvenes en su mayor parte, fuertes, vigorosos, con esa robustez peculiar de los hijos de las montañas. Vestían sus mejores trajes: los hombres, sus chaquetillas lustrosas, con botones de metal, colgadas del hombro derecho, y dejando ver su camisa blanca, amplia, de hilo crudo, sujeta al cuello con un pañuelo de seda multicolor; sombrero de fieltro, en cuya cinta habían colocado algunos una pluma; el brazo izquierdo desnudo, musculoso, férreo, caras plácidas, de hombres sanos, contentos, sanguíneos; hablaban fuerte en su dialecto especial, echando tal vez sus cuentas sobre la probabilidad de una próxima fortuna. Algunos llevaban en sus brazos criaturas rollizas, rubias, con la plasticidad exuberante de la buena pasta con que estaban amasados; otros iban encorvados, cargando sobre sus espaldas cuadradas sus baúles y sus valijas, jadeantes, colorados, dejando caer gruesas gotas de sudor sobre la arena caliente y brillante del suelo. Las mujeres, con sus trajes de aldeanas, de colores vivos, con sus caderas anchas, redondeadas, sobre las que apoyaban negligentemente su mano. De facciones correctas, y algunas hasta hermosas, con sus colores de manzana madura, sus grandes ojos negros, vivos y de mirar curioso; dentadura fuerte, blanca, compacta, y un seno elevado, turgente, capaz de alimentar tres chicuelos hambrientos; cubría su cabeza un pañuelo de lanilla de fondo gris con flores estampadas, atado delante con un nudo abierto: una simple vuelta para que los dos extremos de sus puntas simétricas caigan con igual armonía sobre los hombros; la garganta descubierta, blanca, ostentando vueltas de cadenas de gruesas cuentas de oro, en cuyo centro colgaban amuletos de coral o la imagen venerada de la madona de su aldea. Iban caminando lentamente detrás del carro y sus equipajes: un gran carro, en el que se había apiñado una pirámide de baúles, de valijas, cestas nuevas, en cuyos escalones iban sentados algunos de los inmigrantes, en mangas de camisa, con el pecho descubierto, quemado por el sol, y a la sombra de grandes paraguas verdes y colorados para proteger a los niños que estaban allí prendidos al pecho de las madres recostadas cómodamente contra las valijas. Era una especie de marcha triunfal a las doce del día bajo los rayos del sol ardiente; parecía una ovación a este pedazo de la América, cuya fama corre hasta golpear las puertas de las aldeas más remotas, en busca de brazos vigorosos con la insignia de la mies y del arado. ¡Cuántos se acordarían de sus hogares y cielo, a quienes habían saludado por última vez al doblar el camino de sus queridas montañas; enviando una despedida cariñosa al campanario de su aldea que parecía asomarse empinado desde el fondo del valle para decirles una vez más: aquí los espero... ¡hasta la vuelta!” (6).
Jorge Isaac evoca, en Una ciudad junto al río, el momento en que los extranjeros arriban a la nueva tierra: “Los inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco, llegan y descienden aquí de manera diferente según sea su origen que nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin oírlos, hemos aprendido a determinar con riesgo escaso de equivocarnos”. Seguidamente, describe el desembarco de italianos, alemanes, españoles, judíos y árabes, señalando las peculiares características de cada grupo.
Y el desembarco de un enfermo: “Llegó la segunda tanda de ‘polacos’. Uno, vino enfermo. Lo bajaron dificultosamente del barco, lo llevaron casi arrastrándolo sobre la larga planchada y luego, alzándolo en vilo, lo trasladaron hasta debajo de los árboles donde se hallaban, en varios grupos, los demás. (...) De vez en cuando retorcíase y gemía, sin abrir los ojos. (...) Media hora después, llegó la ambulancia. Un carretón tétrico, tirado por cuatro alazanes bien alimentados, muy parecido a otro que sirve de fúnebre pero del que tiran unos caballos renegridos. Casi podría decirse que la variante consiste tan sólo en el color de los animales. Lo cargaron al enfermo sin que él se diese cuenta. Mantenía los ojos cerrados y los miembros blandos, sin fuerza, exhalando de vez en cuando un gemido corto”. Un largo rato después, el narrador recibe el legado del polaco: una bolsa conteniendo una colchoneta, varios tarros ennegrecidos por el humo de las fogatas y un paquete con hierbas de varias clases (7).
En La rejión del trigo, Estanislao Zeballos imagina el estado de ánimo del inmigrante: “Mirad al colono en el muelle, pobre, desvalido, conducido hasta allí después de haber sido desembarcado á espensas del gobierno, sin relaciones, sin capital, sin rumbos ciertos, ignorante de la geografía argentina y de la lengua castellana, lleno de las zozobras y de las palpitaciones que agitan al corazón en el momento supremo en que el hombre se para frente a frente de su destino para abordar las soluciones del porvenir, con una energía amortiguada por la perplejidad que produce la falta de conocimiento del teatro que se pisa, y las rancias preocupaciones sobre nuestro carácter, el más hospitalario del mundo por redondo y el más vejado en Europa por nécias o pérfidas publicaciones. Solamente lo alientan en tan extraña situación de espíritu las aptitudes que lo adornan y la voluntad de hacerlas valer” (8).
La protagonista de Virgen, novela de Gabriel Báñez finalista en el Premio Planeta, aún anciana “podía escuchar el rolido de las aguas contra el casco del lanchón de amarre, los saludos violentos de la tripulación a lo lejos, y la mano aterrada de su padre mientras le ayudaba a bajar de la planchada. No iba a olvidarla jamás: era una mano con consistencia de pez, húmeda y avergonzada” (9).
Un pasajero es recordado por Susana Aguad, su nieta, en “Al bajar del barco”, donde escribe: “Se disipa la angustia de una travesía de dos meses que les quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al ‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules y verdes” (10).
La casa de Myra es la novela de Aurora Alonso de Rocha que mereció el Segundo Premio Xerox para autores inéditos, en 2001. En ella, la escritora relata qué sucedía, en el año 1874, cuando los inmigrantes descendían del barco: “Un mulato joven movía con el pie descalzo el pedal de la máquina. Con cada golpe una nube de cal pulverizada cubría la ropa, las manos, la cara, el equipaje de cada viajero” (11).
Más tarde, se utilizó otro procedimiento. En La noche lombarda, Atilio Betti recrea, al acostarse en su camarote del barco que lo lleva a Italia, el duro trance que sufrió el padre del protagonista, junto con otros pasajeros: “Un chorro de agua, un manguerazo brutal, le dio en la cara. Lo vi trastabillar, mojado. Lo vi llorar de indignación y afirmarse en los zapatos claveteados, agarrándose fuertemente del tirador negro, sobre el torso sin saco, para no caer bajo el golpe del agua. (...) En tropel, árabes y turcos aparecían y desaparecían alrededor de mi padre. Corrían, gritando, aullando, perros mojados, perros azotados a manguerazos, a refugiarse bajo mi cama mientras que papá, rascándose con furia las axilas, gritaba o gemía, o gritaba y gemía al mismo tiempo: ¡Piojosos! ¡Piojosos!” (12).
Otro escritor alude a esa práctica: “De aquella antigua inmigración que inspiró al dramaturgo Vacarezza, a la que desinfectaban con los chorros de fumigadores de animales sobre los muelles de Puerto Madero donde hoy se come con inmaculada vajilla, quedan sus jerarquizados descendientes –nosotros-, bruscamente sobresaltados”, afirma Orlando Barone (13).
Aún en América, en muchos inmigrantes el miedo persiste. El capitán croata Miro Kovacic recuerda que, cuando desembarcaron, había “un fotógrafo que se ofrecía a sacar fotos a las familias. Más de uno huía cuando lo veían aparecer porque en su gran mayoría los pasajeros no querían precisamente hacer pública su llegada, ni que su cara quedara fijada para siempre en un papel que podría ser utilizado por alguien más adelante. Todos veníamos con la intención de iniciar una nueva vida. Habíamos sufrido demasiado. Estuviéramos del lado que estuviéramos. De la guerra ningún ser humano sale indemne” (14).
En la nueva tierra, había reglamentos que cumplir. Samuel Watch, polaco, había llegado años antes; al arribar Raquel, “para poder bajar del barco se tuvieron que casar en el Hotel de Inmigrantes, casi sin conocerse” (15).
Y trámites que realizar: “Un pequeñísimo inmigrante ilegal. Así fue como arrancó su historia en este país Clorindo Testa, un bebé de tres meses que, a upa de su mamá, quedó demorado muchas horas en un barco mientras afuera, en el puerto de Buenos Aires, la discusiones en torno a su ingreso, que sí que no, arreciaban entre su padre y los funcionarios de migraciones. (...) Hijo de Juan Andrés, un médico radiólogo afincado en el país desde 1910, y de la argentina Ester García, Clorindo Testa (también Manuel José pero sólo de bautismo) nació el 10 de diciembre de 1923 en Nápoles, por designio romanticista de su papá, quien se embarcó con su mujer embarazada para que el primogénito conociera la luz en la tierra de sus mayores. ‘Pero al volver, al viejo no se le ocurrió que tenía que anotarme en el consulado argentino, pensó que si venía con ellos alcanzaría con el registro civil italiano’, explica” (16).
La ciudad que recibe al inmigrante es aquella que evoca María Rosa Lojo, en su novela Finisterre. En 1832, “Buenos Aires era entonces una ciudad blanca y baja, quizá sólo atractiva desde la lejanía. Ilusionaba los ojos a la distancia pero a medida que los barcos iban acercándose a la entrada del río ancho y playo, donde resultaba imposible fondear, cedía el encantamiento. (...) Las calles eran irregulares y sucias, pantanosas de a trechos. Animales muertos y montones de desperdicios se acumulaban en algunas esquinas” (17).
A partir de 1912, “Cada vez que llegaba un barco al puerto de Buenos Aires, dos señoras del Patronato Español recibían a las jóvenes que llegaban solas o que no encontraban a sus familiares. Las ayudaban a hacer los trámites en el Hotel de los Inmigrantes, las acogían en el Patronato y les conseguían trabajos en casas de familias conocidas” (18).
Marcos Alpersohn destaca que, en 1891, “No se veía persona alguna en las calles. Edificios dañados, puertas y ventanas protegidas por rejas de hierro. Escasos tranvías se arrastraban perezosamente por las arterias céntricas, conduciendo a muy pocos pasajeros” (19).
Baldomero Fernández Moreno, en La patria desconocida, recuerda.: “La primera impresión de mi madre, que tenía dieciocho años, y la de todos, fue formidable, ante aquel Buenos Aires chato de entonces, las veredas altísimas, las calles sin cloacas, así que cuando llovía se transformaban en verdaderos ríos y los transeúntes eran pasados a babuchas por alguien que se encargaba de ello. Las revueltas de la época, las calles empinadas en barricadas, las tropas que a todos les parecían siniestras después de los atildados soldados europeos. Aquellos días de lluvia interminables en que ni el pan ni la carne ni otro proveedor llegaban a las casas. En fin, los tranvías de caballos, con su cuarta y su corneta, y cuya dulce elegía a nadie he oído exhalar con tanta nostalgia como a mi madre” (20).
Oscar González, en “La anunciación”, brinda otra visión de la ciudad: la que tiene una mujer italiana, quien “desembarcó asombrada un día cualquiera,/ En un extraño puerto sin molinos ni cabras” (21).
Y Arcuschín, la de los judíos ucranios: “Al bajar se sorprendieron de la brillantez de la luz solar, la diafanidad del cielo y la cordialidad con que fueron recibidos. Buenos Aires hacia 1906, era una ciudad chata, de casas bajas, con un puerto pequeño y muy pocos medios de transporte. (...) Sin embargo, la primera impresión no dejó de desilusionarlos” (22).
Décadas después, el teniente coronel Walther Werner, de las fuerzas especiales nazis, intenta imaginar la ciudad en la que crece su hijo: “¿Cómo sería esa ciudad de Buenos Aires? Tengo referencias vagas, fotos vistas en un álbum de turismo. Imagino una ciudad de casas bajas, calles muy quietas, con avenidas largas y monótonas como las de ciertos barrios de Londres. Es un pueblo bastardo, pero casi blanco y amigo de Alemania”. Lo narra Abel Posse en El viajero de Agartha, novela que obtuvo el Premio Internacional de Novela Novedades y Diana 1988-1989 en México (23).
Del barco, al Registro Civil, donde se les proporcionará el documento argentino. Gabriel Báñez relata algunas anécdotas al respecto: “Las escenas más patéticas tenían lugar en el Registro Civil del puerto, sin embargo, ya que en el vértigo de las anotaciones los empleados de Inmigraciones, que no entendían ni medio, terminaban inscribiéndolos por aproximación, con traducciones bárbaras y fulminantes, así que cuando alguien decía Damianovich o Dimitropoulos, ellos copiaban Damián Vich o Demetrio Pulos. Nadie traspasaba las oficinas de documentación con el apellido indemne” (24).
Fruto de este accionar es el apellido de una familia de origen polaco. Así lo explica Ana María Shua: “ese Gedalia nunca se llamó exactamente Rimetka. El apellido Rimetka fue el producto de una combinación de la fineza auditiva y la arbitrariedad ortográfica de cierto empleado, sumadas a su particular forma de interpretar un documento escrito en una lengua desconocida, más su concepto personal sobre el apellido que debía llevar en el país un extranjero proveniente de Polonia: del empleado del registro civil que, en su momento, le tomó los datos al abuelo Gedalia para confeccionar su documento argentino. Como tantas otras familias de inmigrantes, los Rimetka tuvieron, así, un apellido intensamente nacional, un producto aborigen, mucho más auténticamente argentino que un apellido español correctamente deletreado, un apellido, Rimetka, que jamás existió en el idioma o en el lugar de origen del abuelo, que jamás existió en otro país ni en otro tiempo” (25).
“Hijo de Gerónimo, un capitán de barco yugoslavo apellidado Poklépovich, Caride llevó ese apellido hasta los 19 años, cuando harto de que lo transformaran en Lipoclepo o en Popoclopovich, se quedó con el Caride por parte de madre” (26).
En una reunión de inmigrantes armenios, “entre todos festejaron los errores de los apellidos actuales, ante la imposibilidad de los funcionarios de encontrar letras algunos sonidos del idioma armenio. No faltaban hermanos con distintos apellidos. El filoso sable del turco alcanzaba a seccionar algunos nombres. Esa primera generación llevaba nombres armenios, aunque o pasaran el riguroso examen del Registro Civil. Pero en familia se los llamaba por su nombre verdadero; el apócrifo era el de los documentos. Con las edades sucedía lo mismo. Algunos se agregaban años para poder viajar como mayores, porque no tenían ningún familiar. A otros, por falta de dinero, les quitaban años y pasaban como menores. Era cuestión de sobrevivir” (27).
Relata Carlos Prebble, descendiente de escoceses y españoles: “mi abuelo materno llegó, a principios del siglo XX, al puerto de Buenos Aires; viajaban con él muchos parientes. Cuando el empleado de Migraciones le preguntó su nombre, él dijo “Moisés José Almendra”. El empleado le contestó: “¿Cómo se van a apellidar Almendra, si son tantos?”. En el documento argentino que recibieron, todos ellos se apellidaban Almendros. Y así se apellidan sus descendientes argentinos.
En “Historia de una inmigración”, leemos: “Contaba una señora que el apellido de muchas familias tiene un origen particular: cuando comienza la inmigración, muchos no tenían siquiera un documento. Otros por cuestiones de la guerra dejaban a sus hijos a cuidados de otras familias, quienes los anotaban con el nombre de estas familias. Las familias representaban a los lugares de origen. La familia Huck, por ejemplo, era en alusión a un pueblo de nombre Huck en la zona de Rusia, Saratow” (28).

Notas
1 Grinbaum, Carolina de: “Llegaste”, en Inmolación. Buenos Aires, el grillo, 2002.
2 Druetta, Roberto Antonio: “Inmigrantes”, en Colonia Castelar. Su centenaria epopeya de trabajo y amor 1890-1990, citado en www.nalejandria.com/01/tarbut/novedad/pikudei/inmigr.htm
3 S/F: “Historia de pioneros”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de febrero de 2002.
4 Vázquez-Rial, Horacio: op. cit.
5 Garasa, Delfín Leocadio: La otra Buenos Aires. Paseos literarios por barrios y calles de la ciudad. Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1987.
6 Podestá, M. T.: Irresponsable. Buenos Aires, Editorial Minerva, 1924.
7 Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río. Buenos Aires, Marymar, 1986.
8 Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.
9 Báñez, Gabriel;: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.
10 Aguad, Susana: “Al bajar del barco”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.
11 Alonso de Rocha, Aurora: La casa de Myra. Buenos Aires, Fundación El Libro, 2001.
12 Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.
13 Barone, Orlando: “El avance de la intolerancia aldeana”, en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 2000.
14 Anzorreguy, Chuny: op. cit.
15 Watch, Ana: “Clara, una niña judeoargentina víctima del nazismo”, en www.fmh.org.ar.
16 Muzi, Carolina: “En el nombre del arte”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 22 de junio de 2003.
17 Lojo, María Rosa: Finisterre. Buenos Aires, Sudamericana, 2005. 192 pp. (Narrativas)
18 S/F: “Instituto Español Virgen del Pilar”, en Fame Magazine, N° 24, julio de 2007.
19 Alpersohn, Marcos: Memorias de un colono argentino, en Judaica N° 50. Tomado de Senkman, Leonardo: La colonización judía. CEAL, Historia Testimonial Argentina. Documentos vivos de nuestro pasado, 1984.
20 Fernandez Moreno, Baldomero: La patria desconocida.
21 González, Oscar: “La anunciación”, en El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.
22 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.
23 Posse, Abel: El viajero de Agartha. Buenos Aires, Emecé, 1989.
24 Báñez, Gabriel: op. cit.
25 Shua, Ana María: op. cit
26 Guerriero, Leila (texto) y Lucesole, Martín (fotos): “PERSONAJES Miguel Caride El pintor olvidado”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 24 de abril de 2005.
27 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, 1998.
28 S/F, con la colaboración de Pablo Münter: “Historia de una inmigración”, en www.basoenlared.com.ar.

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Así viajaban los inmigrantes hacia la “tierra de promisión”. Tristeza, incertidumbre, enfermedades, los acompañaban, pero también la esperanza de que en la Argentina encontrarían paz, libertad y bienestar.

* Este tìtulo ha sido utilizado anteriormente por Celia Vernaz.

** En marzo de 2001 se abrió en el Palais de Glace la muestra “El tesoro de la memoria”, ambientada como un buque. Aldo Galli escribe sobre la original presentación de la misma: “Guillermo D’Aiello, el curador, la presentó como si fuese un barco cuyos ocupantes reciben un ‘pasaporte’ rosado análogo al que se daba en Italia a los emigrantes y unos canillitas distribuyen el Corriere de la Sera” La Nación, 25 de marzo de 2001.

*** Durante Casa FOA 2000, que tuvo lugar en el Desembarcadero y Hotel de Inmigrantes, las arquitectas Ellen Hendi y Emilia Rabuini expusieron baúles facilitados por los descendientes de los inmigrantes. Ellas –entrevistadas por Claudio Savoia- recuerdan que “Cuando la gente pasaba por delante de la muestra se detenía y, a los pocos minutos, muchos lloraban de emoción: los baúles habían despertado su propia historia”. Savoia, Claudio: “El equipaje de los sueños”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.

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