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¿Cuál fue la alimentación de los inmigrantes que llegaron a nuestro país entre 1810 y 1960? Me refiero a ella, a partir de testimonios históricos, literarios y periodísticos.
En la tierra natal
Los inmigrantes nos hablan, en sus testimonios, de su alimentación en los países de origen. Salvo muy contadas excepciones, la idea de la exigüidad de las comidas se reitera, habiendo algunos – en su mayoría, irlandeses y gallegos- de los que sabemos que hasta debieron soportar hambrunas (1). Esa realidad es evocada por Carlos Penelas en su poema “Aldea”: “Hay sepulturas horadadas en la piedra./ Y una espadaña que es extraña en la tierra./ Hubo batallas, nobles y normandos./ Hubo tégulas, molinos de mano./ Y mitos y hembras y dioses paganos./ Canes pétreos sostienen el alero/ de las ruinas de un cenobio./ Aquí un hombre decidió su exilio/ por la hambruna”.
La Navidad es una ocasión muy especial, que se recuerda, por lo general, vinculada a la infancia de quienes debieron dejar su país. Así, encontramos referencias a las comidas que hacían en esta ocasión en su tierra algunas colectividades.
Los manjares navideños croatas son evocados por el narrador en El angel del capitán, de Chuny Anzorreguy. A poco de iniciada la biografía, el capitán Miro Kovacic expresa: “En casa, posiblemente por el origen meridional de mi madre, hasta las doce se comía sólo pescado, luego pasábamos a la carne de cerdo”. Se refiere a las medialunitas y transcribe la receta de la “pita de manzanas” para que “otras mujeres, en otras Navidades, las vuelvan a cocinar” (3.)
Ennio Carota recuerda la Navidad en Italia, en relación con la figura protectora de la nona: “Sólo esas abuelas de ayer daban a las fiestas un toque tan especial. Un mes antes ya estaba haciendo sus galletitas y yo, junto a ella, pelando uvas para il vino cotto, un típico dulce de su Apulia natal. Eramos pobres, pero había alegría, había amor y todo ello nos hacía olvidar la pobreza” (4).
Canela recuerda sus Navidades en Italia, durante la guerra: “Nací en 1942, fui la última de once hermanos y mis recuerdos son de finales de la Segunda Guerra Mundial. Hacía muchísimo frío y al regreso de la Misa de Gallo había un tentempié –algo de nueces, almendras-, porque lo importante llegaba en el mediodía del 25, alrededor de la mesa familiar. (...) Mi madre amasaba fideos y los servía en caldo bien colado”.
Cuando el frío desaparecía, eran otras las recetas que cocinaba esta madre italiana: “En verano, una sopa de harina quemada con pan tostado. Había tortilla de flores de zapallo y criábamos caracoles de jardín en cajas, que después ella purgaba para hacer unos exquisitos guisos. Salíamos al campo en busca de la planta diente de león, que se agregaba sin su flor a la polenta con panceta”.
Había asimismo pequeños placeres, que luego la escritora transmitirá a sus hijos: “Se aprendía a sobrevivir con lo que había, tanto para comer como para abrigarse, pero nuestra gran alegría eran los crostoli, una golosina de pobres hecha con masa bien fina y dulce. Cuando mis hijos eran chicos, les hacía algo de mi tiempo, unos caramelos de azúcar quemada con almendras, aunque en mi región se hacían con avellanas que se encontraban en los parques. Y por supuesto, el pan con chocolate cuando había pan y había chocolate” (5).
La pobreza llega a extremos patéticos en la novela Stéfano de María Teresa Andruetto. La madre del protagonista ha encontrado un ave. Años después, el hijo recuerda: “La veo en la cocina: saca agua de la que hierve en un latón, echa el agua sobre la torcaza muerta y la despluma con dedos diestros, luego la chamusca sobre la llama y la desventra. Lava víscera por víscera, desechando sólo la hiel amarga. Cuando está limpia, la divide en cuatro y dice: Tenemos para cuatro días. Yo no digo nada, sólo miro cómo separa una de las partes y luego oigo que me envía a guardar las tres restantes sobre el techo de la casa, para que el sereno las mantenga frescas. Cuando regreso, está sacando de la bolsa harina de maíz. Mete la mano hasta el fondo y yo escucho el ruido que hace el tazón al raspar la tela. ¿Alcanza?, pregunto. Para esta vez, dice. ¿Y mañana? Dios dirá” (6).
Estos alimentos tan significativos para algunos inmigrantes, son mal vistos por otros italianos. Cuando viaja a Italia, el protagonista de La noche lombarda –novela de Atilio Betti-, ve que los descendientes acaudalados de los campesinos desprecian las comidas típicas de la región: “A mí me apetecían las ranas. Me apetecían todos los alimentos que nutrieron a mi padre; pero Anna los había proscripto de su mesa. No a la ordinariez de la polenta, no a la selvaggina, los patos silvestres” (7).
Durante la guerra, los italianos se veían obligados a consumir animales domésticos: “Hasta ese momento la guerra sólo había sido sucesivas noticias de invasiones, amenazas lejanas –recuerda Agata, el personaje de Dal Masetto. En realidad, nos dimos cuenta de que la situación se estaba poniendo mala a medida que comenzaron a escasear los alimentos. Cuando nació mi hija Elsa ya faltaba de todo. El pan, el azúcar, la carne, la harina estaban racionados. Cierta vez que estuve enferma, para obtener unos gramos extra de una carne negra y casi incomible hubo que presentar una receta médica. Pagando muy caro, se conseguían algunos productos en el mercado negro. Había gente que se enriquecía con eso. (...) Llegó el momento en que cierta gente comenzó a comer perros. Eso me comentaba Mario. Que los gatos fuesen a parar a la cacerola era común. Quedaban pocos. Aquellas familias que todavía poseían uno lo cuidaban para que no se lo robaran” (8).
En España también se pasaba necesidad. Lo recuerda Ana María Campoy, actriz que vivió en Cataluña. Ella dijo en un reportaje: “¿Tú puedes entender comerte un plato de aceite de oliva, con cuchara? No lo podrías entender. Pero te lo comes, porque no hay otra cosa. Entonces, tienes, al otro día, una descompostura intestinal brutal, pero esa noche dormiste porque has llenado el estómago con algo, y el aceite de oliva es un alimento”. El hambre desconoce lazos: “Nosotros, que éramos unidos y nos amábamos, cuando llegaba el racionamiento del pan, cada uno agarraba su pedazo y lo escondía. Y lo escondía! Porque no nos fiábamos ni de nuestro padre” (9).
La asturiana Carmen Díaz y sus hermanos “comían polenta de un plato que apoyaban sobre las piernas, sentados en un escaño de madera que daba vuelta por las cuatro paredes de aquella cocina de campo sin mesa ni sillas. (...) Es que el hambre no era, en aquellos tiempos, una metáfora. Comían en platos esmaltados día tras día el mismo menú: cuecho, polenta sin leche rebajada con agua. Algunas veces cocinaban un potaje de arvejas, papas y garbanzos, y como escaseaba la harina, sólo conocían el pan por referencias. María, cuando iba a alguna amasada, pedía que le pagaran con pancitos, que los niños acompañaban con leche en tazas sin asas. Pero ésos eran días de fiesta. Las más de las veces Carmina y sus amigos y hermanos se agarraban el estómago, hacían cualquier cosa y codiciaban cualquier bocado,. Mamá era como un gato: trepaba los manzanos y los perales ajenos y los sacudía. Luego se cargaba el delantal y echaba a correr antes de que los vecinos la descubrieran. Robaban manzanas, peras, nueces y castañas, y comían las moras que crecían entre espinos al borde de los senderos”.
El padre de los niños, esposo de María, “a veces volvía de Gijón o de Oviedo, y rechazaba los potajes desabridos que comían todos y pedía huevos fritos, lujo que se comía delante de sus hijos hambrientos y zaparrastrosos”. Durante la Guerra Civil, los franquistas “entraban por la fuerza a las casas y se robaban las gallinas y los pocos comestibles que los aldeanos almacenaban con temor apocalíptico en sus despensas” (10).
Acerca de la abuela gallega de Gladys Onega, “contaban que cuando servía el caldo, los cachelos y las coles, al levantar el brazo en ademán inminente de servir la segunda vuelta, las más de las veces se detenía arrepentida y devolvía ese segundo cucharón intacto al pote; ella sabía que cada bocado de más que hartaba a su prole era un día que restaba para comprar o muiño velho e o prado d’arriba y escriturar la tierra que faltaba para unir los pequeños retazos del minifundio en una propiedad mayor” (11).
“ ‘A mi abuelo Gaynor –relata Mateo Kelly- lo cargaron los ingleses en un barco a los 19 años, por rebelde, en 1857. Los últimos quince días antes de embarcarse lo único que comió fueron ortigas hervidas, porque no había ni para pan. A su hermano lo mandaron a Tasmania, donde se convirtió en un bandolero legendario. Eran barcos de vela, los cargaban para que se hundieran en el mar, y si llegaban a algún lado era por obra de Dios. La gente venía desnutrida y muchos morían durante el viaje. Mi abuelo fue a dar al Hotel de Inmigrantes, con apenas 45 centavos en el bolsillo’ “ (12).
En Polonia –cuenta Ana María Shua- “siempre hacía mucho frío y no se comía más que papa. (...) Papa los lunes, papa los martes, papa los miércoles, papa los jueves, papa los viernes, pero ¡ah! ¡el sábado! El ´sábado era otra cosa: se comía, el sábado, tortilla de papa. Hubiera sido lógico suponer, entonces, que el abuelo odiaría la papa, que nunca más en esta América llena de carne se vería obligado a comer papa. Y si embargo, la papa era su plato preferido. Los sábados, tortilla de papa. (...) Se comían también la cáscara de las papas. Las papas, sin embargo, tienen muchos hidratos de carbono. ¿Por qué, entonces, el abuelo estaba flaco? Porque comía solamente papas, pero pocas” (13).
Un personaje de la novela Mestizo, de Ricardo Feierstein, recuerda el hambre que pasaban en Polonia durante la guerra: “en Lemberg venían épocas de hambruna terrible. Era tanto el hambre que teníamos que no puede contarse: uno de mis hermanos, Joel, a quien yo quería muchísimo, estaba enfermo y decía que si aunque sea pudieran conseguirle una papa, él iba a salvarse. Estaba tan débil, pobre. Ahora parece una pavada, pero no pudimos conseguir siquiera una papa. Y Joel murió. Otra vez Jacobo vio pasar unas ratas que llevaban pletzales, pedazos de pan, desde las ruinas de una panadería derrumbada por las bombas. El se metió entre los escombros del sótano, peleó con los roedores hasta espantarlos y consiguió varios trozos de pan para repartir entre nosotros. El que no haya pasado eso no puede entenderlo. Aprovechábamos las pausas de los tiroteos para ir corriendo, dar vuelta los cadáveres de los soldados y sacarles el chocolate que podían llevar en los bolsillos” (14).
Décadas después, en esa tierra –recuerda Valeria Rodziewicz-, “La comida escaseaba, sólo teníamos arroz y la carne de los caballos muertos esparcidos por las calles. (...) Para poder comer tenía que vender mi sangre para las transfusiones” (15). Era el año 1939.
Notas
(1) Delgado, Alicia: “Una morriña harto gallega”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 30 de mayo de 1999.
(2) Penelas, Carlos: “Aldea”, en Desobediencia de la aurora. Buenos Aires, Ediciones del Valle, 2000.
(3) Anzorreguy, Chuny: El ángel del capitán. Biografía del capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
(4) Becker, Miriam: “Casera e italiana”, en La Nación Revista, 23 de diciembre de 2001.
(5) Becker, Miriam: op. cit.
(6) Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
(7) Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.
(8) Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida: Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
(9) Guinzbug; Jorge: “Ana María Campoy ‘A mí los hombres me gustan con locura’ “, en Clarín Viva, 4 de agosto de 2002.
(10) Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
(11) Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo-Mondadori, 1999.
(12) Guyot, Héctor M.: “Sociedad. Irlandeses en la Argentina. Una verde pasión”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de marzo de 2005. Fotos de Daniel Pessah.
(13) Shua, Ana María: El Libro de los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
(14) Feierstein, Ricardo: Mestizo. Buenos Aires, Planeta, 1994.
(15) Castrillón, Ernesto y Casabal, Luis: “El día que fue arrasada Varsovia”, en La Nación, Buenos Aires, 1° de septiembre de 2002.
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En la travesía terrestre
Los húngaros Horogh dejaron su tierra en 1945, y viajaron durante cuatro años antes de poder embarcar. Estuvieron en un campo de refugiados de Austria: “En ese país estuvimos cuatro días sobreviviendo; a veces teníamos que hacer trueque de joyas de la familia con os campesinos austríacos por verduras, hortalizas y frutas para poder comer” relata Zoltán, el segundo hijo del matrimonio emigrante. El hombre relata: “Recuerdo que una vez mis padres pidieron permiso a un campesino para que mi madre cocinara algo para nosotros. Nos dejaron hacerlo junto a un árbol, pero cuando la mujer sintió el olor de la comida que se preparaba, cambiaron de opinión y le ofrecieron la cocina y los enseres de su propia casa”.
“En otra ocasión, un campesino permitió a Béla juntar algunas manzanas que estaban caídas al pie de un enorme árbol a cambio de que le entregara unos atados de cigarrillos”. “También tuvimos oportunidad de encontrar hongos comestibles en los bosques aledaños, y como mis padres conocían cuáles no eran tóxicos los podíamos consumir sin temor” (1).
Notas
1. Masjoan, Lía: “Nosotros. Contratiempos y alegrías de inmigrantes húngaros”, en El Litoral on line, Santa Fe, 4 de mayo de 2002.
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En el barco
En 1855, el colonizador Roberto Zehnder deja Suiza, a bordo del buque ingles Kyle Bristol. El describe su alimentación durante la travesía marítima: “De mañana con el café sirvieron galletas duras como piedra, eran de harina de centeno, biscochuelos untado con manteca y azúcar amarilla, a mediodía sopa con arroz y carne salada con papas, de noche sopa con arroz. Algunos días hubo carne de vacunos, después carne de cerdos salada que ya el día antes había que poner al remojo, antes de cocinar sino no se podía comer” (1).
Johann Bodemann y su familia emigran desde Valais en 1857. El relata: “Si no fuera por el capitán, no hubiéramos tenido nada para comer. Un buen hombre ese capitán, igual que los marineros. Los alimentos que habíamos comprado, no llegaron, de tal forma que tuvimos que conformarnos para el desayuno, de tomar café de malta sin azúcar. En cuanto al almuerzo, nunca fue bueno: carne salada o jamón también muy salado, con arroz, habichuelas, papas o arvejas. Para la cena teníamos que conformarnos con un plato de sopa con arroz. Para el día entero no teníamos más que una galleta, que no era otra cosa que un pedazo de pan negro. Este era el modelo de comida que tuvimos a bordo, desde el principio hasta el fin. En breve, no hemos comido como comíamos en casa. No había vino. Si queríamos tomarlo, hubiéramos tenido que pagarlo tres veces su precio. La botella de vino costaba cuatro francos, y la manteca dos francos la libra. Pueden entender que nos abstuvimos de comprar con semejantes precios” (2).
Un contingente de judíos viaja en 1891 en el vapor Pampa, el cual “llevaba unas 5 o 6 vacas en cubierta para ser faenadas por el Shoijet y tener carne kosher cada tanto, pero muchos no la comían pues las ollas eran treif (impuras)” (3).
Itzak Moshe Locev, "oriundo del pequeño pueblito de Shumiatich en la Gobernación de Mohilev", emprende su viaje hacia la Argentina. "Adquiere el pasaje y toma también la precaución de proveerse de comestibles 'kasher' y de vajilla, en caso de que en el barco no se observe estrictamente la 'kashrut'. A principios de marzo de 1906, en una madrugada medio lluviosa y de niebla, se embarca hacia Londres. En el primer día del viaje, llegada la hora de comer, todos fueron invitados al comedor: unos 300 judíos acudieron al lugar que les fuera destinado, los cristianos comían aparte. Locev y unas cuantas personas más se quedaron en sus sitios pues habían visitado la cocina y se cercioraron de que no reunía las condiciones deseables de 'kashrut'. A pesar de abstenerse de ir al comedor del barco, lograrán organizar sus comidas en base a los productos obtenidos del cocinero" (4).
En su obra En el océano, relata Edmondo De Amicis: “A medida que subían, los emigrantes pasaban frente a una mesa, tras la que estaba sentado el oficial Comisario, quien los reunía en grupos de media docena, llamados ranchos, inscribiendo los nombres sobre un papel impreso que entregaba al pasajero más viejo, para que fuese con él a pedir comida a la cocina a las horas de las comidas. Las familias de menos de seis miembros se hacían inscribir con un conocido o con el primero que llegaba; y durante esa tarea de inscripción se transparentaba en todos un temor a ser engañados en la cuenta de los medios puestos y de los cuartos de puesto para los muchachos y los niños: la desconfianza invencible que inspira al campesino todo hombre que tenga una lapicera en la mano y un registro delante” (5).
Pedro Fernández, asturiano embarcado ilegalmente hacia la Argentina en 1899, recuerda la comida a bordo: “dieron a cada viajero un plato de loza y un tarrito también de la misma materia, juntamente con un tenedor y una cuchara. Cada uno iba a buscar su comida en el plato, la cual era bastante buena consistiendo en carne de buey y de cerdo, patatas, garbanzos, arroz, habas, bacalao y algunas otras sustancias alimenticias bien condimentadas por un viejo y divertido cocinero español.”
La ansiedad por conseguir alimento provoca pequeños accidentes: “¡y que apretones llevábamos cuando íbamos a buscarla! con dos horas de anticipación ya la mayor parte de nosotros provistos del servicio de mesa que nos habían dado rodeábamos la cocina cuando apenas había principiado a hervir la comida y antes de principiar a repartirla cada uno empujaba a los demás para llegar primero al caldero que contenía el rancho; ¡cuántos con el apuro se quemaban las manos viéndose por este motivo a tirar con plato y comida! Los que como a mí no les gustaba el pan comíamos el primer plato a toda prisa no haciendo caso aunque la comida de tan caliente como estaba llevase consigo pedazos de piel del paladar o de la garganta pues nada se sentía con tal que llegásemos al reenganche, como allí se decía cuando se volvía por otro plato de comida”.
La necesidad crea nuevas normas entre los inmigrantes: ”Por la mañana nos apresurábamos a buscar el café armados cada uno con su tacita, en la cual nos daban también el té al anochecer. Cuando a alguno se le rompía alguno de los servicios de mesa robaba a otro lo que necesitaba, este hacía lo propio con los demás, y así sucesivamente todos de modo que todo se volvía robos de platos y tazas, viéndose uno obligado a guardarlos con más cuidado que si fuesen oro si no quería exponerse a tener que esperar a que alguno de sus amigos comiese para luego servirse él de sus utensilios y para que le prestasen era menester que la amistad fuese íntima. Yo también fui víctima de un robo de esta clase pues aunque tuve buen cuidado de guardar el plato bajo el colchón de mi cama, esto no impidió que me lo robaran viéndome por esto obligado a servir la comida y bebida en la tacita que a lo sumo tendría capacidad para medio cuartillo; en esta situación estuve dos días pero luego comprendí la necesidad de hacer como los demás y en efecto, fingiendo irme a dormir a mi camarote desde él robe un plato de unas alforjas que cerca de mí tenían colgadas unos leoneses y con esto salvé la situación (6).
Pura, la protagonista de Diario de ilusiones y naufragios, de María Angélica Scotti, narra: “Había en ese barco, a la vez, mucho hacinamiento y revoltijo. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos, por los vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier rincón (7).
En el barco, a Carmen Díaz, “como al resto, le daban de comer guisos decentes y bifes duros, pero Carmen vomitaba hasta el café y las tostadas. Parecía como si (...) hubiera olvidado el estómago en Asturias. Entre todos los manjares eligió unas manzanas deliciosas de Río Negro, que la mantuvieron viva, aunque perdió cerca de diez kilos en dos semanas” (8).
Gedalia Rimetka, el personaje de Shua, viaja en barco desde Polonia. Durante la travesía “se comía mucha pasta. Macarrones y ñoquis pero no ravioles. Fusili, cintitas, fetuccini. A la bolognesa, con tuco, con pesto. Por eso cuando el abuelo llegó a América, ya no era flaco. En veinte días había engordado veinte kilos. El abuelo comía mucha pasta y no vomitaba. También, desde que llegaron a Brasil, comía bananas” (9).
Previendo la necesidad, una mujer judía prepara la vianda para su marido emigrante: “Mamá acomodó en los atados quesillo dorado y dulce, que había preparado con leche de oveja. Y carne de ganso congelada en la intemperie. ¿Cuántos sacrificios hiciste mamá para conseguir esos manjares?” (10).
“Una naranja, dos limones y un inmenso mar por delante. Eso tenía y eso lo esperaba a Adriano Nascimento Rocha el día en que se escondió en la bodega de un barco inglés que lo llevaría a una ciudad extraña de un país lejano para reunirse con su madre, luego de 17 años de no verse. O peor, casi de no conocerse: cuando Alicia Buenaventura Rocha emigró de Cabo Verde, Adriano, su primer hijo, un hijo de padre desconocido, era un bebe de un año que iba a quedar al cuidado de una tía” (11).
La alimentación de los pasajeros ha sido registrada en una imagen. En “Buenos Aires 1910. Memoria del porvenir” pude ver la fotografía de inmigrantes españoles comiendo en la cubierta con platos de latón, antes de desembarcar. La tomó León Lacroix, en 1910 (12).
Notas
1 Zehnder, Roberto: “Anotaciones durante mi inmigración de Suiza a la República Argentina”, en www.zingerling.com. Septiembre de 2004.
2 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.
3 Chajchir, Mauricio: “”Viaje al país de la esperanza: Relato de un viajero del Pampa”, en La Opinión, 8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de Genealogía Judía de Argentina, Toldot N° 8, Noviembre de 1998.
4 Kaspin, Iaacov: Mi colonia rusa. Buenos Aires: Mila, 2006
5 De Amicis, Edmundo: En el océano. Buenos Aires, Librería Histórica, 2001. Prólogo de Roberto Raschella. Traducción de Luciana Daelli.
6 Méndez Muslera, Luciano: “Asturias en la emigración”, en www.telepolis.com
7 Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
8 Fernández Díaz, Jorge: op. cit.
9 Shua, Ana María: op. cit.
10 Goldemberg, Susana: Cuentos de la bobe.
11 Palomar, Jorge (texto) y Calabrese, Graciela (fotos): “Caboverdianos: vientos de cambio”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 3 de diciembre de 2006.
12 "Una visita al Buenos Aires antiguo", selección de fotos de “Buenos Aires 1910. Memoria del porvenir”, en Shopping Abasto, 1999.
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Abundancia americana
En un reportaje, el actor Ricardo Darín dijo: “Creo que todos somos hijos de una inmigración que pasó por circunstancias parecidas en Europa y luego acá. La obsesión por la comida, la búsqueda de ascenso social y cultural son comunes a todas las colectividades. La paradoja es que entonces esa clase de preocupaciones nos parecía exagerada y hoy vemos cómo esa cultura se vuelve otra vez imprescindible, ante la situación del país” (1).
Alejandro Sirio llega a Buenos Aires en 1910. “Son épocas difíciles y con lo que gana como dependiente apenas araña el existir. Y bebe agua, mucha agua como para ahogar su hambruna. Años más tarde recordará: ‘Cuando comencé a ser conocido, llegué a comer todos los días, y hasta dos veces al día’ " (2).
Contrapuestos a la evocación de la pobreza que se vivía de un lado y el otro del mar, encontramos pasajes en los que se alude al asombro de los inmigrantes ante la cantidad de comida que había en la Argentina.
En Guido, Andrés Rivera recrea los relatos de quienes regresaban a Italia: “Contaban que había más vacas en una sola de las provincias argentinas que en todas las estrechas lenguas de tierra europeas conquistadas por las legiones romanas. Vacas y vacas y vacas. Y trigo, y más pan del que hubiera podido comer la familia desde los bisabuelos para acá. Había pan en esa tierra, decían, desde la creación del mundo” (3).
En Tantas voces, otra historia, estudio acerca de los judíos italianos emigrantes, Smolensky y Vigevani Jarach destacan que “Asombraba la limpieza de las veredas, la buena presencia de la gente, la ausencia de mendigos tanto como las desproporcionadas porciones de comidas servidas en los restaurantes y las ‘yapas’ ofrecidas por los carniceros y verduleros. La visión de los tachos de basura, repletos de restos de comida, suscitaba pruritos moralizadores de respeto por ‘los niños que no tienen qué comer en el mundo’ y soplar o besar el trozo de pan caído al piso antes de comerlo” (4).
La impresión que siente Maggie Pool es similar. La autora de Where the devil lost his poncho, llega a la Argentina “no bien terminada la guerra” y “queda deslumbrada por la riqueza que ve en Buenos Aires, por el tamaño de los bifes y los postres de un simple restaurant, donde se come lo que ninguna familia inglesa veía desde hacía años”. (5)
En sus primeros días en la Argentina, el capitán Kovacic se asombra por lo mismo: “Lo que más nos llamaba la atención en la Argentina era la abundancia. Todo era excesivo. Mirábamos comer a la gente en los restaurantes. No lo podíamos creer. Esos bifes enormes. Este país, para alguien que venía de la guerra, era... ¡un parque de diversiones!” (6).
La disponibilidad de los alimentos antes negados provoca algunos incidentes, como el que relata Jorge Barón Biza. Su gobernanta era una refugiada del Este, a quien trajeron de su paseo por la ciudad de Río en una camilla. Ella “Nunca había probado bananas. Antes de la guerra las había visto, en confiterías europeas, envueltas en celofán. En las calles de Río, los vendedores le ofrecieron docenas de bananitas de oro por centavos” (7). Comió tantas que tuvieron que asistirla. Era la consecuencia del contraste entre la pobreza europea y la realidad americana.
Escribe Enrique Pinti: "Cuando, allá por los años cincuenta, llegaba la última ola de inmigrantes europeos de la posguerra, los prósperos argentinos se asombraban al ver el valor que le daban a un plato de comida caliente y a la tranquilidad de irse a dormir sabiendo que no tendrían que levantarse en medio de la noche para meterse en un refugio antiaéreo por un bombardeo" (8).
La alimentación de quienes dejaron su tierra -además de ser un tema recurrente en la literatura- ha sido estudiada por renombrados especialistas. En “La huella del inmigrante”, Fernando Devoto se refiere a la cocina nativa como un modo de diferenciarse: “Aunque los inmigrantes estuvieron inicialmente deslumbrados por la abundancia de carne mantuvieron sus hábitos alimentarios. Lo revelaban las estadísticas de comercio exterior y el surtido de los almacenes. Aspiraban tanto a conservar sus tradiciones como a diferenciarse socialmente a través de sus consumos. No se producía una fusión o ‘crisol’ culinario con la cocina nativa sino más bien una yuxtaposición. Los distintos componentes coexistían en un menú sin mezclarse en un mismo plato”.
La influencia foránea no tardó en hacerse sentir: “Algunas de las cocinas de inmigración tuvieron una gran capacidad de irradiación. Sobre todo la italiana, que era una combinación de cocinas regionales con predominio septentrional” (9).
“Como los mismos inmigrantes –afirman Marcelo Alvarez y Luisa Pinotti-, la aceptación de sus bagajes culinarios por parte de los nativos, cualquiera fuera su clase social, tomó su tiempo. En todo caso, los sectores más altos de la estructura social porteña estaban dispuestos a aceptar los platos propuestos por la cocina francesa, epítome de la civilización gastronómica, que además de reforzar su posición social le daba otro –aunque inesperado- recurso para diferenciarse del mero pueblo. El mero pueblo, por su parte, vio en el recién llegado un advenedizo, cuando no un usurpador de labores y privilegios o un explotador (ya que, por cierto, muchos extranjeros regenteaban comercios tan conspicuos, necesarios y a veces únicos para los sectores populares como las pulperías o los almacenes de ramos generales)”.
“Los inmigrantes desembarcaron con sus baúles y ollas, con las añejas recetas que intentaron repetir mientras ‘hacían la América’ y todos fueron alcanzados por la pasión carnívora. La carne puso fin a la endémica carencia de proteínas de las poblaciones rurales. Imaginemos el cambio que significó para estos campesinos empobrecidos, alimentados con una comida que aquí se consideraba casi forraje, disponer de carne en abundancia. Carne y mate fueron los principales aportes de la cocina porteña a la de los inmigrantes que hasta el momento apenas consumían carne roja (de porcinos u ovinos) y que tenían una dieta esencialmente vegetariana. -La novedad dietética para los inmigrantes consistió en la incorporación de la carne que los nativos tenían como su artículo central. Por su parte, el elemento nativo incorporó artículos de procedencia vegetal como el pan, las pastas y la cerveza” (10).
“La población que emigraba de Europa trajo su cultura culinaria. Los españoles querían garbanzos y arvejas, y un montón de cosas que aquí no se cultivaban. El gran consumidor de los fideos y los tomates fue el italiano. Todo esto se iba concentrando en los barrios, que se agrandaban cada vez más. Entonces se empiezan a establecer los puestos de las ferias dedicados exclusivamente a vender jamón cocido o jamón crudo, o costillares de vaca, de cerdo, además de las verduras, las frutas, los garbanzos...” (11).
Víctor Ego Ducrot señala que “la llegada de productos alimenticios de los más diversos rincones del mundo también se hizo sentir sobre todo en los hábitos de los sectores sociales de mayor poder adquisitivo, aunque muchas de las novedades que se podían encontrar en las ‘tiendas de ultramarinos’ fueron de consumo popular, por su bajo precio y porque no existían sustitutos de manufactura local. Entre esos productos se hallaban el azafrán, las especias básicas –como la pimienta y el pimentón-, algunos licores y el chocolate” (12).
Los italianos “En la mudanza se trajeron los diversos menúes regionales con sus referencias culturales, los ritos de la mesa y la cocina, y los códigos de orden e integración de las comidas cotidianas; por tanto, la composición del flujo inmigratorio condicionó intensamente la penetración de lo italiano en la dieta de los argentinos y los cambios producidos en ese movimiento actuaron en el mismo sentido, haciendo que ciertos platos se difundieran antes que otros. Puesto en estos términos, los primeros aportes del rubro debieron ser las especialidades gastronómicas de los genoveses afincados en la Boca: ravioles, torta pascualina, albóndigas, cima rellena, pesto, fainá, fugasa, pasta frola, pan dulce y tomates rellenos de pescado”.
Entre los españoles, “Los nuevos inmigrantes reforzaron el ‘aire de familia’ de la cocina argentina, pero con las pautas alimentarias de la época, que si bien marcan una continuación del patrón tradicional no eran simples cristalizaciones del tiempo de Garay ni de fines del siglo XVIII, cuando arribara la penúltima oleada: los guisos, los pucheros y cocidos, la cebolla y el ajo, el azafrán y el pimentón, chorizos y morcillas están de regreso en su versión original. El puchero a la española, presente en el menú de pensiones y restaurantes de la colectividad, recupera la carne de gallina y los garbanzos que la iconoclasia criolla había reemplazado por carne de vaca, porotos y maíz”.
“Los gallegos aportaron sus potajes, empanadas, tortillas y la perdiz en pepitoria; los asturianos la fabada (alubias de gran tamaño acompañadas en la olla por morcillas, chorizos, cebollas y tocino); los vascos el marmitako a base de atún y papas y el bacalao en sus cuatro versiones (al pilpil, al ajoarriero, a la vizcaína y ligado); los aragoneses el pollo al chilindrón y las criadillas; los valencianos las paellas, las variedades de arooces y los mejillones salteados con tomates y pimientos; los andaluces el gazpacho, el ajo blanco, la sopa de caldo de gallina, el atún con tomate, las berenjenas con queso, la caldereta de cordero y los jamones de Trévelez y Jabugo. De Madrid y la región central los menúes atrapan cocidos, callos, sopa de ajos, tortillas, cochinillos y perdices; de Cataluña los embutidos, las butifarras, los salchichones de Vic, el conejo marinado, las setas, el lomo frito con alubias, la zarzuela de pescado y el arroz bogavante; de las islas Baleares la sobrasada y la ensaimada”.
“Fuera de los restaurantes y los clubes de colectividades, en las casas de familia, nada triunfa más que la tortilla, las simples papas peladas, lavadas y cortadas en rajitas delgadas que se fríen en aceite o manteca de cerdo con el complemento de los huevos batidos y salados”.
Los árabes constituyen “la tercera colectividad, después de la española y de la italiana”. “Los principales ingredientes utilizados en el país son: la carne vacuna (que sustituyó al cordero utilizado en las diversas geografías de origen), el trigo (con diferentes grados de molido), las hojas de parra, el arroz, las habas, los porotos, los garbanzos, las alubias, el tomate, el pepino agridulce, el vinagre, la cebolla y un enorme surtido de especias”.
“Una picada árabe necesariamente incluirá hommus, la crema de garbanzos hervido y machacados en mortero, condimentados con pasta de ´sesamo, ajo, limón y agua; babagannush, berenjenas asadas al carbón, enfriadas, sin piel y en un puré con la pulpa de un suave sabor ahumado; y keppi nahie (crudo o cocido), un trozo de pierna de cordero machacado en un mortero durante aproximadamente una hora; luego se condimenta con jugo de tomates, cebollas, morrones, y se mezcla con trigo candeal o burgol, también finamente machacado formando un puré”.
“Entre los platos calientes contamos con el kebab, el kus kus y las empanadas árabes. El pan árabe, con su masa fina y redondeada hecha a base de levadura y cocinada sobre piedras calientes, se ha constituido en una variante imprescindible en cualquier confitería o bar urbano. Su aceptación como pan para sándwiches obedece, seguramente, a la posibilidad inigualable de admitir un suculento y variado relleno. En cuanto a los postres, son tan dulces que resultan empalagosos para muchos paladares no habituados; consisten en masas de pasta filo, rellenas con frutos secos, dátiles, pasas rubias, ciruelas y rociadas con abundante almíbar”.
De la cocina inglesa, “los menúes argentinos han incorporado el chiken pie, los scones y el budín inglés, la costumbre del té a las cinco y el roast beef. Los scones, junto con las masas y tortas, han acompañado fielmente varias generaciones de tés saboreados en la Ideal, la Richmond, L’Aiglon, Queen Bes, o alejándose del centro de la ciudad, en Las Violetas o El Blasón (de Pueyrredón y Las Heras)”.
La cocina francesa “fue simplificada en el cruce transatlántico, y fórmulas de simple estima se incorporaron al menú argentino, como los huevos poche o la versión de una omelette de espárragos. La famosa masa de hojaldre conservó su carácter complejo y se utiliza aún hoy como masa básica de las medilunas y en la confección de platos dulces o salados. Otro tanto pasó con la soupe a l’onion que se reserva para los fríos días de invierno”
“En la cocina portuguesa predominan los ingredientes de origen marino, pero los menúes incluyen tanto pescados y mariscos como animales de criadero, cerdos, leche de cabra, queso de oveja, verduras y frutas. En Argentina, la lejanía del mar hizo variar los ingredientes de la alimentación, consumiéndose más carne y leche de vaca. En la actualidad se incluyen elementos tanto de procedencia de origen como nacional: el bacalao, el salmón, las sardinas, el atún, las almejas, los caracoles, el pulpo, las almendras, el oporto, el aguardiente, el aceite de oliva, el vinagre de manzanas y el pimiento. Los ingredientes más emblemáticos son el bacalao y la papa, condimentados con aceite de oliva y vinagre de manzana”.
“La inmigración de origen alemán se instaló principalmente en la provincias del litoral: Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Misiones; algunos contingentes en Córdoba y en Río Negro, donde se hicieron famosas las casa de té con las trdicionales tortas. Dentro de la capital, hay ciertos barrios como Belgrano, Devoto y Villa del Parque, donde incluso se celebra el día de la cerveza con desfile de bandas de músicos veteranos y comidas tradicionales” (13).
La hermana Bernarda “enseña recetas suizas y alemanas como una forma de acercar más la gente a Dios. (...) es una monja suiza de la congregación de Santa Cruz, quien a los quince años descubrió su vocación de servir al prójimo y a los diecisiete comenzó a andar el camino de la religiosidad. El amor por la cocina lo conoció también de adolescente y lo perfeccionó en Suiza y Alemania, donde afirma que recibió una enseñanza muy particular: ‘Primero te preparan como ser humano y recién después se pasa a la cocina’ “ (14).
“La Argentina heredó múltiples influencias de los diversos pueblos que en un tiempo fueron súbditos del Impero Austro-Húngaro. En todo caso, gran parte de los manjares que integraban el patrimonio gastronómico del centro europeo arribaron a estas costas en la memoria y en las prácticas culinarias de los inmigrantes judíos que huían de las persecuciones y los ghettos étnicos”
“La cocina eslovena admite utensilios que provienen de las herramientas para cortar leña, como hachas e implementos fabricados en madera (ralladores, cernidores de harina y cucharas de diverso tamaño). Por provenir de climas fríos se utiliza mucho la grasa de cerdo (pura o en chicharrones) y las comidas son fuertes y sustanciosas (con grasa, frutas secas y vinos)”.
La cocina danesa, “en los ámbitos y familias más conservadoras, se basa principalmente en la papa, con agregado de salsas, carne de cerdo –en forma de albóndigas, pan de carne, costillas y asado- y café a todas horas” (15).
La chef Diana Boudourian es experta en “Cocina exótica & Mediterránea”. Ella se refiere a las recetas provenientes de algunos países:
“Las escuelas de cocina griegas fueron siempre una fuente de creación para los alumnos que transitaron sus aulas y llegaron a compararse en sus realizaciones con los máximos hacedores de la arquitectura griega. El aceite de oliva, fundamental en la elaboración de los platos refinados, se complementa con trigo, hierbas, sésamo, hortalizas y frutas. Los pescados en todas sus variedades, las ostras, los mejillones y os camarones –así como las carnes de jabalíes y venados- son, desde la más remota antigüedad, parte de los placeres de los habitantes del Peloponeso. (...) Son muchos y muy variados los dulces en los que la masa fila, el almíbar y los frutos secos tienen una presencia fundamental. Precisamente estos frutos serán parte importante en la elaboración del pan dulce griego que les recomiendo para la mesa de Navidad” (16).
“Los armenios tenemos una predisposición especial a saborear todo tipo de dulzuras después de las comidas y como acompañamiento del café. Los frutos naturales, de los que se destaca el albaricoque o damasco, así como los higos y uvas (cultivadas en las laderas del mítico monte Ararat), dulces y tiernas para deleitarse comiéndolas recién arrancadas de la vid o degustando el mejor cognac del mundo, son algunos de los placeres de toda mesa tradicional. El almíbar tiene una participación fundamental en la preparación de los dulces elaborados por las abuelas y las madres armenias, que transmitieron de generación en generación los secretos de esta cocina refinada y milenaria. De esos dulces, el pahlavá o pahkí jalvá, muy conocido en nuestro medio como mil hojas de masa fila rellena con nueces, canela y almíbar perfumado, genera entre otros pueblos de la región la eterna discusión de su origen. Dice la leyenda que la exquisita preparación de las manos armenias de antaño hizo que esta exquisitez fuera adoptada como ‘el rey de los dulces’. Para que la imagen de los dulces armenios sea completa vale mencionar el anush abur o sopa dulce. Se ofrece exclusivamente en la festividad de Navidad, que la liturgia armenia conmemora el 5 de enero, en coincidencia con la epifanía” (17).
“La cocina egipcia nos propone la utilización de arroz, verduras hervidas, carne de cordero, ocras y una extensa variedad de dulces. De esta exótica culinaria les sugerimos el falafel, plato elaborado sobre la base de garbanzos y especias” (18).
“La gastronomía japonesa utiliza como ingredientes centrales los pescados, mariscos y algas, aunados a los cultivos de gran rendimiento como el arroz integral, el ajo, la soja, batatas, berenjenas, berros, brotes de bambú, castañas, ciruelas, col china, escamas de bonito seco, hojas de crisantemo, jengibre, mostaza seca, nueces de ginkgo, pasta de pescado, sake, semillas de ´sesamo, setas, tallarines de trigo, tallarines de alforfón, taro, tofu, y el vinagre de vino de arroz”.
“Entre 1869 y 1914 se observa el predominio de la migración limítrofe uruguaya; a partir de 1914 y hasta 1980, es la migración paraguaya la que presenta mayores volúmenes, seguida por la chilena (...). La presencia paraguaya en ámbitos rurales estuvo preferentemente asociada a la recolección del algodón, mientras que la nueva inmigración se localizaría mayormente en ámbitos urbanos, donde los hombres se acomodaron al trabajo en la construcción particular en pequeñas obras y las mujeres en el servicio doméstico. En casi todas las comidas de estos inmigrantes están presentes cereales y legumbres. Tal como se ha visto, muchos platos han compartido desde hace siglos las cocinas de las provincias de Misiones y Corrientes”.
“En la capital, ya es frecuente encontrar chipá (en sus variantes chipá paraguayo y chipá guazú) en los lugares menos pensados: a la entrada/salida de los medios de transporte, hospitales y facultades, compartiendo el mismo lugar de berlinesas y tortas fritas. Los chipacitos, por su parte, se hornean al paso para comerlos a punto de calientes. Otros yantares más complicados también cruzaron la frontera: el soyo, a base de carne, verduras, tomate, cebolla y morrón; y el bobi borí, un caldo de verduras con carne, harina de maíz, grasa, queso y huevo” (19).
Notas
1 Saavedra, Guillermo: “Darín. A cara lavada”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 5 de mayo de 2002.
2 Coppola, Norberto: “Alejandro Sirio”, en www.alejandrosirio.org.ar.
3 Rivera, Andrés: Guido., en Para ellos, el Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2000.
4 Smolensky, Eleonora M. y Vigevani Jarach, Vera: Tantas voces, una historia. Buenos Aires, Editorial Temas, 1999.
5 Sopeña, Germán: “Tierra lejana”, en La Nación, Buenos Aires, 13 de julio de 1997.
6 Anzorreguy, Chuny: op. cit.
7 Barón Biza, Jorge: “La historia, un disparate”, en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril de 1999.
8 Pinti, Enrique: "El lobo y los chanchitos", en La Nación Revista, Buenos Aires, 1º de abril de 2007.
9 Devoto, Fernando: “La huella del inmigrante”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de julio de 2000.
10 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: A la mesa. Buenos Aires, Grijalbo.
11 González Toro, Alberto: “El tímido regreso de las ferias de Buenos Aires”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de marzo de 2003.
12 Ducrot, Víctor Ego: Los sabores de la mafia. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2002.
13 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op. cit.
14 Pérez, María: “Manjares del cielo”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de junio de 2003.
15 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op. cit.
16 Boudourian, Diana: “Patio de comidas”, en El Barrio Periódico de Noticias. Buenos Aires, Diciembre de 2003.
17 Boudourian, Diana: “Patio de comidas”, en El Barrio Periódico de Noticias. Buenos Aires, Noviembre de 2003.
18 Boudourian, Diana: “Patio de comidas”, en El Barrio Periódico de Noticias. Buenos Aires, Enero de 2004.
19 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op. cit.
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En el Hotel de Inmigrantes
“Desde el Hotel de Inmigrantes, su primera escala en el país, los hábitos gastronómicos de la inmigración invadieron el país. El protagonismo fue de las pastas en todas sus variaciones formales: ravioles, ñoquis (y por supuesto la preparación de los del 29 y el dinero debajo del plato), canelones, tallarines, macarroni, capelletti, fettuccini, agnolotti y lasagnas; seguidamente la pizza –impulsada por la migración del Mediodía-, la milanesa, el pesceto, los escalopes, los fiambres, los risottos las salsas de tomate como acompañamiento (bolognesas, parmesanas, filetto), el pesto, el aceite de oliva, las frutas secas, y la difusión del consumo de aceitunas, quesos (parmesano, gorgonzola, pecorino, caciocavallo, fontina, ricotta) y vinos (nebiolo, barbera, chianti, toscano)” (1).
Los personajes de La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, recuerdan que allí les dieron “pan y carne, en platos de lata. (...) Y algunos religiosos (...) no querían comer. Decían que la carne era treif, impura. Que no era para nosotros, judíos de fe” (2).
José Wanza no alude a la alimentación que recibió en el Hotel, pero sí refiere que, al iniciar el viaje hacia Tucumán, le dieron un kilo de pan y media libra de carne, para una travesía de cuarenta y dos horas (3)
En uno de sus cuentos, Luis León presenta un personaje que recuerda que en el Hotel había, además de “peleas en idiomas desconocidos” y “camas altas casi inalcanzables”, “trozos de matzá pisoteados, molidos por los gruesos zapatones de inmigrantes que iban y venían sin verlos” (4).
Al protagonista de un cuento de Santiago Korovsky “Lo hospedaron en un hotel sucio y viejo, donde la gente dormía en el suelo, y la comida no era mejor que la del barco. De allí se fue a los cinco días, no porque quisiera sino porque lo echaron” (5).
En el 2000, un panel en el Hotel reproduce las palabras de Pablo Nowak. Este hombre, llegado a la Argentina en 1949 recuerda los magníficos asados que se hacían al mediodía y agradece las que califica como sus primeras buenas comidas de toda la vida (6). Sesenta y ocho años después de haberse hospedado allí, José Arias expresa: “Nos daban comidas y abundantes” (7).Teresa Joan, décadas más tarde, recuerda el olor a pan de trigo (8), y una húngara, protagonista de una anécdota contada por el profesor Jorge Ochoa de Eguileor, estaba muy enojada porque no había encontrado palmeras y cocoteros, ni un hotel lujoso, pero todo su enojo se disipó cuando le sirvieron de comer (9).
Se desayunaba “café con leche, mate cocido y pan horneado en la panadería del hotel escribe Horacio Di Stéfano-; los almuerzos consistían en “sopas, guisos, maíz pisado o legumbres, puchero criollo, estofado...”. Había “colas para la entrega de vituallas, luego el cocinero servía los alimentos, y las largas mesas de comensales quedaban ocupadas en medio de un incesante murmullo de voces y chillido de vajillas” (10).
Sergio Limiroski escribe: “Muchos de estos niños de las familias, hoy convertidos en abuelos, recuerdan al viejo hotel –que funcionó hasta 1952- con aquellos largos tablones donde se comía, los tarros de metal con que se tomaba la leche, las camas marineras donde se dormía, mientras esperaban que sus padres consiguieran el trabajo que les permitiera quedarse” (11).
John Argerich afirma que los inmigrantes italianos cazaban pajaritos: “se los morfaban con polenta, como hacían los nonos, dejando sin gorriones la zona de Retiro, en que se erigía el Hotel de Inmigrantes, única posada del mundo donde daban catrera y chupi sin pagar” (12).
Los judíos que llegaron en 1891 en el Pampa fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes; allí se suscitó otro inconveniente: "No sé de dónde surgió la versión que los cocineros y el personal eran judíos españoles y por consiguiente todo era kosher. Y ¡ah! Por primera vez durante todo el viaje, todo el pasaje disfrutó de una buena cena. Al día siguiente una comisión de mujeres fue a investigar a la cocina para ver si salaban la carne y se encontraron con una cabeza de cerdo sobre la mesa. Volvieron amargadas y tratando de vomitar lo que habían comido la noche anterior”.
De Buenos Aires viajaron a Miramar (Mar del Sud?) y fueron hospedados en el Hotel Atlántico, donde permanecieron hasta que se inició el traslado a Entre Ríos. Chajchir escribe en sus memorias: “Lo que recuerdo de allí y lo conservo aún hoy día, es el gusto del té recocido y endulzado con azúcar negra, la que no era refinada y que hoy la llaman azúcar rubia. Ah! Hasta me parece que siento el gusto y el olor del té recocido con azúcar negra”.
Recuerda en otro pasaje: “Nos habían dado matze para cuatro días, por lo que una delegación viajó a Villaguay y regresó al otro día en el tren con 5 bolsas de harina. De inmediato, al primer día hábil de la semana de Pésaj, jal-amoed, o mejor dicho la noche antes, calentaron y amasaron con palos improvisados. Una espuela de bota que se quitó un peón sirvió para cortar las hojas”.
Cuenta una travesura que hizo con otros compañeros: “Yo sí que tomé clandestinamente un vaso de leche. Un día nos juntamos tres muchachos y fuimos por una senda a una casita, de la que habíamos oído que convidaban con leche a los visitantes. Fuimos repitiendo todo el camino la palabra leche para no olvidarnos. Llegamos, el más grande de nosotros dijo –leche-, largaron una carcajada y nos dieron un vaso de leche a cada uno. Como no sabíamos cómo decir gracias, hicimos una reverencia en señal de agradecimiento. Y hubo más carcajadas” (13).
Notas
1 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op. cit.
2 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.
3 Ochoa de Eguileor, Jorge y Valdés, Edmundo: Donde durmieron nuestros abuelos. Los Hoteles de Inmigrantes de la Ciudad de Buenos Aires. Centro Internacional para la Conservación del Patrimonio Argentino.
4 León, Luis: “Chacarita. Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires, www.sefaraires.datafull.com, N° 2, Junio de 2002.
5 Korovsky, Santiago: “Esperanza”, en “Bienvenidos al concurso literario 1997. El Jardín de la Esquina/ Aequalis/ Buenos Aires/ Argentina.
6 Nowak, Pablo: en audiovisual del Hotel de Inmigrantes, citado en un panel en el Hotel en 2000.
7 Arias, José: “Disqueprensa” en La Prensa, Buenos Aires, 1998.
8 Joan, Teresa: Libro de visitas del Hotel de Inmigrantes, 2002.
9 Markic, Mario: “En el camino”, TN, 12 de septiembre de 2002.
10 Di Stéfano, Horacio: “El Hotel de Inmigrantes: albergue para la nostalgia...”, en TANGO SHOW El lugar del Tango en internet. 1999.
11 Limirosky, Sergio: “Y entonces llegaron Ellos”, en La Prensa, 17 de octubre de 1999.
12 Argerich, John: “Los grandimbento deste mundo –sic- (Dónde se habla de tarro e inspiración)”, en www.amasijo.com.
13 Chajchir, Mauricio: op. cit.
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En el conventillo
Según lo que comían, Santiago de Estrada podía reconocer la procedencia de los habitantes de los conventillos: “Encienden carbón en la puerta de sus celdillas los que comen pucheros: esos son americanos. Algunos comen legumbres crudas, queso y pan: esos son los piamonteses y genoveses. Otros comen tocino y pan: esos son los asturianos y gallegos. El conventillo es el reino de la ensalada cruda” (1).
En La isla se expande, de Carolina de Grinbaum, la pequeña protagonista evoca sus sensaciones ante la comida de una familia italiana: “Mi olfato hambriento extendía los tentáculos a fin de transferir los perfumes de la comida cercana, hasta mi desabrido plato. Escudriñaba las sopas que deglutían, el caldo sustancioso rumoreante como las olas del mar, los enormes fideos dedalito que flotaban como infinidad de barcos veleros, el abundante queso rallado, que esparcían como lluvia generosa –esa lluvia que deja un olor feliz sobre las tierras secas“.
También habla de la judeo-polaca, quien “En un afán constante por tratar de alimentar y alegrar a la familia, la señora Matilde –ése era su nombre- pasaba largas horas dentro de la cocina, manipulando ollas y sartenes de las que finalmente extraía los mejores manjares elaborados a la manera europea” (2).
El protagonista de un cuento de Korovsky, en un conventillo de La Boca, “Al mediodía bajaba a otro cuartito, donde había unas quince personas más, y comía lentejas en platos sucios, al igual que la cena” (3).
La arqueología nos ha proporcionado recientemente datos acerca de la alimentación de los inmigrantes de clase baja: “Schavelzon asegura que en una excavación en lo que era un conventillo, en las calles Defensa y San Lorenzo, descubrieron una gran diversidad alimentaria que, en teoría, tenía que ver con los inmigrantes de distinto origen que lo habitaban. ‘Comían cuises, avestruces y lagartos’, informa. Y no tanta carne vacuna: muchas de las vacas eran salvajes y su carne, muy dura” (4).
Notas
1 Estrada, Santiago: Viajes y otras páginas literarias. 1889. Citado por Jorge Páez en El conventillo, Buenos Aires, CEAL, 1970.
2 Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.
3 Korovsky, Santiago: op. cit.
4 S/F: “Basureros del pasado”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 9 de enero de 2000.
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En los barrios
Ya centenaria, María Luisa Cuccetti, hija de un músico genovés inmigrante, recordó en una entrevista la alimentación de sus primeros años. En La Boca, “los cumpleaños se festejaban con pastelitos y chocolate caliente. Y todo se hacía en casa, lo que más se comía era risotto. Eso sí, el mejor paseo era ir de noche al puerto a comer castañas calentitas...” (1). Un plato inmigrante es evocado por Marina Gambier, a propósito de una muestra pictórica inspirada en ese barrio. Acerca de los cuadros dice: “Ellos nos traen al presente esos conventillos con la ropa secándose al viento, las grúas de carbón, y la alegría de los marineros genoveses comiendo tallarines y cantándole al paese desde una típica cantina del puerto” (2). Estas imágenes nos remiten al libro La Boca del Riachuelo, donde Orlando Barone expresa: “Pienso que la Boca captura parte de la identidad porteña porque Buenos Aires siempre estuvo más cercana a la inmigración que a lo nativo” (3).
“Luca Filiziu tiene 82 años y es uno de los primeros inmigrantes italianos que a mediados de siglo pasado trajo al país esa costumbre gastronómica que para los nativos resultaba extraña. Ahora ha vuelto a despuntar el vicio: a falta de quinta, cría caracoles en el balcón de su departamento, en el barrio de Constitución. ‘En la Argentina tenemos que buscar los platos con nuestro propio estilo’, dice, mientras saca del horno una fuente con brochettes de caracoles envueltos en panceta y otra con lumaches (como se denominan en italiano) en salsa picante” (4).
Los abuelos de la poeta Griselda García eran calabreses. La nieta evoca en un poema los alimentos que cocinaba la italiana: “mi abuela preparando conservas/ de casi cualquier cosa que crezca/ en la tierra del fondo;/(...) mi abuela obligándonos a terminar el plato,/ haciendo bocaditos fritos con las sobras porque/ ‘ustedes por suerte no conocen lo que es la guerra, el hambre...’;/ (...) secando en grandes fuentes/ aceitunas, tomates, maníes,/ y otros comestibles que se vendan baratos por kilo;”. El abuelo, por su parte, cuidaba los sembrados y criaba conejos (5).
Elizabeth Dellaguerra, nacida en Calabria en 1899, manifiesta: “Lo que no me gustaba de acá era la leche y el pan, porque la leche es de vaca y la que tomábamos en Italia era de chiva. Pasaba el lechero con su carro tirado por caballos. Al pan le encontraba otro gusto, pero después me acostumbré. (...) El mate me gusta, pero no tomarlo en la calle” (6).
La hija del gallego Joaquín González cuenta que a los inmigrantes de esa procedencia “Les gustaba comer jamón, tomar buenos vinos”. De esa tierra –afirma Claudio Savoia- llegaban manzanillas y bacalao (7).
Y desde la Argentina, durante la Guerra Civil, se enviaban encomiendas. Los familiares de Gladys Onega, como tantos otros inmigrantes “respondían con la acción: armaban, envolvían en lienzo, rotulaban con grueso tinta espesa, ataban con cuerdas, lacraban con sellos y aseguraban con sunchos los paquetes de ropas de abrigo y de alimentos que cruzaban el mar y quién sabe cuándo llegarían y si llegarían hasta a pena. La familia esperaba, y para protegerla acudían a Dios y al diablo”. Los niños participaban en los envíos: “Los chicos también éramos leales y creíamos que ayudábamos juntando papel plateado de cigarrillos, chocolate y chocolatines, que despegábamos del papel blanco que lleva adherido y con el que íbamos haciendo bolas de papel de plomo que mandábamos a Negrín para que hiciera las balas para la República” (8).
Como agradecimiento por las encomiendas de ropa usada que enviaban durante la contienda, mis abuelos paternos recibían chorizos da terra que atravesaban el Atlántico en latas vacías de dulce de batata. Para algún festejo importante, como un casamiento, ellos compraban grandes cantidades de ciruelas, que llenaban un fuentón, y ponían a enfriar el vino en odres, cubiertos con trapos húmedos. Su comida cotidiana consistía en puchero, nabizas, asado con papas, que mi abuela –al igual que sus vecinas- hacía cocinar en el horno de la panadería, y de postre, budín de pan. Desayunaban tazones de café con leche acompañados por pan con manteca y azúcar. Los días de fiesta, ensaimada. Ya anciana, mi abuela nos convidaba mate cuando la visitábamos, pero nadie recuerda a partir de qué fecha adquirió esa costumbre, y si lo hacía en vida del abuelo.
El cumpleaños de uno de los personajes gallegos de Vázquez-Rial coincide con el día de Navidad. El autor de Frontera sur describe los manjares que degustarán los invitados: “Las mujeres pusieron las mesas en el último patio, emparrado, de obligado tránsito para quien pretendiera ir de la casa, a la que se entraba por el oeste, desde la calle Pichincha, a la cuadra, abierta al sur, a Garay. Al anochecer, los blanquísimos manteles quedaron sepultados bajo fuentes y más fuentes en que lucían el jamón, las almejas, el pavo fiambre, los ahumados, el lechón adobado, el bacalao o el pulpo con pimentón leonés y aceite de uva del país, espeso y de aroma salvaje. Aparte colocaron las galletas, los turrones partidos y las nueces peladas. Vinos y sidras se enfriaban en tinas de agua. Todo aquello había llegado en un carro del Almacén Buenos Aires, tienda de vinos, licores y comestibles importados de ultramar, que Giacomo Zappa había fundado quince años atrás en Artes y Cuyo”.
Otro de los personajes, un pequeño gallego, compara ese espectáculo con el de su propio cumpleaños: “Ramón, sentado en el tercer peldaño de una escalera que llevaba del piso de baldosas rojas a los techos, asistió azorado al desembarco de aquellas riquezas. No recordaba haber visto, y de hecho no había visto, nada semejante en toda su corta vida. De hacía poco, del anterior 2 de noviembre, era la más lujosa de sus memorias, la del festejo de su propio cumpleaños, el sexto, en un puesto rural próximo a Durazno, en la Banda Oriental, donde amigos de Roque habían asado un costillar de ternera” (9).
En la fonda, Manuel Londeiro -personaje de Hacer la América, de Pedro Orgambide- “pide pan y tocino. Después, una sopa con carne, porotos y papas. Se promete ir al almacén de su primo, y firmar una letra, un documento, lo que sea a cambio del dinero para los pasajes. Si comes tanto no podrás ahorrar, dice su primo, si sólo piensas en comer, si El pan de Manuel Londeiro no llega a la boca. Lo coloca en un pañuelo y lo anuda. Ya tiene su cena” (10).
Petra, una de las “ingratas” de Guadalupe Henestrosa empleada como cocinera en una pensión, no soportaba que criticaran sus comidas: “El minestrón era la principal fuente de conflictos: los italianos aseguraban que la española era incapaz de captar la naturaleza sutil de la sopa de verduras y que cortaba la zanahoria en rodajas demasiado gruesas. Petra no iba a soportar esas críticas. Ante la menor queja retiraba los platos con el gesto desairado de un artista incomprendido y los inconformes se quedaban con la cuchara suspendida en el aire y sin caldo donde sumergirla. La patrona hacía caso omiso de los desplantes de la cocinera: por su guiso de lentejas hubiera soportado cualquier humillación” (11).
En casa de María Rosa Lojo, hija de un gallego y una madrileña, se consumían alimentos que resultaban extraños para los chicos con los que ella se relacionaba, los cuales consumían, a su vez, alimentos que rara vez se veían en casa de estos españoles: “También los sabores, los gozos de la comida, se conformaron y se acuñaron fuera de los hábitos de la cocina argentina moderna. Para mí eran absolutamente familiares los pulpos y los langostinos, los calamares, los camarones y mejillones ajenos a los hábitos de las pampas, y que más bien horrorizaban con sus valvas, sus tintas y sus viscosos tentáculos a la mayoría de mis compañeras de escuela. En cambio, durante la infancia y adolescencia consideré como elementos exóticos las pastas y la pizza –‘clásicos’ para un recetario argentino, definido por su neta hibridez ítalo-criolla-. Mi familia consintió únicamente en incorporar el asado. Otros platos locales, compartidos por ambas cocinas, provenían del más antiguo fondo hispánico colonial: el puchero (versión vernácula del ‘cocido’), las natillas, el arroz con leche aromado con canela. Mis padres se resistieron tenazmente al mate, símbolo supremo de argentinidad que también hubiera representado para ellos –creo- un supremo renunciamiento” (12).
En la Argentina, quien quiera comer la auténtica “Torta para el Apóstol”, encontrará la receta en Viajero Celta (13).
Manuel Corral Vide llamó Morriña a su restorán, nombre que nos habla sin duda del sentimiento que aúna a chef y comensales: “A través de Morriña (palabra entrañable para nosotros) el nombre de Galicia llega a miles de personas que, sin ser gallegas, se interiorizaron de las características de nuestra cocina, lo peculiar de nuestras tradiciones y nuestra milenaria cultura. En cuanto a los paisanos, me consta que se enorgullecen de tanta difusión” (14). El publica sus recetas en Galicia en el mundo; en una de las entregas de “Cocina gallega”, leemos: “En Buenos Aires, siempre que se podía en casa, nos agasajábamos con una buena paella en la que difícilmente faltaba el conejo (mi abuela los criaba en nuestros primeros años en la Argentina)” (15).
Las recetas de los cocineros de los restaurantes españoles más típicos de Buenos Aires son desarrolladas por Blanca Cotta, en los quince manuales que integran el Gran Libro Clarín de la Cocina Española (16).
En España, un gallego que retornó sin haber podido “hacer la América” encontró en los manjares argentinos un medio de vida. Lo cuenta Norma Morandini: “como la patria es la infancia, el tiempo se evoca con los sabores que se perdieron. En una pastelería de la calle Menéndez y Pelayo, cerca de la plaza Cavia, se forma una fila para comprar. Un pequeño negocio donde se pueden conseguir medialunas, tarta de acelga, yerba, vinos argentinos y esa delicia que se arma como exclusividad nuestra, los sandwiches de miga. (...) lejos de lo que podría pensarse, el negocio no pertenece a ningún argentino. Su dueño, un gallego que vivió veinte años en la Argentina, al regresar encontró la prosperidad que le fue esquiva como inmigrante. Gracias a los sabores que se trajo del Río de la Plata, su negocio crece cada día” (17).
“Mi abuela –relata la protagonista de Músicos y relojeros, de Alicia Steimberg-, conocía el secreto de la vida eterna. Consistía en un conjunto de reglas tan simples, que era increíble que nadie más que ella las conociera y las practicara. A veces nosotros participábamos del ritual, asegurándonos así, si no una inmortalidad completa, por lo menos una buena dosis de inmortalidad. Una de las ceremonias de ese culto consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de la cocción, y rociadas con el jugo de dos limones grandes. En la forma más perfecta de esta práctica las acelgas se hervían debajo de un limonero. Una vez listas, se hacía una incisión en dos limones que colgaran del árbol sobre la olla, para que el jugo que cayera sobre las acelgas conservara intactas sus vitaminas. Así se evitaba ‘comer cadáveres‘ " (18).
En “Corrientes esquina gueto”, Manuela Fingueret evoca las comidas de su colectividad: “Cada quien/ con las voces del mercado/ recién llegado de Varsovia/ pepinos en vinagre/ o el buzón de la esquina// Una tierra prometida/ untada sobre pan Goldstein/ entre pastrom caliente/ y el mar rojo atravesado/ por Corrientes/ o por Serrano/ a la espera de Moisés/ que no sabe idish/ para descifrar los mandamientos” (19).
Carlos Szwarcer se refiere a los manjares que se ofrecían en el Café Izmir, donde los clientes “se deleitaban con un buen mezé (especie de picadita de platitos típicos: queso blanco, aceitunas, rabanitos, pepinos, huevo duro, etc.), que ayudaba a incorporar más dignamente en el organismo los “vapores etílicos’ diversos. El humo permanente del salón se espesaba cuando en la pequeña parrilla de la cocina se asaban trozos de carne, a veces picada para su justa cocción, que hacían girar lentamente en unos pinches metálicos. Colocaban un par de esas albóndigas, acompañadas por un menjunje parecido a una ensalada dentro de un pan árabe (pita) cortado al medio. El shishe como llamaban a ese delicioso sandwich, era saboreado con un invariable ritual de malabares para no mancharse la ropa con el jugo que se escapaba por los costados del pan” (20).
Szwarcer cuenta que una familia española había aprendido de los turcos una receta: “Pepe cuenta que su ‘hermano trabajaba en la pollería de la calle Gurruchaga, pelaba pollos y mi mamá me mandaba a comprar allá. Los huevos rotos los vendían más baratos y yo iba con una ‘lechera’ y le decía a Gallizy - el dueño del local - ‘Hola, don Juan, dice mi mamá si me puede dar una docena de huevos rotos’. Y él me contestaba ‘Sí, claro, andá, decile al Cholo’. Y yo le decía a mi hermano, que se iba al fondo, agarraba los huevos sanos, los golpeaba y los tiraba a la lechera, pero en vez de 12 tiraba como 50 huevos y cuando salía yo le decía ‘Dice mi hermano que ya está don Juan’. ‘A ver, qué te voy a cobrar si están todos rotos’ y no me cobraba nada’. Con el rostro encendido y nostálgico por el recuerdo de esa artimaña Don Pepe continúa: ‘Y mi mamá pisaba todo, con cáscara y los colaba y hacía una masita que le enseñaron los turcos (sefaradíes), que le llamaban ‘pan esponyado’, pan de España, después con lo que le quedaba le agregaba un poco de harina y estiraba la masa con una cuchara y se hacía como un huevo frito y hacía unas masitas: ‘Mulupitas’ y llevaba la fuente a la panadería para que se la hornearan. Aprendimos de los turcos... comíamos a cuturadas’.(3). Ríe a carcajadas” (21).
En su cuento “Chacarita. Vísperas de Pésaj”, Luis León escribe: “La matzá no resultó buena y los huevos que consiguió eran escasos, la vajilla estaba aún contaminada por la harina de los boios” (22).
Máximo Yagupsky explica “por qué los judíos comen el guefilte fish, y sobre todo, los sábados. El sábado es un día de reposo, de regocijo familiar, de solaz espiritual, con cantos de amor a la mujer y a la prolongación familiar. Se espera, entonces, que Dios bendiga el matrimonio con promesas de reproducción. Y el pescado es uno de los seres vivos que más se reproducen. Comer guefilte fish significa nuestro deseo de que haya una prolongación de la especie. ¡Esto es muy hermoso! De modo que cada costumbre judía tiene su sentido, su simbolismo, y hacer el pescado picado tiene también su candoroso significado: que se multiplique la prole, la gente menuda en el hogar” (23).
Relata Eduardo Bedrossian que, entre los armenios, “El sarmá en cualquier lugar, con trigo o con arroz, es una comida exquisita. Pero siempre con hojas de parra, no con hoja de acelga o repollo como lo hacen algunas. Eso no sirve. No tiene gusto”. Les gusta también “el dolmá, los zapallitos largos rellenos con carne picada, arroz, tomate y cebolla”, el “pollo con pilav, los fideos tostados con arroz”, el “koftá (carne picada mezclada con trigo y nueces)” y el “dirán, el yogurt aguado” (24).
En La noche que me quieras, Jorge Torres Zavaleta evoca la intolerancia criolla ante los diferentes paladares. De “los gringos y los ingleses” afirma el narrador que eran “unos animales” porque arrimaban “hacia un costado del plato los restos del dulce de leche” porque no les gustaba. Eso era vivido por el hombre como una verdadera “falta de educación” (25).
La confluencia de inmigrantes de distinta procedencia y de criollos permite que confraternicen y que conozcan sus cocinas típicas. En una calle porteña vivió doña Catalina, la madre de Miriam Becker. En una sentida evocación que escribe poco después de la muerte de la rumana, comenta que la anciana “De sus vecinos -españoles, italianos, argentinos del interior-, había descubierto que el mejor arroz con pollo lo hacía doña María, la gallega, pero sin panceta; lo rico que eran el grelo, la nabiza y la achicoria como los preparaban los Brunetta –los italianos saben comer verduras-, y que las empanadas con la carne cortada a cuchillo de doña Pepa eran mejores que con la picada común” (26).
Muy distinto es lo que, acerca de la crisis del 30, manifiesta Bernardo Kordon: "Recuerdo a los desocupados de entonces. En Palermo -nuestro barrio- pedían comida casa por casa. Esos pobres polacos volvían al mismo puerto adonde habían llegado esperanzados. Ahora lo hacían provistos de un tachito y un cordel, y a modo de pacientes pescadores lo dejaban caer sobre un remolcador o una barcaza y esperaban que los cocineros u otros tripulantes depositaran allí los restos de comida. Cuando eso ocurría, el filántropo de turno sacudía el cordel, por si el desocupado se había quedado dormido en la espera. Los llamábamos cirujas o crotos. (...) la policía montada organizaba razzias y los embarcaban en trenes cargueros que los llevaban al Norte" (27).
Notas
1 Muzi, Carolina: “El siglo que yo vi”, en Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.
2 Gambier, Marina: “La Boca. Un barrio en color”, en La Nación Revista, 4 de agosto de 2002.
3 Barone, Orlando y Shakespeare, Raúl: La Boca del Riachuelo.
4 S/F: “La estrategia del caracol”, en Página 12, 25 de agosto de 2002.
5 García, Griselda: poema inédito.
6 Barbiero, Daniel: “La abuela que superó al Magiclick”, en El Barrio Periódico de Noticias, Buenos Aires, Agosto de 2003.
7 Savoia, Claudio: “El equipaje de los sueños”, en Clarín, Buenos Aires, 14 de enero de 2000.
8 Onega, Gladys: op. cit.
9 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
10 Orgambide, Pedro: Hacer la América. Buenos Aires, Bruguera, 1984, pág.20.
11 Henestrosa, María: Las ingratas. Buenos Aires, Clarín-Alfaguara, 2002.
12 Lojo, María Rosa. “Mínima autobiografía de una ‘exiliada hija’ “, en Sitio al margen. Noviembre de 2002.
13 S/F: “Torta para el apóstol”, en Viajero Celta, Año I, N° 9. Buenos Aires, Julio de 1996.
14 Corral Vide, Manuel: “Cocina gallega”, en Galicia en el mundo, Edición Mercosur. Buenos Aires, 3-9 de septiembre de 2001.
15 Corral Vide, Manuel: “Cocina gallega”, en Galicia en el mundo, Edición Mercosur. Buenos Aires, 14-20 de febrero de 2000.
16 Cotta, Blanca. Buenos Aires, Clarín, 2002.
17 Morandini, Norma: “Tierra de exilio”, en Clarín, Buenos Aires, 25 de febrero de 2001.
18 Steimberg, Alicia: Músicos y relojeros. Buenos Aires, CEAL, 1983 (Capítulo, Vol. 191)
19 Fingueret, Manuela: “Corrientes esquina gueto”, en Esquinas. Catálogos. Buenos Aires, 2001.
20 Szwarcer, Carlos: “El Café Izmir”, en Todo es Historia. Nº 422. Buenos Aires, Setiembre de 2002.
21 Szwarcer, Carlos: “Hechizo Sefaradí”, en SEFARaires, Nº18, Octubre de 2003.
22 León, Luis: op. cit.
23 Diament, Mario: Conversaciones con un judío. Buenos Aires, Editorial Fraterna, 1986.
24 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor, 1998.
25 Torres Zavaleta, Jorge: El día que me quieras. Buenos Aires, Planeta, 2000.
26 Becker, Miriam: “La última idische mame”, en La Nación Revista, 23 de marzo de 1997.
27 Kordon, Bernardo: "Villa Desocupación", en " 'Mishiadura' y mafia 1930-1943", volumen que integra la colección Nuestro Siglo - Historia de la Argentina, dirigida por Félix Luna. Buenos Aires, Crónica, 1992.
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En el interior
Pero no debe pensarse que todos comían bien en nuestro país. Los colonos, al principio, se alimentaron no con lo que acostumbraban en sus países de origen, sino con lo que había.
Los judíos tuvieron que comer galleta dura mojada para ablandarla (1).
Los polacos que se dirigieron a la recién fundada Colonia de Apóstoles “debieron esperar dos años para poder comer pan, ya que las hormigas y los carpinchos diezmaban los plantíos de maíz. Se alimentaban principalmente con mandioca, porotos, batata y aprovechaban la abundancia de animales silvestres que les proveían de carne” (2).
En El árbol de la gitana, Alicia Dujovne Ortiz se refiere a la alimentación de los rusos en el litoral: “La película de don Carlos Dujovne comenzaba en una pampa ilimitada donde, sola y perdida, aparecía una casita de ladrillo con las ventanas cubiertas de enrejado y un horno de barro a la intemperie. El rulito de humo se levantaba hasta chocarse con las nubes, pero no era Fata Morgana sino Colonia Carmel, en Entre Ríos. De pie junto al horno, Carlos y su hermano Saúl miraban a la madre que pintaba los panes con una pluma untada en yema de huevo. Los niños esperaban los quemados. Sara los sacaba del horno y se los tendía tristemente sin dejar de decir, como si fuera necesario: ‘coman’ “. Era una orden. Al oírla, un hambre antigua les mordía los jóvenes estómagos, un hambre que pesaba en la conciencia, un hambre trascendente” (3).
José Wanza recuerda, en 1891, que en el Hotel de Inmigrantes de Tucumán, al que arribaron hombres mujeres y niños después de haber viajado cuarenta y dos horas desde Buenos Aires, les dieron “pan por toda comida”. Al llegar a la chacra en la que trabajarían, cada uno recibió “una media libra de carne”; “hacían 58 horas que nadie de nosotros había probado un bocado caliente”. En la chacra, “la manutención consiste en puchero y maíz, y no alcanza para apaciguar el hambre de un hombre que trabaja”. La comida es razón suficiente para emplearse: “Hay tantísima gente aquí en busca de trabajo, que vegetan en miseria y hambre, que por el puchero no más se ofrecen a trabajar” (4).
Décadas más tarde, Magdalena, uno de los personajes chaqueños de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria, disfruta de la prosperidad. Se interesa por los platos de diferentes colectividades y, cuando los cocina, es digna de elogios: "Todas cosas judías, deliciosas, bien condimentadas. Arenque ahumado, y unos blintzes, madre mía, para chuparse los dedos. Y no solamente judías porque también hacía unas paellas que te dejaban de cama. Y no te cuento las mermeladas que preparaba: de rosa mosqueta, de grosellas, de granadas, de higos. O las ravioladas con salsa a la bolognesa o la Príncipe di Nápoli, mamma mía. También hacía unos guisos carreros que le enseñó tu papá, muy delicados, porque tenían las dosis exactas de hierbas, especias exótica, pizcas de esto y de lo otro, todo hecho con amor, el morfi con amor es otra cosa” (5).
En Mendoza, los Bianchi se las ingeniaban para procurarse sustento: “Lo que más motivaba la admiración de Valentín hacia su mujer era cuando, durante el crudo invierno, ella se dedicaba a cazar pajaritos con su viejo rifle de municiones. Colocaba maíz mojado en el patio, frente a la puerta de la cocina, y mientras preparaba el almuerzo, las pequeñas avecillas se aglomeraban ansiosas por comer el alimento que asomaba entre la nieve. Entonces Elsa, de un solo disparo, hacía una buena cacería. Enseguida, con la ayuda de sus pequeños Bibi y Nino, limpiaban las presas obtenidas. Luego doña Teresa se dedicaba a la preparación de una exquisita polenta con pajaritos, que era la delicia de toda la familia” (6). Nino retiraba de los nidos pichones de paloma y gorrión, cazaba cuises y pescaba: Sobre los cuises o conejos de cerco, escribe, décadas más tarde: “Mi madre o la tía ‘Neta’, complacientes, solían prepararlos a la cacerola, que nosotros saboreábamos con deleite por el sólo hecho de saber que era producto de nuestras sacrificadas cacerías”. Los puesteros convidaban al niño con carne de quirquincho y preparaban “empanadas de carne de león”, a las que atribuían propiedades curativas (7).
Vittorio Petrei, se refiere a la alimentación de los inmigrantes en Jesús María, en una carta enviada en 1878: “Nosotros estamos seguros de ganar dinero y no hay que tener miedo a dejar la polenta que aquí se come buena carne, buen pan y buenas palomas. Los señorones de allá decían que en América se encuentran bestias feroces: las bestias están en Italia y son esos señores” (8).
Miguel Sánchez Romera, chef y neurólogo “nacido en la Córdoba argentina de padres inmigrantes españoles, y residente en Barcelona” (9), evocó en un reportaje las recetas de su madre murciana (10).
“Entre fines del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, la pampa se convertiría en ‘pampa gringa’, y la influencia de la cocina italiana prevalecerá en todo el área: pastas, ensaladas crudas, aceite, vegetales y fruta. Las pastas favoritas en pueblos y colonias serán los ravioles, tallarines, ñoquis, polenta, lasagna, capellettis, agnolottis –platos de los domingos y días festivos-, todas matizadas con enormes trozos de carne estofada. El relleno de los ravioles incluía, además de la espinaca,, seso, pollo y salchicha. De la tradición hispano-criolla se mantiene el puchero, un trozo de carne vacuna hervida con el agregado de zapallo, choclo, papas, etc. Las proteínas, vitaminas e hidratos de carbonos así como las grasas se combinan en este plato apto para las tareas pesadas” (11).
La familia del ucranio David Rotstein se estableció en La Pampa. Sus descendientes recuerdan que “David contaba historias de ‘banquetes’ en que se compartía un pan frotado con ajo o los gajos de una naranja” (12).
Escribe Girolamo Bonesso, en Colonia Esperanza, en 1888: “Aquí, del más rico al más pobre, todos viven de carne, pan y minestra todos los días, y los días de fiesta todos beben alegremente y hasta el más pobre tiene cincuenta liras en el bolsillo. Nadie se descubre delante de los ricos y se puede hablar con cualquiera. Son muy afables y repetuosos, y tienen mejor corazón que ciertos canallas de Italia. A mi parecer, es bueno emigrar” (13).
En Rosario, Luis Fehér, inmigrante húngaro judío, asiste incómodo al refrigerio de su familia política: “Era muy común que los Temesvari se juntasen los domingos para ir al cine, y que a Luis se lo incluyera en el programa como uno más de ellos. Protegidos por la oscuridad de la sala, la madre de Betty sacaba a relucir sandwiches del más oloroso bursh judío, cargados de pimientos y tomates, los que acompañaba con una limonada casera llevada en sendos termos, y que repartía equitativamente entre todos. Luis, con costumbres más refinadas y menos expansivas, se sentía un poco avergonzado y trataba de evitar estos eventos” (14).
Gladys Onega, santafesina hija de un gallego y una criolla, cuenta: “Mi madre no sabía nada de la cocina gallega pero, ante nuestra insistencia, había aprendido a hacer fillohas, delgadísimos discos de harina y huevo cocinados en la sartén con una cucharadita de manteca, que comíamos espolvoreados con azúcar” (15).
En las colonias alemanas del Volga, “otro aspecto que resistió airosamente el paso del tiempo, pero en este caso sólo en el ámbito rural, fue el de las comidas tradicionales. Por fuerza, al ser las mujeres sus custodias principales, no se ha conservado mayormente la tradición culinaria en las grandes ciudades y todo parece indicar que, en el campo, se asiste a sus últimas manifestaciones. Lo complejo de su preparación y las características de los ingredientes van transformando esas comidas en excepcionales” (16).
En la provincia de Buenos Aires, también se encontraban excelentes cocineras. Una de ellas sumaba a su habilidad culinaria, los dotes para la caza. Nos referimos a otra anciana centenaria, Margarita Marc de Soto, hija de franceses afincados en Alberdi, acerca de quien escribe Carolina Muzi: “La cocina fue una constante en su vida y las perdices en escabeche, una de las especialidades más celebradas por familiares y amigos. Pero Margarita no sólo las cocinaba: también las cazaba" (17).
Hugo Nario describe, en un estudio sobre los picapedreros de Tandil, una de las comidas de los inmigrantes: “Algunos de los pobladores más antiguos que entrevisté, recordaban que la hora del desayuno (generalmente mate cocido con leche, galleta y queso) era anunciada por un empleado de la cantera que recorría sus inmediaciones tocando un largo cuerno. Al toque de cuerno los chicos dejaban sus juegos y se congregaban tras quien lo portaba, en una extraña procesión que se repitió diariamente mientras se mantuvo aquella relación de dependencia” (18).
En Bahía Blanca se conservan algunas tradiciones españolas. En La pradera de los asfódelos, de Rubén Benítez, dice uno de los personajes: “Doña Lorenza la convidaba con rosquillas fritas. Unas rosquillas iguales a las que hacía mi madre en mi pueblo, en España. Doña Lorenza era de Villar del Ciervo, un pueblito vecino al nuestro. ¡Qué hermosas rosquillas! ¡Riquísimas!” (19).
Aún hoy perviven las recetas de la abuela. En su restorán marplatense, los hermanos Morales hacen la empanada gallega tal como la hacía Manuela Eiras en Padrón, según la receta que trajeron de La Coruña hace cuarenta y tres años (20). En Las recetas de nuestras abuelas (21), Luján Casaubon e Isabel Chiodo de Perren, “Dos fanáticas de la buena mesa rescatan recetas de los cuadernos de sus abuelas. Se trata de exquisitas preparaciones, de origen francés, italiano, español o argentino, que se saboreaban en nuestro país desde fines del 1800, y que se disfrutan todavía hoy” (22).
En Villa Elisa vive la portuguesa Zulmira Rosa Alves: “Uno de los primeros cambios fue justamente en la dieta ya que pasó de ser a base de pescados y frutos de mar a ser ahora compuesta en su mayoría por frutas y hortalizas. La carne era de muy mala calidad por lo que la mayoría de las familias criaba animales de granja para sacrificarlos y comer. Zulmira no recuerda mucho los postres que comía en los primeros tiempos. Quizás el olvido se deba a que en los tiempos difíciles elaborar un postre era algo que no se hacía habitualmente en una familia de inmigrantes de clase media baja. ‘lo que si recuerdo es estar ayudando a mi madre a hacer las areias que son unos bocaditos dulces para la merienda’. (...) si bien no es un postre tradicional es una masita dulce que se come por las tardes con el mate o con el te. Hablando del mate Zulmira nos contó que al principio le parecía una costumbre muy extraña y no le gustaba, pero sin embargo nos dijo que el mate cocido sí le gustó. (...) ‘El trabajo me quitaba mucho tiempo para atender a mis hijos pero siempre encontraba tiempo para cocinar cosas ricas para ellos. A través de las comidas les relataba historias de mi pueblo para que conozcan mi pasado. Muchas veces no me escuchaban pero si lo hacían cuando les hacía sus comidas preferidas’. En ese entonces ya eran comunes las heladeras y la calidad de la carne había mejorado notablemente. Al ya no tener quinta los productos frescos como las frutas, verduras y huevos se compraban en el mercado y la leche y quesos eran traídos por el lechero todas las mañanas” (23).
En la Patagonia –destacan Alvarez y Pinotti- “El intercambio con los primeros europeos ha quedado registrado abundantemente, sobre todo en San Julián, en épocas tempranas, así como en Carmen de Patagones, Río Gallegos y Punta Arenas. Desde 1860 se difunde el consumo de yerba, azúcar, farináceos, tabaco, bebidas alcohólicas –con consecuencias catastróficas para el futuro de los diversos grupos-. En nuestros días se continúa denominando ‘vicios’ a los insumos traídos por los blancos” (24).
A Bariloche llegaron, provenientes del Cantón de Valais, en Suiza, los hermanos Félix, Camilo y María Goye, después de vivir diez años en Chile, donde conocieron una comida araucana: “Allí conocieron el curanto y allí aprendieron a hacerlo. (...) Jorge Rubén Nielsen, al que todos llaman ‘el gringo’, es hijo de una Goye. Es uno de los encargados de preparar el curanto con todos los detalles que hacen de esta forma de cocinar una ceremonia” (25).
“El curanto –explican Alvarez y Pinotti-es una forma tradicional de preparación de la carne entre los araucanos chilenos, y que del lado argentino se repite especialmente durante las ceremonias. El curanto es tanto el sistema de cocción como la comida; no es exclusivo de los mapuches, ya que desde México al sur, muchos pueblos utilizaron el mismo sistema. Un curanto se realiza cuando son muchas las personas que van a comer” (26).
Notas
1 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.
2 Folleto del Museo Histórico Juan Szychowski, Apóstoles, Misiones.
3 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997.
4 Wanza, José: “Carta de un inmigrante” (a) El Obrero; Nº 36, del 26/9/1891. Tomado de: José Panettieri, Los Trabajadores. Biblioteca argentina fundamental. Serie complementaria: Sociedad y Cultura/18. Centro Editor América Latina. 1982. Págs.101a 104. En www.clarin.com.ar.
5 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
6 Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, edición del autor, 1987.
7 Bianchi, Alcides J.: Aquellos tiempos... Buenos Aires, Marymar, 1989.
8 Wolf, Ema y Patriarca, Cristina: La gran inmigración. Buenos Aires, Sudamericana, 1991.
9 EFE: “Sánchez Romera da lecciones de Gastronomía en Japón”, en www.noticiasdenavarra.com, 11 de febrero de 2003, Núm. 2407.
10 S/F: “Encefalograma de la gastronomía”, en La Prensa, 14 de mayo de 2000.
11 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op. cit.
12 Rotstein, Enrique y Fabio: “Fanny Dubroff y David Rotstein”, en www.math.bu.edu/people/ horacio/ anc-cast.htm
13 Wolf, Ema y Patriarca, Cristina: op. cit.
14 Weisz, José Martín: ... mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Milá, 2002.
15 Onega, Gladys: op. cit.
16 Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial Tesis/ Instituto Torcuato Di Tella, 1986.
17 Muzi, Carolina: op. cit.
18 Nario, Hugo: “Cortando piedra”, en Todo es historia, N° 178, Marzo de 1982.
19 Benítez, Rubén: La pradera de los asfódelos. Bahía Blanca, Siringa, 1989.
20 En La Capital de Mar del Plata.
21 Casaubon, Luján y Chiodo de Perren, Isabel: Las recetas de nuestras abuelas. Buenos Aires, Grijalbo, 2005.
22 S/F: “Las recetas de nuestras abuelas, Luján Casaubon, Isabel Chiodo de Perren”, en Editorial Sudamericana: Novedades editoriales. Buenos Aires, Diciembre de 2005.
23 Da Conceiçao, Mauro; Euguaras, Mariano; Flibert; Francisco; Marino, Roberto; Sánchez, Julián: “Sabores de una historia”, en www.ciet.org.ar.
24 Alvarez, Marcelo y Pinotti Luisa: op. cit.
25 Palacios, Cynthia: “El curanto revive la tradición araucana”, en La Nación, Buenos Aires, 23 de febrero de 2003.
26 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op. cit.
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En la pobreza o en la abundancia, los inmigrantes mantuvieron la tradición culinaria como una forma más de vincularse a la tierra añorada, de preservar su cultura, y de transmitirla de generación en generación, al tiempo que veían en la cocina nativa un medio para diferenciarse en una sociedad cosmopolita.
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