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En 1910, el nicaragüense Rubén Darío escribió “Canto a la Argentina”, en el que expresa: “¡Argentina, región de la aurora!/ ¡Oh, tierra abierta al sediento/ de libertad y de vida,/ dinámica y creadora!” (1).
Alberto Sarramone, autor de varios libros sobre la historia de la inmigración en nuestro país –algunos de ellos traducidos al francés-, afirma que “La noción exacta y actual de emigración, en general, tiene dos referentes direccionales: emigración en un sentido estricto, cuando se busca significar la salida de personas o grupos de un país o región. Inmigración, noción relacionada con la recepción de población externa en un país o región determinado”, y señala que “ambas tienen su origen en el régimen de libertad instaurado a partir de la revolución francesa, con el reconocimiento de los derechos del hombre y del ciudadano y entre ellos el de emigrar, consagrados en la constitución del 31 de octubre de 1791. Con anterioridad, no se podía hablar de las formas modernas de emigración, que requieren como notas definitorias para la existencia plena del fenómeno, estar en un marco aunque sea imperfecto de libertad” (2).
Ya hemos citado a Marcelo Bazán Lazcano, quien se refiere a la Ley Avellaneda, de 1876, la cual proporciona la definición de inmigrante (3). Pero –afirma Andrew Graham Yooll- algunos europeos no se sentían incluidos en esta definición, ya que “los británicos se negaron tenazmente a ser categorizados como inmigrantes, lo que significaba un descenso en la clase social” (4).
Félix Luna señala que “la política de inmigración que llevaron adelante los gobiernos del Régimen Conservador fue muy amplia y nada discriminatoria. No se pusieron trabas a ningún tipo de inmigración. Incluso Roca, durante su primera presidencia, nombró a un agente especial de inmigración para que intentase desviar hacia la Argentina a la corriente de judíos rusos que huían de los pogroms, generalmente a Estados Unidos. Precisamente en esos últimos años del siglo, empezaron a instalarse algunas colonias de judíos en la ciudad de Buenos Aires. La política era pues muy amplia y, aunque en algún momento hubo voces que se levantaron para protestar contra algún tipo de inmigración que aparentemente no interesaría al país, en ningún momento se sancionaron leyes restrictivas” (5).
En "De políticos, santos y literatos", señala Fernando Sorrentino: "Después del derrocamiento, en 1852, de Juan Manuel de Rosas, se sancionó, el 1º. de mayo de 1853, la Constitución de la Nación Argentina. En el "Preámbulo", los representantes concluyen diciendo que '[…] ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución para la Nación Argentina' tras haber afirmado que lo hacen 'con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino'.
Ahora bien, cuando cualquier culto político argentino de traje y corbata enfrenta una cámara de televisión o pontifica ante un micrófono de radio o se desgañita en una barricada popular, una irresistible fuerza altruista lo impulsa a adoctrinar de este modo a sus oyentes: 'En cuanto a la inmigración, ya se sabe que, según lo estipula nuestra Constitución, la Argentina está abierta a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino'.
Y si, de acuerdo con la versión evangélica latina, San Lucas (2, 14) ha dicho 'Gloria in altissimis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis', el opulento ocioso en cuestión ha metido, velis nolis, al santo entre los constituyentes de 1853, reemplazando el amplio atributo del mundo por el muy restrictivo de buena voluntad.
Este traspié se debe, sin duda, a que -en su versatilidad- los políticos argentinos pueden citar con igual soltura los Evangelios y la Constitución nacional, sin haber leído ni aquéllos ni ésta" (6).
¿Qué sucedió con los inmigrantes que llegaron a la Argentina? ¿Fueron aceptados o rechazados? La actitud que toman no será la misma, según el inmigrante sea anglosajón o italiano y español, y según la clase social a la que pertenezcan nativos y extranjeros. Aún dentro de la clase dirigente hay divergencia: mientras que Cané (7) y Cambaceres (8) alertan sobre el peligro de la inmigración, Ocantos (9) y Zeballos (10) la ven positiva. Los personajes de Fray Mocho entablan con el inmigrante una relación cordial; los criollos de Arias y Burgos lo aborrecen.
Notas
(1) Darío, Rubén: “Canto a la Argentina” (fragmento), en Obras Completas. Buenos Aires, Ediciones Anaconda, 1949. 347 pp.
(2) Sarramone, Alberto: Historia y sociología de la inmigración argentina.
(3) Bazán Lascano, Marcelo: en La Nación, Buenos Aires, 19 de diciembre de 1999.
(4) S/F: “Los ingleses en la Argentina”, en Clarín, Buenos Aires, 18 de diciembre de 2000.
(5) Luna, Félix: Breve historia de los argentinos. Buenos Aires, Planeta, 1995. Investigación gráfica: Graciela García Romero y Felicitas Luna. Fotografías: Graciela García Romero.
(6) Sorrentino, Fernando: "De políticos, santos y literatos", en "El Misionario", El blog de Babab.com, Nº 31, Invierno 2006-2007.
(7) Cané, Miguel: Prosa ligera. Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1919.
(8) Cambaceres, Eugenio: En la sangre: Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
(9) Ocantos, Carlos María: Quilito. Madrid, Hyspamérica, 1984.
(10) Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984.
En el siglo XIX
En 1845, escribió Sarmiento: “¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos? (...) Después de la Europa, hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la América muchos pueblos que están como el argentino, llamados por lo pronto a recibir la población europea que desborda como líquido en un vaso? (...) ¡Oh! Este porvenir no se renuncia así nomás! (...) No se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una misión tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades: ¡las dificultades se vencen, las contradicciones se acaban a fuerza de contradecirlas!” (1).
A criterio de Fernando Sorrentino, “Con la única excepción del gringuito cautivo / que siempre hablaba del barco (pasaje maestro de conmovedora y sobria ternura —II:853-858—), todos los gringos del Martín Fierro (I, 1872; II, 1879) son presentados en situaciones de error, de cobardía, de ridiculez. Es evidente que José Hernández (1834-1886) no sentía la menor simpatía por ellos. El mismo sentimiento muestra seis años antes Estanislao del Campo (1834-1880) en su Fausto (1866). En el diálogo con Anastasio el Pollo, don Laguna no pierde las dos oportunidades que se le presentan para verter expresiones desvalorizadoras hacia dos gringos, uno real y el otro hipotético. Al primero, remiso en pagarle una deuda, lo califica como gringo (...) de embrolla (119); al desconocido ladrón que, en el teatro, le ha robado el puñal a Anastasio, sin dudar lo identifica prejuiciosamente: —Algún gringo como luz / para la uña ha de haber sido (233-234). Estas opiniones de don Laguna, lejos de ser casuales, reflejan el desprecio que los gauchos sentían por los gringos, vocablo que genéricamente incluía a cualquier extranjero no hispanohablante (con la posible salvedad del portugués y del brasileño) y que, por simple acción de mayoritaria presencia, se refería con más frecuencia al italiano” (2).
Eduardo Gutiérrez defendió, en Juan Moreira, al gaucho, que ha quedado desempleado ya que “En la estancia, como en el puesto, prefieren al suyo el trabajo del extranjero, porque el hacendado que tiene peones del país está expuesto a quedarse sin ellos cuando se moviliza la guardia nacional, o cuando son arriados como carneros a una campaña electoral” (3).
María Esther de Miguel evoca, en Un dandy en la corte del rey Alfonso, la actitud de los hombres del 80 ante el aluvión inmigratorio. Se trataba de “una tanda de hombres intelectuales y bien pensantes que pasarían a la historia, según decían, porque se dedicaban a ser diplomáticos, escribir libros interesantes y sacar adelante el país, sobre todo por el esfuerzo de los inmigrantes que habían llegado para ‘laburar’, como decían ellos. Aunque los habían confinado en fábricas, saladeros y conventillos, los pobres se manejaban bien y sacrificadamente, y no pasaría mucho tiempo sin que la mayoría de ellos tuvieran, de acuerdo a los sueños que los habían transportado a América, ‘m’hijo el dotor’ ” (4).
En “Doña Rita Material”, relato de Juan Bautista Alberdi, una mujer se queja de la imparcialidad de un juez: “Mi primo, el alcalde de este barrio, con quien nos hemos criado juntos, uña y carne con Donato, mi marido, que todos los días viene a casa, y muchas veces se queda a comer, a quien no hace tres días le mandé un pastel de choclos, ha tenido alma de sentenciar en contra nuestra, en una demanda que tenemos contra un gringo, ¡y contra un gringo, vea Ud!, por unos espejos que nos vendió muy caros, y se los quisimos devolver a los seis días” (5).
Eugenio Cambaceres dejó en su novela En la sangre testimonio de su repudio a los extranjeros, a quienes veía como una fuerza poderosa y nociva para la nación. Cuando el protagonista busca ascender socialmente, el autor se indigna: “Pero cómo, siendo quien era, iba a atreverse él, con el padre que había tenido, con la madre, una italiana de lo último, una vieja lavandera!” (6).
A partir de la comparación de un pasaje de En la sangre referido al italiano y uno de Sin rumbo referido a un mestizo, afirma Gladys Onega: “Por la confrontación de ambos ejemplos deducimos que la xenofobia fue sólo una de las formas que tomó en la elite el prejuicio racial, siempre en su propia defensa; a un objeto se agregó otro, pero el desprecio por el inmigrante es el mismo que se tuvo hacia el gaucho, en cuanto ambos provocaron sucesivamente la alarma, y resulta evidente que Cambaceres no se preocupa por disimularlo con elegías” (7).
Lucio V. López relata cómo trataba a sus clientas uno de los tenderos criollos: “Si él distinguía que era vasca, francesa, italiana, extranjera, en fin, iniciaba la rebaja, el último precio, el ‘se lo doy por lo que me cuesta’, por el tratamiento de madamita. ¡Oh!, ese madamita lanzado entre 7 y 8 de la mañana, con algunas cuantas palabras de imitación de francés que él sabía balbucir, era irresistible. Durante el día, los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre tú y usted, entre madamita y madama, según la edad de la gringa, como él la llamaba cuando la compradora no caía en sus redes” (8).
En el prólogo a su novela ¿Inocentes o culpables?, Antonio Argerich manifiesta: “me opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina; (...) La intromisión de una masa considerable de inmigrantes, cada año, trae perturbaciones y desequilibra la marcha regular de la sociedad, -y en mi opinión no se consigue el resultado deseado, esto es, que se fusionen estos elementos y que se aumente la población. En efecto, si buscamos unidad, sería importante encontrarla: se habla de colonias aun aquí mismo en la Capital de la República y ya tenemos los oídos taladrados de oír hablar de la patria ausente, lo que implica un estravío moral y hasta una ingratitud, inspirada, muchas veces, por el interés que azuza un sentimiento exótico y apagado para que se ame a una madrastra hasta el fanatismo”.
Argerich sostiene que “para mejorar los ganados, nuestros hacendados gastan sumas fabulosas trayendo tipos escogidos, -y para aumentar la población argentina atraemos una inmigración inferior. ¿Cómo, pues, de padres mal conformados y de frente deprimida, puede surgir una generación inteligente y apta para la libertad? Creo que la descendencia de esta inmigración inferior no es una raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre que necesita el país”. Considera que “tenemos demasiada ignorancia adentro para traer todavía más de afuera” y que “es deber de los Gobiernos estimular la selección del hombre argentino impidiendo que surjan poblaciones formadas con los rezagos fisiológicos de la vieja Europa” (9).
“En la Argentina -sostiene David Viñas-, en los años 1860 y 1870, la secuencia es: paraguayos, montoneros, indios. Liquidados, la búsqueda del otro distinto y peligroso termina en el inmigrante. Desaparecidas las tolderías convencionales, aparecen las ‘tolderías rojas’: los malones ya no vienen del Sur, sino de Barracas, o de La Boca...” (10).
Félix Luna explica en un reportaje el origen de la intolerancia: “Se había soñado con una inmigración ideal: anglosajona, o franceses de clase más o menos alta, casos que fueron excepcionales. En cambio, los que vinieron fueron en su inmensa mayoría inmigrantes pobres, personas provenientes de zonas más atrasadas de Europa, de España e Italia, fundamentalmente, que huían de la miseria. Por eso, el tipo de inmigración provocó alguna resistencia y, diría, determinados rezongos en gente como Sarmiento, que en algún momento se manifestó con criterios antisemitas” (11).
En “La Argentina racista”, “el escritor Pedro Orgambide analiza el costado más intolerante de los argentinos. Y describe cómo han ido cambiando a lo largo de la historia los destinatarios de la discriminación: el indio y los mestizos, primero, luego los españoles, italianos y judíos que llegaron a nuestras tierras y ahora los inmigrantes de los países limítrofes” (12).
Una Noticia de la Defensoría del Pueblo acerca de la discriminación de los extranjeros latinoamericanos en 2000, afirma que “Los argumentos son viejos. Podría decirse que comenzaron a utilizarse en los últimos años del siglo anterior, cuando se responsabilizaba a los inmigrantes de origen europeo de haber traído al país ideas disolventes. Con esa excusa se dictó la ley de residencia que autorizaba a expulsar a aquellos extranjeros que desarrollaran actividades sindicales y políticas” (13).
Bien lo dice Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria. El año 1896 fue terrible porque “ése fue en año en el que se habló mucho y muy mal de las mafias de italianos que llegaban al Río de la Plata, y de la molicie y peligrosidad de los inmigrantes en general. Algo que después fue una constante de este país: hablar de la inseguridad fue hablar pestes de los extranjeros" (14).
Larva acusa de xenofobia a “los grandes terratenientes ‘dueños’ de gran parte de la Patagonia y de la Pampa húmeda”: “Ellos mismos son los que frenaron el aluvión de inmigrantes que a fines del siglo pasado y comienzos de éste venían al país, dos tercios de los cuales se vieron obligados a volver a la miseria de su país de origen, después de amontonarse en el Hotel de Inmigrantes. Los que se quedaron poblaron los conventillos de La Boca” (15).
La intolerancia se hizo ver en una circunstancia desgraciada: “El Aedes prolifera en zonas encharcadas, lo que hace que haya habido epidemias de fiebre amarilla inmediatamente después de inundaciones, (...) –señala Antonio Elio Brailovsky-. La que en 1871 devastó Buenos Aires, obligó a evacuarla en medio de escenas de pánico que recuerdan a las del Exodo y mató a una gran cantidad de su población, se originó en una creciente del Riachuelo, después de una primavera de lluvas excepcionales” (16). La gran epidemia de fiebre amarilla de 1870 es uno de los episodios que conserva vívidamente nuestra memoria nacional. Menos conocido es que la inmensa mayoría de las víctimas del ‘vómito negro’ y del terror subsiguiente fueron los inmigrantes” (17). “Se culpó de la epidemia a los inmigrantes italianos y se los expulsó de sus empleos. Recorrían las calles sin trabajo ni hogar; algunos, incluso, murieron en el pavimento” (18).
“Hacia 1870 –escribe Alicia Dujovne Ortiz-, en Buenos Aires se desencadenó la fiebre amarilla (...). Fue por el tiempo en que los porteños se volvieron blancos. A los indios los acababan de ultimar, y los negros, con la peste, se acabaron por sí solos” (19).
En La última carta de Pellegrini, de Gastón Pérez Izquierdo, escribe el protagonista: “La afluencia de inmigrantes seguía transformando la fisonomía física y social de la metrópoli con sus gritos, sus palabras mal pronunciadas, sus risas y sus nostalgias por la tierra dejada. En ese fragor positivista algunas pequeñas señales cada tanto advertían que éramos de carne y hueso y no estábamos en el Paraíso Terrenal. Las condiciones deficientes de alojamiento de los inmensos contingentes de extranjeros que desembarcaban pronto causaron una alarma general: un brote de cólera amenazaba con expandirse como epidemia y salirse de control. Para una ciudad que todavía guardaba en su memoria colectiva los horrores de la fiebre amarilla la noticia cayó como el anuncio de la llegada de los cuatro jinetes. El Presidente convocó de urgencia al gabinete y concurrí a la reunión para proponer medidas intrépidas, como las que se recordaban de los tiempos de la epidemia maldita” (20).
La intolerancia causó, quizás, la “Masacre de Tandil”. Refiriéndose al juez de paz Figueroa, expresó en sus Memorias el pionero danés Juan Fugl: “En el fondo de su alma sentía odio a los extranjeros y al creciente agro en la zona del Tandil, tanto porque él, familiares y amigos tenían tierras y grandes estancias lindantes, y se sentían molestos por las leyes que los obligaban a pagar los daños causados por animales en las tierras sembradas, y ahora protegidas. También porque repartía tierras entre criollos o nativos, en general muy simples y sin ningún ánimo de mejorar, no a extranjeros que, aunque vivían pobres con su trabajo y amistoso relacionamiento, pronto formaban un capital y vivían holgadamente” (21).
Un asesino recurre a un insólito argumento para evitar ser sentenciado a la pena de muerte. Escribe Alvaro Abós: “Luigi Castruccio era oriundo de Rapallo, cerca de Génova, y había llegado a Buenos Aires a sus veinte años, en 1878, mezclado con miles de inmigrantes que anhelaban ‘hacer la América’. (...) Castruccio, cuya omnipotencia rayaba en la megalomanía, decidió solucionar sus problemas económicos mediante un crimen. Estaba seguro de que podría engañar al mundo y salir indemne. Publicó un anuncio en la prensa pidiendo un sirviente. Asì, reclutó a alguien que reunía todas las condiciones requeridas para su plan criminal. El criado era un mocetón francés llamado Alberto Bouchot Constantin, recién llegado a Buenos Aires y que no conocía a nadie en la ciudad. (...) Castruccio confesó. Ensayó, sin embargo, algunas líneas de defensa. Adujo, por ejemplo, que no debía ser castigado porque su víctima era un extranjero. (...) ‘Yo no he hecho nada malo. Nunca maté a un argentino’ “ (22).
Ocantos no se cierra a la postura común en su época, que consistía en combatir la inmigración. El advierte los rasgos buenos en los criollos y en los inmigrantes, y también sabe ver en ambos grupos los procederes que evidencian la decadencia moral y que llevan a una existencia desgraciada o, incluso, a la muerte. En Quilito escribe que la ola de la emigración europea nos aporta periódicamente lo bueno y lo malo, afirmación que indica una amplitud de criterio que muchos de sus coetáneos no poseen (23).
Miguelín, uno de los personajes de Julián Martel, expresa algo parecido: “Es cierto que la inmigración en general nos aporta grandes beneficios, pero también lo es que todo lo que no tiene cabida en el viejo mundo, viene a guarecerse y medrar entre nosotros. El Gobierno debería ocuparse de seleccionar...” (24).
Para Estanislao Zeballos, tanto los nativos como los extranjeros se benefician con la apertura a la inmigración, ya que “un colono colocado es una fuente de riqueza privada y de renta pública”. Condena “el sistema de promover y reclutar oficialmente la inmigración” y se muestra a favor de “estimular la inmigración espontánea”, la que “se mueve por sí misma y paga su viaje, atraída por noticias adquiridas de las ventajas que le proporcionará nuestro teatro de trabajo, ó decidida por consejos o proposiciones y aun contratos que le brindan sus parientes y amigos establecidos felizmente en la República” (25).
Notas
1 Sarmiento, Domingo Faustino: Facundo. Buenos Aires, CEAL, 1980.
2 Sorrentino, Fernando: “El trujamán Gauchos lingüistas (II)”, en Centro Virtual Cervantes, 1° de agosto de 2005.
3 Gutiérrez, Eduardo: Juan Moreira. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo)
4 Miguel, María Esther de: Un dandy en la corte del rey Alfonso. Buenos Aires, Planeta, 1999.
5 Alberdi, Juan Bautista: “Doña Rita Material”, en Varios autores: 20 relatos argentinos 1838-1887. Selección y prólogo de Antonio Pagés Larraya. Ilustración en colores de Horacio Butler. Buenos Aires, Eudeba, 1961.
6 Cambaceres, Eugenio: op. cit.
7 Onega, Gladys: La inmigración en la literatura argentina (1880-1910). Rosario, Facultad de Filosofía y Letras, 1965.
8 López, Lucio V.: La gran aldea, Costumbres bonaerenses. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
9 Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?. Madrid, Hyspamérica, 1984.
10 Prieto, Martín: “Archivo de desapariciones” (entrevista con David Viñas), en Clarín, Buenos Aires, 26 de abril de 2003.
11 Gilbert, Abel: Buenos Aires no es sólo Puerto Madero”, en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de 1999.
12 S/F, en Orgambide, Pedro: “La Argentina racista”, en Clarín Viva, 27 de agosto de 2000.
13 Noticias de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires: “Los culpables de todo. La historia se repite”, en Centenario, Buenos Aires, Junio 2000.
14 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix-Barral, 1997.
15 Larva: “Xenofobia. Denuncien al abuelo”.
16 Brailovsky, Antonio Elio: La ecología en la Biblia. Buenos Aires, Milá, 2005. 202 pp. (Ensayos).
17 Zengotita, Alejandro Ulises: “Los inmigrantes”, en Revista Mayores, Año II, N° 11, 1994.
18 Scenna: El día que murió Buenos Aires, citado por Zengotita.
19 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293 pp.
20 Pérez Izquierdo, Gastón: La última carta de Pellegrini. Buenos Aires, Sudamericana, 1999.
21 Fugl, Juan: Memorias, citado en Lynch, John: Masacre en las pampas. La matanza de inmigrantes en Tandil, 1872. Buenos Aires, Emecé, 2001.
22 Abós. Alvaro: “Castruccio. Un Borgia en el Plata”, fotos: Archivo Graciela García Romero, en La Nación Revista, Buenos Aires, 8 de enero de 2006..
23 Ocantos, Carlos María: op. cit.
24 Martel, Julián: La Bolsa. Buenos Aires, Huemul, 1979.
25 Zeballos, op. cit.
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En el siglo XX
Aceptación
La apertura de nuestro país a la inmigración es elogiada por la chilena Gabriela Mistral, quien escribió: “La Argentina está dando a nuestros países una enseñanza que ellos no quieren oír: la de que un año de inmigración hace más por la raza que diez años de trabajo social gastado en mejorar la carne vieja. Ninguna empresa –educación popular, higiene social, etc.- acelera la evolución de un país nuevo como ésta del injerto” (1).
Leopoldo Lugones, en “la ‘Oda a los ganados y las mieses’ muestra una expansión jubilosa en la exaltación de la tierra, los hombres y los frutos, sin rehuir prosaísmos certeros de cordial resonancia. Desde el diálogo pintoresco que sitúa con felicidad en su medio al criollo o al extranjero hasta el cuadro familiar a veces íntimo y conmovido de recuerdos, Lugones hace explícita una convivencia con el mundo humano, animal o de humildad biológica que sorprende por la extrema y sutil observación. Hay ternura y gracia en el diminutivo y las imágenes justas multiplican ante el lector la hirviente variedad de ese vivo universo” (2).
En “La formación de una raza argentina”, José Ingenieros se alegra de la adaptación al medio geográfico que se verifica en los inmigrantes: “Las variedades de la raza europea aquí trasplantadas sienten ya, en sus hijos argentinos, los efectos de la adaptación a otro medio físico, que engendra otras costumbres sociales. Los Andes, la Pampa, el Litoral, el Atlántico, la Selva, el Iguazú, son cosas nuestras, y solamente nuestras. Viviendo junto a ellas, las razas blancas inmigradas adquieren hábitos e ideas nuevas, hasta engendrar una variedad, distinta de las originarias” (3).
En una geografía tan vasta, se encontraban inmigrantes procedentes de diversas latitudes. “’La creencia en que la Argentina era un crisol de razas nunca tuvo el ciento por ciento de adhesión, pero fue una creencia eficaz: sirvió para que los extranjeros se sintieran argentinos’, asegura el antropólogo Pablo Semán, especialista en el tema” (4). Los niños y los jóvenes -afirma Guillermo Jaim Etcheverry- adquieren un papel dominante en la vinculación de los mayores a la nueva sociedad.. (5).
“ ’Hay un justificado orgullo por la herencia cultural entre las nuevas generaciones de la comunidad’, dice Juan José Delaney, escritor y profesor universitario, autor de Tréboles del Sur y Moira Sullivan, obras de ficción sobre la inmigración irlandesa en el país. Y agrega que la transmisión de esa herencia ha convertido a la Argentina en una suerte de Arca de Noé lingüística y cultural” (6).
La integración entre argentinos y extranjeros suele lograrse armoniosamente. Lo narra Jorge Luis Borges en “El sur”: “El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de una iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica” (7).
Trude Sarrasani, protagonista, heredera y directora del célebre circo, se siente a gusto en nuestro paìs: “ ‘La cordialidad y el estilo independiente y divertido de la gente me hicieron sentir bien en la Argentina –afirma Trude-. Aún hoy me sorprendo sintiéndome plenamente argentina’. (...) Definitivamente radicada en la Argentina, alternó su casa de Córdoba con Buenos Aires y San Clemente del Tuyú” (8).
También se integran la protagonista de un cuento de Marta Lynch y los Stavros, una familia griega: “El mismo apellido desconcertaba de entrada. Como si vinieran de lejos con un confuso prestigio de Medio Oriente acerca del cual no había obligación de estar bien enterado o con un franco y honesto aire de inmigrante en primera generación, exudando inteligencia para abrirse paso y un límpido chusmaje que a fuerza de ser admitido dejaba de estorbar” (9).
Ante la creciente transformación que se va operando en los jóvenes, escribe Alberto Gerchunoff en Los gauchos judíos: “Bajo el alero, donde se guardan las herramientas, Rebeca se sienta, revuelto el cabello por la siesta, y saluda con voz ronca. Jacobo, cansado del caballo, afila la daga en el alambre del corral, y al oír a Rebeca, comienza a cantar como Remigio: Pensamiento mío... Vidalitá” (10).
En sus páginas autobiográficas, se describe a sí mismo vestido a la usanza de la nueva tierra: “como todos los mozos de la colonia, tenía yo aspecto de gaucho. Vestía amplia bombacha, chambergo aludo y bota con espuela sonante. Del borrén de mi silla pendía el lazo de luciente argolla y en mi cintura, junto al cuchillo, colgaban las boleadoras”. En la colonia entrerriana a la que se trasladan luego de que el padre es asesinado, manifiesta un profundo gusto por el folklore: “En Rajil fue donde mi espíritu se llenó de leyendas comarcanas. La tradición del lugar, los hechos memorables del pago, las acciones ilustres de los guerreros locales llenaron mi alma a través de los relatos pintorescos y rústicos de los gauchos, rapsodas ingenuos del pasado argentino, que abrieron mi corazón a la poesía del campo y me comunicaron el gusto de lo regional, de lo autóctono, saturándome de esa libertad orgullosa, de ese amor a lo criollo, a lo nativo que debió, más tarde, fijar mi inclinación mental. En aquella naturaleza incomparable, bajo aquel cielo único, en el vasto sosiego de la campiña surcada de ríos, mi existencia se ungió de fervor, que borró mis orígenes y me hizo argentino” (11).
Máximo Yagupsky afirma que “A los colonos, no acostumbrados a la vida en esas vastas llanuras, les resultaba muy difícil soportar la soledad, lejos de los centros de civilización. El único aliento a su angustia era ver que el gaucho los acogía con beneplácito. Y se estableció una amistad con el gaucho y hasta, por momentos, un afecto casi fraternal” (12).
En su libro, María Arcuschín refleja la gratitud de los ucranios: “¡No olvides que estamos en América! –dice uno de los personajes-. Acá vivimos en paz. Nuestros hijos pudieron haber nacido allá. Pudieron haber sido esclavos. En cambio hoy son libres. Son el futuro de este país hospitalario que recibió a sus padres” (13).
En un cuento de Susana Goldemberg, dice un inmigrante al despedirse de su familia: “Argentina. El nombre raro. Otro país. Del otro lado del mar. Papá trató de explicarme: -Es un país grande, rico, generoso. Allí respetan a todos los hombres del mundo que quieran trabajar sus tierras. No importa en qué templo o en qué idioma le hablen a Dios” (14).
César Tiempo manifiesta su sentimiento en un poema: “¡Yo nací en Dniepropetrovsk!/ No me importan los desaires/ con que me trata la suerte./ ¡Argentino hasta la muerte!/ Yo nací en Dniepropetrovsk” (15).
Marcelo Mendieta me cuenta –vía e-mail, desde Washington- una anécdota que ilustra acerca del sentimiento de un inmigrante: “Afortunadamente conocí a don Angel Santilli, gracias a quien se constituyó el Día del Inmigrante en la Argentina. El fundó la Asociación Mundial de Emigrantes, pero ese emprendimiento murió con él. (...) ‘Yo soy más argentino que vos –me dijo un día-, porque vos naciste aquí pero yo elegí vivir, trabajar y crecer aquí’ ”.
Escribe a La Nación, María Dolores Bermúdez: “Gracias por habernos hecho tener esos momentos llenos de emoción en la nota que dedicó a nosotros, los tantísimos gallegos que vinimos a hacer la América, allá por la primera parte del siglo pasado. ¡Cómo nos identificamos, cuántas historias similares! Primero, el papá; luego, algún hermano mayor, y finalmente mamá con el resto de la familia: éramos seis con mamá; aquí ya estaba papá con sus dos hijos mayores y, para afianzar nuestro amor por esta querida Argentina, nació el noveno hijo” (16).
Darío Lamazares, representante legal del Instituto Santiago Apóstol, llegó a la Argentina a los catorce años: “Fui un autodidacta, me formé en la calle, y como la mayoría de mis compatriotas sufrí la falta de instrucción. Este país nos dio todo, los mismos derechos que sus hijos, y la escuela es una forma de pagar esa deuda” (17).
Es en la escuela donde se integran las culturas. Esto sucede, por ejemplo, en el Liceo Franco Argentino, donde, para festejar los treinta años de la institución, los alumnos “de primaria bailaron el pericón y los más grandes exhibieron sus investigaciones sobre la vida del piloto Jean Mermoz, que prestó su nombre a la escuela” (18).
Maximiliano Matayoshi, autor de la novela Gaijin considera que “Quienes tienen mezclas culturales tiene la ventaja de poder elegir qué les gusta más de cada cultura. Yo, elijo de la cultura japonesa el equilibrio, y de lo argentino, la frescura, cierto cinismo, cierta desesperanza” (19).
Los argentinos recibimos el aporte de esos inmigrantes. Lo destacó Jorge Luis Borges: “en todos aquellos años habíamos hecho muchas cosas. Habíamos hecho de este territorio perdido una gran república por obra ciertamente de la inmigración también, que ha hecho de nosotros un país que difiere de otros de este continente, por el hecho de ser un país de clase media y de población blanca, sin mucha población indígena y casi sin población africana, ya que los esclavos y los descendientes de los esclavos misteriosamente desaparecen” (20).
Lo dice Yvonne Fournery, guionista del documental periodístico “La otra tierra”: “La ideología, tanto en la primera oportunidad, en los ’80, como ahora, fue la misma, o sea, no poner el acento para nada en la colectividad o comunidad, sino en la síntesis de las culturas. Es decir, hacer hincapié en el aporte que significó a nuestra identidad esa cultura. Lo cual enriquece al programa, lo hace mucho más vivo y mucho más real. De lo contrario, se transforma en una cosa... te diría que pintoresca o turística... y no es ésa la intención” (21).
Notas
1 Mistral, Gabriela, citada por Gustavo Cirigliano, en El Tiempo, Azul.
2 Ara, Guillermo: “Leopoldo Lugones”, en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
3 Ingenieros, José: “Ensayo de identidad”, en Clarín, Buenos Aires, 27 de febrero de 2000.
4 Rocco-Cuzzi, Renata: “Mitos del granero del mundo”, en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de 2000.
5 Jaim Etcheverry, Guillermo: “Los nuevos emigrantes”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de abril de 2002.
6 Guyot, Héctor M.: “Sociedad. Irlandeses en la Argentina. Una verde pasión”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de marzo de 2005. Fotos de Daniel Pessah.
7 Borges, Jorge Luis: “El sur”, en Ficciones. Buenos Aires, Sur, 1944.
8 Bernstein, Jorge: “Trude Sarrasani La gran dama del espectáculo / The great lady of the show”, en Aerolíneas Argentinas Magazine, Enero de 2006.
9 Lynch, Marta: Los cuentos tristes. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967.
10 Gerchunoff, Alberto: Los gauchos judíos, en Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
11 Gerchunoff, Alberto: “Autobiografía”, en Alberto Gerchunoff, judío y argentino. Selección y prólogo de Ricardo Feierstein. Buenos Aires, Milá, 2001.
12 Diament, Mario: Conversaciones con un judío. Buenos Aires, Fraterna, 1986.
13 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavolbaso. Buenos Aires, Marymar, 1996.
14 Goldemberg, Susana: “Papá”, en Cuentos de la Bobe, Sudamericana.
15 Koremblit, Bernardo Ezequiel: “La bohemia cultural judeoargentina en las décadas del ’30, ’40 y ‘50”, en Feierstein, Ricardo y Sadow, Stephen A. (comp.): Recreando la cultura judeoargentina / 2 Literatura y artes plásticas. Buenos Aires, Editorial Milá, 2004.
16 Bermúdez, María Dolores: “Gallegos (II)”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 8 de mayo de 2005.
17 Beltrán, Mónica: “La primera escuela gallega que enseña a chicos argentinos”, en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril de 1999.
18 Costa, Flavia: “De nombre extranjero”, en Clarín, Buenos Aires, 21 de junio de 2003.
19 Beltrán, Mónica: “Un colegio con acento francés”, en Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.
20 Borges, Jorge Luis: “Temas del tango”, en La Nación, Buenos Aires, 1° de junio de 2003.
21 Ceratto, Virginia: “Yvonne Fournery. ‘ La indiferencia, en un 94%, es falta de conocimiento’ “, en La Capital, Mar del Plata, 18 de marzo de 2001.
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Intolerancia
En Aventuras de Edmund Ziller, Pedro Orgambide define al xenófobo como el “sujeto de apariencia normal que odia a los extranjeros” y que “suele creer que los judíos adoran la cabeza de chancho y que los negros son una raza inferior, y que Dios estaba pensando en su pinche país cuando creaba el Universo” (1).
En su Historia del baile, Sergio Pujol evoca al “alborotabailes”: “Loco Lindo siente náusea por toda esa gente, que es mayoría. Se alarma ante la posibilidad de un futuro poblado de patas sucias y alientos desconocidos. Se siente ajeno a esa promesa de país. Cree que los inmigrantes no deben gozar de derechos civiles. Son un mal cálculo de la clase dirigente. Pero siempre la ambigüedad, la revulsión interior: Loco Lindo no puede disimular la excitación que la sola idea de un contacto con esa gente le provoca. Camina lleno de deseo rumbo al baile. Ya lo dijo Grandmontagne: Loco Lindo es el clásico ‘alborotabailes’ que exhibe descaradamente su éxito con las hembras –hembritas, decía la nota, entre paternalista y despectiva-, ante una sociedad que no sabe cómo contener las energías sexuales que enturbian los juegos de miradas insinuantes y violencias corporales. Cuando los inmigrantes danzan -¡y lo hacen casi todas las noches!-, Loco Lindo irrumpe con su salud de potro a la arena social para molestar” (2).
Uno de los líderes criollistas que Leopoldo Marechal crea en Adán Buenosayres, expresa su punto de vista acerca de las consecuencias de la inmigración: “La devoción al recuerdo de las cosas nativas –tartamudeó Del Solar, pálido como la muerte- es lo único que nos va quedando a los criollos, desde que la ola extranjera nos invadió el país. ¡Y son los mismos extranjeros los que se burlan de nuestro dolor! ¡Si es para llorar a gritos!. (...) Es verdad que la ola extranjera nos metió en la línea del progreso. En cambio, nos ha destruido la forma tradicional del país: ¡nos ha tentado y corrompido!”. Adán Buenosayres, en cambio, piensa “que nuestro país es el tentador y el corruptor, que el extranjero es el tentado y el corrompido”. El filósofo villacrespense Samuel Tesler, exclama: “Estoy harto de oír pavadas criollistas (...). Primero fue la exaltación de un gaucho que, según ustedes y a mí no me consta, haraganeó donde actualmente sudan los chacareros italianos” (3).
La confrontación entre extranjeros y nativos en las actividades rurales aparece en varias novelas. Abelardo Arias escribe, en Alamos talados, que don Ramón Osuna sentía un “desprecio soberano por los gringos, como él llamaba a cuantos no hablaran el castellano. Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca el arado rompió sus tierras”. La diferencia entre terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los personajes: “Doña Pancha aún no podía comprender cómo abuela había recibido, ‘con aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros, decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una viña y tener bodega para hacer vino había un abismo infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se había constituido guardián insobornable de esa separación”.
Los criollos, que se agrupan bajo la protección de la señora y sus descendientes, ven como algo degradante el trabajo en la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer tareas que exijan valor y destreza: “ ‘Los criollos no somos muy guapos pa’ estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son cosas pa’ los gringos y las mujeres –había dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le hacían asco a juerciar un poco’ ” (4).
Fausto Burgos, en El gringo, reitera a lo largo de la novela la acusación que los nativos hacen a los extranjeros: “’¿No son ustedes los que nos vienen a quitar la tierra y el vino y el pan y todo? Los peones blancos miran con cariño y con lástima a quien esto dice y comentan: ‘Povero nero’, ‘povero chino’, ‘é una bestia’”. Para la familia del protagonista, ser inmigrante es una vergüenza que se debe ocultar, tratando de parecerse en lo posible a los nativos de clase alta: ‘Usted no es un gringo –afirma el yerno que vive a expensas del italiano-; usted ya puede llamarse criollo; ya tiene títulos para ello’. Uno de los peones asegura también que Contadini ya es criollo, pero lo hace en otro sentido: ‘De esas cubas hay que sacar el orujo pa’ llevarlo a las prensas –explica al yerno. Mire vea, ¿y quién saca el orujo?, ¿quién se mete en la cuba sabiendo que adentro de ella puede parar las patas? El peón criollo, señor; el gringo tiene miedo, el gringo no se mete a descubar ni por equivocación. Mi patrón no es gringo; mi patrón es ya criollo; él es capaz de ponerse a descubar también” (5).
En algunos de sus cuentos, Benito Lynch presenta una visión desfavorable del extranjero o sus descendientes. En “El Hombrecito” (6), escribe: “A fuerza de transpirado y jadeante, Bustingorri casi no habla, y recuerda, por su aspecto, a un gran buey cansino y sudoroso volviendo del trabajo”. En “El pozo” (7), relata el narrador: “Si ‘El Gringo’ estaba en ‘La Fortuna’ a pesar de las múltiples ocupaciones que le reclamaban desde la capital: remar, nadar, levantar pesas, arrojar la bala ‘y hasta’ prepararse para dar alguna materia de ingeniería en los complementarios de febrero; era simplemente por hacer una obra de caridad...”.
En Amor migrante, de Stella Maris Latorre, un empleado del Hotel de Inmigrantes agrede a un gallego. Le dice: “-Ya te oí, crees que soy sordo gallego sucio, muerto de hambre. Avelino, Manuel y todos cruzaron sus miradas: ‘Este era el recibimiento que le hacían los habitantes de ese país que prometía tanto, todos apretaron los labios y endurecieron sus puños, todos... para no responder a esa provocación; pero a todos también se les partió el corazón y quisieron estar en Galicia aunque no encontraran el oro tan prometedor, pero ya era tarde, ahora había que ser fuerte, apechugar ya estaban en el tablao, había que zapatear. Avelino tomó su pequeña valija, un bolsito pequeño también Manuel hizo lo propio, juntos lentamente recorrieron ese largo pasillo, jurando no voltear la cabeza para no ver a sus paisanos, que realmente si estaban mal presentados; pero eran honrados, y venían a trabajar, a poner la espalda para que este país al cual recién llegaban floreciera a fuerza del sacrificio de ellos, que en ese momento necesitaban; la guerra, la mala situación de su país los llevó a cruzar el mar en busca de un futuro mejor, pero en el interior de esos hombres, de esas mujeres de rostros sufridos, existía un rubí en bruto, sí, en bruto, como lo siguieron llamando y muchas veces se mofaron de ellos, haciendo bromas de mal gusto, chistes donde siempre, el tonto, el bruto era el gallego; pero si de algo no podían mofarse era de su honradez, de su fortaleza para el trabajo y la voluntad a pesar de a veces tragarse las lágrimas que estaban prestas a salir de sus pupilas, pero las sujetaban, no fueran a pensar que eran débiles, no, no lo eran, eran más fuertes que un roble” (8).
Félix Lima es el autor de “Otra vez en la milonga, trágico doblete”, artículo en el que incluye su “Carta pra alá”. La mujer ideada por Lima, escribe: “ ‘Por aquí con a jerra, nos ponemus jordus, pues o que no suben os mayoristas, os subimus nosotros, por más que el jobiernu aprieta el torniquete a los especuladores y el hornu no está para janancias desmesuradas, pero tú sabés que aquí como en Lojroñu, en Londón como en Juacintón, en Hamburju comu en Ríu de Ganeiro, echa a ley, echa a trampa” (9).
Nora Ayala relata que su abuela criolla, que vivía en Misiones, tenía prejuicios contra los extranjeros. “Nosotros no vinimos a matarnos el hambre como los gringos –decía-, estuvimos siempre acá”. La venta de la casa del Tata proporciona otra evidencia de su actitud; la vivienda “fue comprada por una familia turca, aunque Gerónima hubiera preferido que no cayera en manos extranjeras, pero ellos fueron los que pagaron y no había nada que hacer”. Se rumoreaba que los compradores habían encontrado allí un cofre con monedas de oro; escuchemos a la criolla: “Teniendo en cuenta que los turcos que habían llegado al país poco tiempo antes, si bien eran gente trabajadora y honesta (a pesar de ser extranjeros) no podían tener dinero como para hacer semejante inversión, el rumor tenía visos de realidad”.
Otros parientes de Ayala, inmigrantes, discriminaban a los nativos. La bisabuela italiana dice que tiene una hija “casada lamentablemente con un criollo”. El abuelo de la misma nacionalidad “dijo sin vueltas que los criollos eran todos haraganes y que no quería ninguno en su familia, con lo cual Samuel quedaba automáticamente excluido”. Samuel, por otra parte, se sentía discriminado en su trabajo: “al principio estuvo muy contento hasta que se dio cuenta de que los alemanes discriminaban a favor de los compatriotas en el momento de los ascensos” (10).
En el cuento ”El sortilegio”, de Magdalena Ruiz Guiñazú, una pareja de alemanes no ve con buenos ojos a la novia del hijo: “Digamos que aquellos germanos, los Sachs, mostraron sólo una educada indiferencia. ¿Qué podía importarles aquella criolla rioplatense, exuberante, alegre y pobre, que ni siquiera sabía hablar el alemán? Sin embargo, guardaron las apariencias con formalidad. Se cumplirían las reglas y sus amistades sólo percibirían que aquella no era la nuera esperada, pero que la vida es tal como es y que las personas inteligentes saben adaptarse a cualquier circunstancia” (11).
En Los jardines del Carmelo, novela de Ana María Guerra, Ferrario, un artista florentino que vuelve a su tierra, “embriagado, gritaba a los cuatro vientos: Questo é un paese bruto, molto bruto, tutti sono indio, baguale, sporcachone” (12).
Un personaje del cuento “Los afanes”, de Adolfo Bioy Casares, menosprecia a las irlandesas: "Milena tenía el pelo castaño –lo llevaba muy corto-, la piel morena, los ojos grandes y verdes (menospreciaba los ojos azules de las Irish porteñas), las manos cubiertas de mataduras” (13).
Cuando niña, María Rosa Oliver escuchaba a las institutrices inmigrantes. A criterio de María Rosa Lojo, muestra susceptibilidad “ante otros personajes que se consideraban superiores –étnica y culturalmente- a los argentinos, aunque se encontraran muy por debajo de ellos en la escala de la sociedad. No perdía una palabra de las charlas que mantenía Lizzie, su niñera escocesa, con sus colegas british que servían en casas de las afueras, a las que iban de visita y donde tomaban el té de las cinco con scons calientes y sándwiches de berro. Nunca faltaban, en aquellas sesiones, las críticas a los, y sobre todo las natives: mujeres descuidadas y haraganas, que malcriaban a sus hijos y no se tomaban el trabajo de aprender a preparar un buen té a la inglesa” (14).
Dos personajes armenios de Bedrossian, “Krikor y Ohannés solían hablar del castí, el criollo. Los dos tenían la misma desconfianza frente a lo no armenio, mamada tempranamente como fugitivos, y después como grupo exclusivo en los orfanatorios. Existía algo en el carácter de los argentinos que les resultaba chocante: no eran previsores. (...) . También coincidían en las virtudes del castí. Entre ellas, la solidaridad frente a los necesitados, la aceptación amistosa de los extranjeros. La ‘gauchada’ era la adjetivación más típica de su carácter” (15).
Guillermo Saccomanno, autor de El buen dolor, afirma en un reportaje que “Aquellos tanos y gallegos que venían con una mano atrás y otra adelante también eran segregados” (16). Ellos, a su vez, despreciaban a los provincianos.
Cuando muere Evita, la madre de Jorge Fernández Díaz, asturiana, “llevó crespón y fue conducida en ómnibus escolar hasta el Congreso, subió las escaleras y vio de cerca el ataúd con aquella fantástica muñeca dormida. No entendía mucho, pero veía llorar a los cabecitas negras y, a pesar de los desdeñosos comentarios que se pronunciaban en el living de su casa, Carmen asociaba a esa mujer con el esplendor, y supuso que si los pobres morían de pena, ella debía acompañarlos en el sentimiento. No siempre fue así: los españoles desarrapados despreciaron a los ‘negros’ del interior en cuanto pudieron hacer pie, y los españoles que se quedaron en la madre patria despreciaron a los sudacas que osaban regresar en cuanto la economía rescató a España del quebranto. Todo es hijo del miedo, la estupidez humana también” .
El padre del narrador, asturiano como su esposa, “odiaba a los argentinos, quienes trataban despectivamente a los españoles, y también a la República Argentina, culpable de no ser Asturias. (...) Durante décadas, (...) los argentinos eran los mejores del mundo y los españoles unos muertos de hambre. Ese rencor se cocinó a fuego lento y mi padre lo tomó como un veneno homeopático. Conozco muchísimos ‘argeñoles’ envenenados por esa misma sustancia sin antídotos” (17).
Orlando Barone, en “El avance de la intolerancia aldeana”, narra que algunos italianos segregaban a sus mismos compatriotas, los que, a su vez, segregaban a los provincianos: “Mucha gente antiperonista, entre ellos mi abuelo, inmigrante del sur de Italia, se refería con desdén a los ‘cabecitas negras’ venidos del interior y adictos al gobierno. Nunca entendí, después, por qué mi abuelo que para los italianos prósperos del norte era despectivamente uno de tantos africani del sur, discriminaba a los correntinos que trabajaban con él en el puerto. Al lado de su ataúd al morir, estaban sus dos amigos entrañables: uno era de su tierra y el otro era de Corrientes” (18).
En El agua, Enrique Wernicke evoca el menosprecio que un personaje evidencia por su descendencia: “Era una casa para vivir bien. Ahora que las chicas crecían, tal vez hubiese venido bien otro baño o, por lo menos, un toilette. Pero don Julio pensaba que las chicas algún día se iban a casar y además, no olvidaba, él también tendría que morir. Un baño es suficiente cuando se convive con gente bien educada... como él. O Julito. No se podía decir lo mismo de las nietas, hijas de una hija de un judío polaco, sin eso imperceptible, casi diríamos inexplicable, que se llama ‘tener sangre inglesa en las venas’. (...) El viejo, esta noche, duerme solo. Julio está en el Norte. Bertita, su nuera, y las dos nietas, han ido al centro. Se quedarán ‘donde vive la polaca’ (nunca osó decirlo en voz alta don Julio). Y lo dejarán tranquilo” (19).
A veces –y esto debía ser mucho más doloroso- la discriminación venía de los propios inmigrantes, avergonzados de su origen, como el portero asturiano que prohibía a su hermano tocar la gaita (20). O de los hijos argentinos de los inmigrantes, como relata Gloria Pampillo: “mi padre y mi tío (...) habían nacido aquí y el 12 octubre jugaban al truco. Estaba puesta la radio y el locutor hablaba de la raza. ‘Sacá esa gallegada’ le dijo mi tío a mi papá y mi abuelo se puso furioso. Esta es otra de las pocas anécdotas que recuerdo y, sin embargo, mi padre me la contó una sola vez” (21).
Gladys Onega escribe en su autobiografía: “La elle y la ye se igualaban cuando terminábamos la lección, pero era imposible confundir calle con caye porque me las dictaba en castellano y no en argentino; mi padre y mis tíos también lo hablaban, logrando para esas letras dos sonidos distintos que sólo imitábamos para reírnos por lo bajo de la gallegada” (22).
En la Semana Trágica de 1919 –cuenta uno de los personajes de Vázquez Ríal- “se desató la caza del ruso. Asi lo llamó la prensa. Eso del ruso... es un término muy amplio, que alude al judío, el polaco, el húngaro, al que se supone comerciante, o bolchevique, o terrorista, no importa lo incongruentes que parezcan estos términos... (...) los jóvenes que poco después serían organizados en la Liga Patriótica, armados, tomaron al asalto el barrio de Once, el barrio judío, identificándose con un brazalete celeste y blanco, apedreando tiendas y deteniendo a cuanto peatón con barba se les pusiera a tiro” (23).
En agosto de 1932, escribía Jorge Luis Borges acerca del antisemitismo: “Quienes recomiendan su empleo, suelen culpar a los judíos, a todos, de la crucifixión de Jesús. Olvidan que su propia fe ha declarado que la cruz operó nuestra redención. Olvidan que inculpar a los judíos equivale a inculpar a los vertebrados, o aún a los mamíferos. Olvidan que cuando Jesucristo quiso ser hombre, prefirió ser judío y que no eligió ser francés ni siquiera porteño. Ni vivir en el año 1932 después de Jesucristo para suscribirse por un año a Le Roseau d’Or. Olvidan que Jesús, ciertamente, no fue un judío converso. La basílica de Luján, para El, hubiera sido tan indescifrable espectáculo como un calentador a gas o un antisemita. Borrajeo con evidente prisa esta nota. En ella no quiero omitir, sin embargo, que instigar odios me parece una tristísima actividad y que hay proyectos edilicios mejores que la delicada reconstrucción, balazo a balazo, de nuestra Semana de Enero –aunque nos quieran sobornar con la vista de la enrojecida calle Junín, hecha una sola llama” (24).
En 1945, Gerchunoff ya no siente el optimismo de los primeros años del siglo. Escribe en “El crematorio nazi en los cines de Buenos Aires”: “Yo vivo siempre en un campo de concentración, pues todo judío, por más que ame a su país y por bien que le sirva, con su corazón y con su cabeza, resulta, para una parte de los que lo pueblan y lo gobiernan a menudo, carne de sus empresas inquisitoriales” (25).
En 1963, en Córdoba, la historia se repite. Escribe Ricardo Feierstein, en “Primera sangre”: “teníamos un poco de miedo, pero mezclado con sorpresa, esa sorpresa producida por algo inesperado, uno de esos hechos que escapan a la rutina y desconciertan; no entendíamos por qué gritaron “heil Hitler” cuando pasaron marchando con paso rígido por el camino, vociferaron una, dos, tres veces, cerca de nuestro grupo que conversaba y cantaba sentado en el césped. Y nos levantamos de un salto, porque esas voces recordaban una noche turbulenta, ancianos y niños marchando arracimados, aterrorizados; viejos rabinos con expresión de horror, fuego, sangre, una horrible pesadilla que habían contado nuestros mayores y que guiñaba sus ojos en las películas” (26).
En “Mujer de facón en la liga”, escribe Edgardo Cozarinsky: “El nombre del viejo Kutschinski era impronunciable para nosotros; de allí derivó que a su farmacia la llamáramos la farmacia de K. y a su hija Irene K. Sabíamos que eran franceses, los habíamos oído hablar francés entre ellos, aunque otros juraban que en aquella casa hablaban una especie de dialecto alemán. Nos desorientaba la consonancia eslava del apellido. ‘Habrán venido de Francia nomás, pero para mí que son judíos’ murmuraba mi padre antes de añadir, cabizbajo, ‘están en todos lados...’ “ (27).
Relata Norberto Brodsky: "En 1934, mi padre es avisado por su amigo el Jefe de Policía Don Martín Zabalzagaray, que un simpatizante del nazismo estaba preparando en el campo con vino y asado una horda de gauchos alzados para un asalto en Villaguay, donde atacarían a los judíos. Don Martín le informa que con sus ocho milicos no podría hacer nada para detener a una manga de mamaos llevados por la nariz. Le insiste que viaje de inmediato a Paraná y recomendado por él al jefe del regimiento, traiga un destacamento del ejército para frenar ese desastre. Ya habían pintado cruces svásticas en las casas judías. (...) Papá regresó a Villaguay con el regimiento y ya se había corrido la voz de esta llegada, por lo que el petit pogrom felizmente abortó (28)".
Guiora (Jorge) Reichler expresa en un poema: “Doy gracias, Argentina/ por tu marco social, único/ pese a que de vez en cuando éramos rusos/ que en argentino era decir judíos,/” (29).
El pueblo gitano –escribe María Eugenia Ludueña- “ha soportado persecuciones. Más de 500.000 gitanos murieron en el Holocausto. Miles tuvieron que escapar de la Guerra Civil Española. En la Guerra de los Balcanes fueron una de las principales víctimas. En la Argentina, la discriminacíón existe. En su casa de Saavedra, Mara Ivanovich cuenta un clásico: cuando camina por la calle, la gente aprieta la mano de sus hijos. ‘Creen que la gitanas secuestran niños. Mentira. Además los gitanos tenemos muchos hijos, y son ellos los discriminados’ ” (30).
En “La presencia africana en la Argentina”, señala Miriam V. Gomes: “La presencia de población africana en la Argentina, junto con su descendencia, ha sido un dato frecuentemente soslayado en la realidad nacional. Sin embargo, el aporte afro a la cultura, a la identidad y a la sociedad ha sido constante e ininterrumpido desde los orígenes del país como nación, incluso varios siglos antes. (...) A lo largo del siglo XIX, se verifica un decrecimiento sostenido de los africanos y afrodescendientes, hasta que hacia fines de ese mismo siglo, el ingreso masivo de la inmigración "blanca" europea (propiciada por la Constitución Nacional, en su artículo 25) hará bajar drásticamente, en términos relativos, la población negra e indígena en todo el país. De esta manera, en los documentos oficiales, la gama de la población anteriormente denominada "negra", "parda", "morena", "de color", pasó a determinarse como "trigueña", vocablo ambiguo que puede aplicarse a diferentes grupos étnicos o a ninguno. El período que va de 1838 a 1887, en los registros oficiales, es crucial en este proceso que los miembros de las organizaciones afroargentinas definen como de "desaparición artificial", ya que para fines de 1887 el porcentaje oficial de negros es de 1,8%. A partir de ese período, ya no se informa sobre este dato en los censos. Es sumamente importante señalar que, si bien la disminución de la población negra es un hecho real y obedece a múltiples causas, no es legítimo hablar de la "desaparición de los negros", como lo vienen haciendo las clases dirigentes, los medios de comunicación y la sociedad en general, desde fines del siglo XIX, y durante todo el siglo XX. Ya muy tempranamente, como lo es 1845, Domingo F. Sarmiento se apresura a festejar el "bajísimo número de miembros de este grupo en la Argentina". Esta tendencia se patentiza y asume como misión de estado con la Generación del '80, integrada por Bartolomé Mitre y Julio A. Roca, entre otros. La idea era la de "blanquear " a la población como requisito par el desarrollo y el progreso del territorio, recurriendo al fomento (desde la Constitución) de la población blanca y europea, a la restricción de la población africana o asiática, y además a la negación de la propia realidad negra dentro del país. (...) Los descendientes actuales de aquellos negros merecen el reconocimiento que tantas veces se les ha negado” (31).
Poco antes de finalizar el siglo XX, sostiene Emilio Corbière: “En nuestro continente, ya nadie toma demasiado en serio aquella leyenda del crisol y la armonía de las razas. (...) Nuestra Argentina blanca y europea, concentrada en Buenos Aires y en el Litoral, aunque no incurre en actos violentos frecuentes en otros países, mantiene intactos sus prejuicios raciales” (32).
La discriminación era frecuente en las escuelas. Recuerda José Cameán Parcero: “Yo también fui gallego de m... y también colorado’, porque así es mi color de cabello. Y más de una vez tuve que escuchar a mis compañeros decir que me habían cambiado por un cuero. Pero no me molestaba, quizás porque yo al venir a los cuatro años me sentía uno más. No sabía mi conciencia la diferencia de ser gallego o argentino” (33).
Asistiendo a clase sufre una asturiana. Lo cuenta el hijo, Jorge Fernández Díaz: “En esas aulas mamá sintió por primera vez los dardos de la discriminación. Todos preguntaban en la escuela, con morbosa curiosidad, quién era esa ‘galleguita’, y sus compañeras, grandulonas y maliciosas, se divertían burlándose de su ignorancia y haciéndole la vida imposible”. Entonces intervenía la maestra: “La señorita Valenzuela, una maestra cabal y de buen corazón, las retaba con el puntero en la mano y trataba por todos los medios que la campesina se integrara. Pero no era tarea fácil” (34).
También en “La noche de la cruz de plata”, uno de los cuentos por los que Jorge Torres Zavaleta mereció el Premio Fortabat en 1987, se alude a la discriminación que los inmigrantes o sus hijos sufrían en la escuela. Esta se evidencia al narrar que la madre debía consolar al niño “cuando los demás alumnos se reían de su mal castellano” (35).
No sufre discriminación Edith Aron, la mujer que inspirara el personaje de La Maga, en Rayuela, de Julio Cortázar. Aron “nació en el Sarre, una región en el límite entre Francia y Alemania, (...) De familia judía, poco antes de la Segunda Guerra Mundial emigró con sus padres a la Argentina, donde ya tenían parientes. ‘Fui al Colegio Pestalozzi, a cuyos profesores les voy a estar por siempre agradecida. Me permitieron mantener una identidad alemana como la de ellos, profundamente distanciada de la política e ideología nazi” (36).
Miguel, un niño gitano, “tiene 11 años. Hizo hasta cuarto grado: ‘En la escuela los pibitos me decían: Salí de acá, gitano sucio’. Su hermana, Sabrina (de 15), agrega: ‘Hice hasta segundo grado. Los chicos no se querían juntar conmigo’. Mara recuerda que le mandaron una asistente social: ‘Por más que vuelva, ya le dije, a mis hijos no los mando a la escuela’. Sin embargo, muchos gitanos sí los mandan. Este año, Karina Miguel (de 29), una gitana de Neuquén, fue la primera en la Argentina que se recibió de abogada” (37).
Notas
1. Orgambide, Pedro: Aventuras de Edmund Ziller. Buenos Aires, Editorial Abril, 1984.
2. Pujol, Sergio: Historia del baile. Buenos Aires, Emecé, 1999. 440 pp.
3. Marechal, Leopoldo: Adán Buenosayres. Buenos Aires, Sudamericana, 1970.
4. Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
5. Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Ediciones Tor, 1935.
6. Lynch, Benito: “El hombrecito”, en Lynch, Benito: Cuentos. Selección, prólogo y notas por Ana Bruzzone. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo, vol. 70).
7. Lynch, Benito: “El pozo”, en Lynch, Benito: Cuentos. Selección, prólogo y notas por Ana Bruzzone. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo, vol. 70).
8. Latorre, Stella Maris: Amor migrante. Buenos Aires, De los Cuatro Vientos Editorial, 2004.
9. Lima, Félix: “Otra vez en la milonga, trágico doblete”, en Caras y caretas, 1939.
10. Ayala, Nora: op. cit.
11. Ruiz Guiñazú, Magdalena: “El sortilegio”, en La Nación, Buenos Aires, 20 de diciembre de 1998.
12. Guerra, Ana María: Los jardines del Carmelo. Buenos Aires, Corregidor, 2003.
13. Bioy Casares, Adolfo: “Los afanes”, en Mi mejor cuento. Buenos Aires, Orión, 1973.
14. Lojo, María Rosa: “Cuando la plenitud nace de la carencia”, en La Nación, Buenos Aires, 31 de agosto de 2003.
15. Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor, 1998.
16. Chiaravalli, Verónica: “Un corazón tomado por la memoria”, en La Nación, Buenos Aires, 15 de agosto de 1999.
17. Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
18. Barone, Orlando: “El avance de la intolerancia aldeana”, en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 2000.
19. Wernicke, Enrique: El agua. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
20. Fernández Díaz, Jorge: op. cit.
21. Pampillo, Gloria: Los gallegos. Novela inédita.
22. Onega, Gladys Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.
23. Vázquez-Rial, Horacio: op. cit.
24. Borges, Jorge Luis, en García Lupo, Rogelio:”La violenta obscenidad del antisemitismo criollo”, en Clarín, Buenos Aires, 6 de abril de 2003.
25. Gerchunoff, Alberto: “El crematorio nazi en los cines de Buenos Aires”, en Alberto Gerchunoff, judío y argentino.
26. Feierstein, Ricardo: Postales imaginarias/2. Buenos Aires, Acervo Cultural Editores, 2003.
27. Cozarinsky, Edgardo: “Mujer de facón en la liga”, en Tres fronteras. Buenos Aires, Emecé, 2006.
28. Brodsky, Norberto: ANECDOTAS Y VIVENCIAS de mi buena y larga vida. Buenos Aires, Editorial Milá, 2007, 93 págs.
29. Reichler, Guiora: “Doy gracias, Argentina”, en Reichler, Guiora: En nombre de todas las soledades. Buenos Aires, Milá, 2005. 80 pp. (Poesía).
30. Ludueña, María Eugenia: “Ser gitano”, Fotos: Martín Lucesole, en La Nación Revista, Buenos Aires, 25 de enero de 2004.
31. Gomes, Miriam V.: “La presencia africana en la Argentina”, en www.ensantelmo.com.ar.
32. Corbière, Emilio J.: “Discriminación y racismo Las barreras del odio”, en El Arca. Buenos Aires, Año 4, Nª 14, Abril de 1995.
33. S/F: “José Cameán Parcero. Un vecino de Bembibre, Parroquia de Buxán”, en El mensajero gallego, N° 2, Abril de 1998.
34. Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
35. Torres Zavaleta, Jorge: “La noche de la cruz de plata”, en El palacio de verano. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1987.
36. Libedinsky, Juana (texto), Atkinson, Helen (fotos): “La Maga de Julio Cortázar”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de marzo de 2004.
37. Ludueña, María Eugenia: “Ser gitano”, Fotos: Martín Lucesole, en La Nación Revista, Buenos Aires, 25 de enero de 2004.
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La literatura ha encontrado una salida para estos planteos. En el cuento “El ancestro”, Jorge Torres Zavaleta brinda un enfoque acertado de la cuestión, en el cual nativos e inmigrantes quedan hermanados por un mismo origen (1).
Notas
1. Torres Zavaleta, Jorge: “El ancestro”, en El hombre del sexto día. Buenos Aires, Orión, 1977.
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