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En la Bolsa de Comercio, Julián Martel encuentra “Promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas. Aquí los sonidos ásperos como escupitajos del alemán, mezclándose impíamente a las dulces notas de la lengua italiana; allí los acentos viriles del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la terminología criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés, respondiendo al ceceo susurrante de la rancia pronunciación española” (1).
María, la gallega que llega a la Argentina en Como si no hubiera que cruzar el mar, novela juvenil de Cecilia Pisos, escribe: “Buenos Aires es muy grande. Tiene ruidos y olores extraños y las voces que se escuchan son de muchas partes, así que todos hablan pero no creo que ninguno se entienda. A mí me cuesta: dos o tres veces tengo que intentar hasta que encuentro a alguien que me hable en español y a quien yo pueda preguntar por una calle o un sitio cualquiera” (2).
Para algunos inmigrantes –los españoles- y para quienes lo habían aprendido antes de emigrar, el idioma no era un obstáculo más entre tantos que se les presentaban. Para otros, en cambio, era un problema ante el que reaccionaban de distinta manera: intentando hablarlo o negándose deliberadamente a la incorporación del mismo.
Hubo diferentes formas de aprender castellano. Nos ocuparemos de ellas. Y también de quienes no quisieron aprenderlo.

Notas
1. Martel, Julián: La Bolsa. Buenos Aires, Huemul, 1979. Prólogo de Diana Guerrero.
2. Pisos, Cecilia: Como si no hubiera que cruzar el mar. Ilustraciones: Eugenia Nobati. Buenos Aires, Alfaguara, 2004. 216 pp. (Serie azul).


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El conventillo

En “ Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura”, Francis Korn se refiere a los conventillos como uno de los lugares en que se daba el aprendizaje: “El idioma de esta comunidad aleatoria era un castellano con miles de variaciones que, a pesar de todo sus defectos, forzaba a los recién llegados a aprender a comunicarse por su intermedio” (1).
En Aventuras de Edmund Ziller, novela de Pedro Orgambide que obtuvo una Mención en el Premio de Novela México, se evoca el habla de los inmigrantes nucleados en los conventillos. Así los ve un peculiar extranjero: “Ellos no sólo hablaban infinidad de idiomas en sus aldeas (que llamaban conventillos) sino que honraban a sus brujos llevándolos a la gran casa de la Palabra: el Congreso” (2).
Recordaría el narrador, si lo hubiera conocido, el babélico Hotel de Inmigrantes que evoca Luis León en su cuento “Chacarita, Vísperas de Pésaj” (3).
Conocer un idioma no es sólo aprender a expresarse en él, sino que entraña también una visión del mundo. Refiriéndose a quienes debían actuar como inmigrantes, dijo la actriz María Rosa Fugazot, en un reportaje: “Me crié entre actores capaces de hacer un italiano perfecto, un gallego, un turco, un judío perfecto. Actores que no imitaban un acento; sabían penetrar una psicología. Los personajes del sainete eran simples en apariencia, pero con nostalgia por su tierra y un gran amor al lugar que los había acogido. Eran seres complejos, que había que saber observar” (4).
Mariano Saba, integrante del grupo de teatro del Colegio Nacional Buenos Aires señala que, para componer un personaje: “Primero analizamos la obra y luego estudiamos la llegada del inmigrante a la Argentina. Cada uno tenía que bucear en su árbol genealógico y rescatar fotos y recuerdos. Más tardes entrevistamos y grabamos para estudiar sus tonos y encontrarnos con su nostalgia y su tristeza” (5).
Carolina de Grinbaum narra en La isla se expande, la forma en la que una niña aprende otra lengua. En un conventillo recalaron una mujer italiana y sus dos hijas, apenadas aún por una desgracia familiar: “Tenemos instalada en una habitación próxima a la gentil señora que llega al caserón un día, a acomodar su viudez ya las dos hijas casi adolescentes a un nuevo ambiente, lejos de sus tristezas que permanecían adheridas al duelo paternal. Llenaban las jóvenes sus horas y lúgubres espacios, con cantos entonados en la dulce lengua de su lugar de origen: ‘la alta Italia’. La más grata variedad de composiciones que hasta entonces había tenido Mariana la oportunidad de conocer, vibraban a diario, todas ellas deleitaban sus oídos. No disponía siquiera de un modesto aparato de radio, cuya adquisición en esos momentos en especial, resultaba inaccesible a su padre. En un acompañamiento desafinado pero voluntarioso, hizo Mariana un aprendizaje veloz de las letras y las melodías con las que pudo acceder al conocimiento de un nuevo idioma, canto y música, al mismo tiempo. De esa manera lo entendía cuando intervenía con su voz, haciendo coro" (6).

Notas
(1) Korn, Francis: “Buenos Aires Siglo XX/Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura”, en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.
(2) Orgambide, Pedro: Aventuras de Edmund Ziller. Buenos Aires, Editorial Abril, 1984.
(3) León, Luis: “Chacarita. Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires, N° 2, junio de 2002.
(4) Cosentino, Olga: “Cosecharás tu siembra”, en Clarín, Buenos Aires, 18 de octubre de 2000.
(5) ”Rapidísimo”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 2 de enero de 2000.
(6) Grinbaum, Carolina: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.

 

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La escuela

Laura Pariani, escritora italiana que visita a su abuelo establecido en la Argentina, cuenta: “Mi abuelo vivía a varios kilómetros de Zapala. El hablaba cocoliche; su mujer, mapuche; sus hijos, castellano; yo, italiano” (1). Aunque no tan diversificada, así sería la comunicación hogareña de los inmigrantes.
Roberto Raschella, autor de Si hubiéramos vivido aquí, se refiere en un reportaje a la diferencia entre el idioma que se hablaba en su casa y el que hablaba en la escuela. A visitar a sus padres “Iban siempre paisanos emigrados, y ante la mesa de trabajo se hablaba, en dialecto calabrés, de las fiestas del santo del pueblo, de las comidas, de tantas familias con sus apodos, a veces ofensivos. Quizás en esas tardes larguísimas del verano empecé a descubrir la belleza de un idioma que no era el que aprendía en la escuela. Esa fue mi verdadera lengua materna. No recuerdo que mis padres hablaran nada parecido al cocoliche, y hasta diría que habían adquirido una perfecta noción del castellano, que hablaban con fluidez, pero mechando términos del dialecto y del italiano” (2).
Rosa Marafioti da algunos ejemplos del habla de ciertos inmigrantes italianos: “Pantaleón había llegado a Buenos Aires en el año 1949, después de la guerra infame que diezmó Italia y los obligó a emigrar. Pantaleón no podía decir huevos, ni hasta luego, pero no quiero extenderme sobre él, porque habría mucho que contar. Se empeñaba y porfiaba que los huevos se llamaban huovos, y se decía, hasta luogo. Mi tío Pepe quería vender cascotes, y puso un cartel en su casa: Se vendino cascotie. Mi suegro decía que en Italia se decía monga y cirola, por ciruela y monja, incantato por candado. Una paisana que quería comprar manteca, pedía burro, y el feriante le decía que no vendía burros, ella le mandaba una puteada, al uso nostro, y se iba enojada” (3).
En su trabajo “Del italiano al cocoliche” (4), Fernando Sorrentino escribe: “Juan Carlos Rizzo (5), entonces niño de nueve o diez años, testimonia el uso, hacia 1940, del cocoliche (no literario sino espontáneo) por parte de los italianos (los tanos) que jugaban a los naipes en el comercio de su padre: ‘ [Los criollos] jugaban al truco, al mus y al tres siete mezclándose con los tanos. Era gracioso escucharlos cuando imitaban los dichos de los gringos tratando de traducirlos… O cuando, a la inversa, eran ellos los que, acriollándose en una imitación muy graciosa del decir de nuestros paisanos, improvisaban sus versos. Muchas veces mi padre me llamó para que los escuchara… Io sono un criocho italiano/ que parla mal la castilla./ ¡Non se caiga de la silla,/ que tengue flor nella mano…!’. En seguida seguía el divertido contrapunto, que terminaba por transformarlos en auténticos payadores: ‘ Y yo soy criollo, no gringo,/ y atajate, que te bocho:/ ¿cómo se dice en tu lengua/ contraflor con treinta y ocho?’. Terminada esa partida, o la siguiente (porque el orden no viene al caso), uno de los truqueadores gringos respondía en tono de milonga pampeana: ‘Aquí me pongo a cantare/ co la guetarra a la mano/ e le canto ¡contraflore!/ Angárresela, paisano’.
En “Una estafa en cocoliche”, escribe Fernando Sorrentino: “En la literatura abundan ejemplos del cocoliche. Para ceñirme a los autores de mayor renombre, recordaré la obra Moneda Falsa (1907), del uruguayo Florencio Sánchez (1875-1910). En complicidad con el Lungo y Batifondo, y con Carmen (la patrona), el pícaro argentino Pedrín se finge italiano y estúpido para estafar al gringo Gamberoni mediante el famoso cuento del billete de lotería. La acción transcurre en un despacho de bebidas del suburbio de Buenos Aires. Urden que Pedrín, el imbécil, ha ganado quinientos pesos a la lotería, pero, como debe indispensablemente tomar el tren para Gálvez (Santa Fe) dentro de un rato, no tiene tiempo de ir a la agencia para cobrar el premio. Entonces el Lungo y Batifondo sugieren una solución (que, con la apariencia de favorecer al tonto de Pedrín, en realidad, beneficiará a Gamberoni): que éste se quede con el billete a cambio de sólo ciento cincuenta pesos más su orologio en garantía de que, más tarde, le enviará a Pedrín el resto del dinero a la ciudad de Gálvez. Para llegar a ese momento, los tres pícaros (que se fingen comedidos y, al mismo tiempo, exacerban la codicia del estafado) construyen una hábil e ingeniosa farsa que se va deslizando «naturalmente» hacia el engaño. (...) Alguien, en apariencia muy sensatamente, podrá objetar: «¿Cómo es posible que Gamberoni, siendo italiano, no se dé cuenta de que Pedrín no lo es?». Ocurre que los inmigrantes solían ser analfabetos, desconocer el italiano y expresarse sólo en el dialecto de su región; de tal manera que, por ejemplo, un genovés y un siciliano no conversaban entre ellos en italiano ni en sus incomprensibles dialectos excluyentes, sino en la lingua franca que les brindaba la nueva tierra, y que no era otra que el español argentino, en mayor o menor medida degradado a cocoliche. Teniendo en cuenta la fluidez de su habla, podemos imaginar lícitamente que Pedrín, aunque argentino, es hijo de italianos” (6).
Renata Rocco-Cuzzi se refiere a cocoliche como la lengua que se hablaba en los conventillos: “En los mismos años 30, el hermano de ‘Discepolín’, Armando, escribe sus grotescos denunciando el primer fracaso en la Argentina del ascenso social. El fundador del grotesco ríoplatense describe cómo los inmigrantes que vinieron a ‘hacerse la América’ en realidad quedaron encerrados en los conventillos hablando en cocoliche” (7).
En 1956, Laura Devetach “tenía un segundo grado con cincuenta y seis alumnos que oscilaban entre los siete y los diecisiete años”, en un pueblo del norte de Santa Fe. Un día –recuerda- “les pedí a los chicos que contaran los cuentos que sabían. Y ese contar fue glorioso porque salieron el lobizón, el zorro, el Pombero, ánimas, asesinatos varios, adulterios en la familia, canciones de Italia, refranes, oraciones” (8).
Gladys Onega también habla sobre la influencia de la instrucción pública en los hijos de los inmigrantes: “A mí lo que más me atrajo, y me metí en un trabajo muy arduo y gratificante, fue el de la escritura adulta que tiene que crear un narrador niño pero con una escritura adulta. Esta fue una gran tensión que se produjo en mí con el lenguaje; y además tratar de encontrar las voces que me rodeaban en aquel momento, ya que tenía la de mi padre que hablaba en gallego con sus parientes, pero no en mi casa porque mi madre era criolla, y también la de todos los italianos que en ese tiempo hablaban realmente el italiano. Para mí era maravilloso tener todos estos sonidos. Eran todas palabras misteriosas. Los chicos que iban al colegio en el 35 y provenían del campo hablaban en italiano, y en la escuela era donde verdaderamente se nacionalizaban. Ese fue el gran factor unificador de la escuela pública” (9).
Francis Korn coincide en esta afirmación: “Los chicos (los mayores, de la misma nacionalidad que sus padres y los menores, argentinos) concurrían a las escuelas públicas o a las religiosas de alrededor y, eso sí, entre ellos, el único idioma utilizado era el porteño” (10).
Aprendían o mejoraban su castellano, y –afirma Luis Alberto Romero- “Gracias a la prosperidad y a la educación pública, era común que los hijos ocuparan posiciones mejores que los padres” (11).
Eso era lo que anhelaba “Giusseppe el zapatero”, protagonista del tango de Guillermo del Ciancio: “”E tique, tuque, taque,/ se pasa todo el día/ Guiseppe el zapatero,/ alegre remendón;/ masticando el toscano/ y haciendo economía,/ pues quiere que su hijo/ estudie de doctor” (12).
En un cuento de Horacio Vaccari, el hijo médico escribe una carta a Giuseppe. Le dice: “Cumplí con la voluntad que usted me impuso desde la cuna. Estudié Medicina, fui uno más en el montón, aunque sacaba buenas notas. Tenía que hacerme perdonar mi origen, si bien mis compañeros me respetaban porque era callado y estudioso” (13).
Décadas después, la situación cambia. En una viñeta de Fontanarrosa, referida a las perspectivas de los universitarios en la Argentina, un abuelo dice al nieto: “Vos, Cachito, tenés que aprovechar las oportunidades que ahora, te brinda el país... Yo, como vine de Italia sin nada, tuve que ir a una escuela pública... Vos, en cambio, hoy por hoy, tenés la posibilidad de ir a levantar la cosecha...” (14).
Muchos de estos hijos se dedicaron a la docencia. “Qué origen social tuvieron las primeras normalistas?”, pregunta Alberto González Toro. “Clase media. Hijos de inmigrantes, como la mayoría de los docentes de fines del siglo XIX y principios del XX –explica la licenciada Roxana Perazza, flamante secretaria de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires-. Ellos valoraban la educación como una herramienta de movilidad social y como una forma de acceder a determinados bienes culturales que solamente a través de la escuela se podían conseguir” (15).
Estudió magisterio Manuel Sadosky: “Uno de los siete hijos de una pareja de inmigrantes rusos (sus padres llegaron en 1905 huyendo del creciente antisemitismo), Manuel es en cierto modo la encarnación de un país pujante y ambicioso: aunque su padre era zapatero, él y sus hermanos varones estudiaron el magisterio y se graduaron en la Universidad de Buenos Aires” (16).
González Lanuza recuerda los esfuerzos de su maestra por borrarle la pronunciación española: “En su bondadosa preocupación por su alumno me creó, sin sospecharlo, un serio problema, a sus oídos habituados a las dulzuras del decir criollo debieron molestarle las crudezas de mis acentos hispánicos, acaso el entusiasmo patriótico de aquellos años fervorosos del centenario, le inspiraron la urgencia de adaptarme de inmediato a lo argentino”. Así sucedió: “Ello fue que un cierto día decidió dedicarse durante los recreos a luchar con aquella, su suavidad, tan eficaz en mí, contra una erizada prosodia santanderina, tajante de jotas, capaces de degollar a quien las pronunciara, restallante bajo el doble látigo de las elles, resbaladiza de zetas y ce, para reemplazarla por la tierna indecisión de la ce argentina, vacilante entre la ce y la ese, limar el filo despiadado de las jotas y hacerme deslizar por las blanduras del yeísmo”. El alumno aprendió rápidamente: “Dócil a su reclamo, que además facilitaría mi trato con los compañeros al eludir las pullas que mi primitiva pronunciación provocaba, adelanté raudamente en el proceso de desintegración de la prosodia ibérica”. Mas a los padres no les satisfizo este avance del niño: “”¡Pero ay de mí! En mi casa, mis padres opinaban de otra manera y las desacostumbradas inflexiones recién adquiridas por mi voz, eran consideradas pecado mortal, clarísimo índice de que a convertirme en un descastado. De ahí mi temprana condición de bilingüe que me hizo acomodar a modismos distintos, según que tuviera que hablar en casa o en la escuela” (17).
Algo similar cuenta María Rosa Lojo: “Más allá de la historia y de la fábula, de Rosalía de Castro y de Alfonso el Sabio, lo cierto es que en la vida cotidiana, antes de ir al colegio, yo hablaba con ‘ces’ y con ‘zetas’, de ‘tú’ y de ‘vosotros’, como si acabase de pasar por la Aduana. Extranjera en mí propia tierra, fui un objeto de fascinada curiosidad los primeros días de clase. Por supuesto, pronto me aclimaté y me convertí –linguísticamente- en una argentina más. Pero sólo de puertas afuera. En la intimidad de la casa perduraron, hasta la muerte de mis padres, el ‘tú’ y el ‘vosotros’, el léxico de la Península: ‘cerillas’ y no ‘fósforos’, ‘falda’, en vez de ‘pollera’, ‘acera’, por ‘vereda’ , ‘dentro’ y ‘fuera’, no ‘adentro’ y ‘afuera’. No fui el único caso de ‘doble identidad’ idiomática: ésa era una de las marcas habituales del ‘exiliado hijo’ “ (18).
Otros descendientes de inmigrantes hablaban siempre igual, ya fuera con su familia o en la escuela. Cuando Jorge Luz fue a conocer a su abuela asturiana, la anciana le dijo: “Nin... –que quiere decir nene-. Nin, nenu, nenín, que guapín eres al hablar... me dices de vos, como a los reyes” (19).
Lolita Torres, descendiente de inmigrantes, no sabe el motivo de su acento: “No puedo explicar –dijo la actriz- el por qué del acento español. No sé, me viene de adentro, y eso que mis padres eran argentinos. Mis abuelos paternos eran navarros y los de mamá eran gallegos. Por un tiempo, todos creyeron que yo era española y eso provocó el estallido en la comunidad hispana. Cuando se enteraron de que era argentina no tuvieron el menor prejuicio y me siguieron apoyando” (20).
Gladys Onega escribe que “los que habían venido de allá” “hablaban esa fala melosa, que a nosotros no nos enseñaron por vergüenza de aldeanos” (21).
Mis abuelos paternos, gallegos de Lugo, nunca enseñaron a sus hijos ese idioma, que ellos aprendieron de tanto escucharlo. Mi abuelo materno, de La Coruña, y mi abuela materna, argentina hija de lombardos, tampoco transmitieron sus idiomas a su descendencia.
El padre del poeta Rodolfo Alonso, gallego, cursó estudios primarios siendo ya adulto (22). Otros gallegos –como Darío Lamazares, representante legal del Instituto Santiago Apóstol, que llegó a la Argentina a los catorce años-, no tuvieron acceso a la escolaridad: “Fui un autodidacta, me formé en la calle, y como la mayoría de mis compatriotas sufrí la falta de instrucción. Este país nos dio todo, los mismos derechos que sus hijos, y la escuela es una forma de pagar esa deuda” (23).
Uno de los personajes de Ana María Shua, hijo de polacos, no podía pronunciar la erre: “Cuando el mayor de los hijos de abuelo Gedalia y la babuela, el que llegaría a ser con tiempo el tío Silvestre, empezó a ir a la escuela, todavía (como suele suceder con los hijos mayores en las familias de inmigrantes pobres) no dominaba el idioma del país. Esa desventaja con respecto a sus compañeros le produjo grandes sufrimientos morales. (...) Decí regalo, le decían los otros chicos. Decí erre con erre guitarra, le decían. Decí qué rápido ruedan las ruedas, las ruedas del ferrocarril. Y cuando escribía, Silvestre confundía territorio con teritorrio y la maestra se sorprendía de esa dificultad en un alumno tan bueno, tan brillante, tan reiteradamente abanderado”. La solución que se encontró fue terrible: “Silvestre llegó ese día de la escuela y sin sacarse el delantal declaró que la señorita había dado orden de que en su casa tenían que hablar solamente castellano”. Y así se hizo, porque el padre del niño vio la propia conveniencia de ese cambio, y porque la madre “le tenía un poco de miedo a la maestra, que para ella era casi un funcionario de control fronterizo, alguien destacado por las autoridades de inmigración para vigilar desde adentro a las familias inmigrantes y asegurarse de que se fundieran, se disgregaran, se derritieran correctamente hasta desaparecer en el crisol de razas” (24).
No sólo a hablar castellano se aprendía en la escuela. “La Argentina en 1870 tenía 80 por ciento de analfabetos –afirma Roberto Cortés Conde- y hacia 1919 ese índice se había reducido al 30 por ciento” (25). El analfabetismo era común entre los inmigrantes. Lo menciona Lucio V. Mansilla, cuando dice de un personaje: “Este San Pío era italiano, casado, muy bonachón y cariñoso. Sus quesos de Goya, y particularmente sus chorizos, allí a la vista, tenían fama (...) No sabía leer ni escribir, ni hablaba italiano, ni español, ni genovés, ni dialecto itálico alguno, sino una media lengua suya propia” (26). Analfabetos eran los inmigrantes que llegaban desde Filetto, en Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli.: “Venían porque allá había mucha hambre. Eran... Todos muy pobres, analfabetos. Rústicos” (27).
Luis León transcribe el testimonio de Anouj de Bembasat, hija de un sefaradí llegado de Esmirna: “Cerca de casa estaba el Colegio José Manuel Estrada, cuyo director el Dr. Armando, iba todos los días al negocio de mi padre para aconsejarle que aprendiera a escribir, aunque él y mi madre rehusaban a hacer el esfuerzo diciéndole ¿...para que sirve?, ¡no kero!...pero con esfuerzo, logró que aprendieran a escribir su nombre y firmar” (28).
Félix Luna afirma que los analfabetos eran utilizados con fines políticos. En Soy Roca, relata lo sucedido en 1909 en una mesa electoral, cuando se presenta como austríaco un hombre al que su aspecto y su modo de hablar “lo delataban como un bachicha recién desembarcado”. Roca le pregunta si es italiano; el inmigrante le responde que sí, y que no sabe lo que dice la libreta: “-Io non só niente.... ¡A mí me la datto don Gaetano ! ‘Don Gaetano’, Cayetano Ganghi era el árbitro de la elección, con sus roperos llenos de libretas falsificadas y sus huestes de inmigrantes analfabetos y de atorrantes dispuestos a votar cinco o seis veces en diferentes mesas” (29).
En la escuela se transmitían asimismo los valores que la clase dirigente quería inculcar. Miguel de Marco, Presidente de la Academia Nacional de la Historia afirma: “en el pasado, la generación de Sarmiento y Mitre quería que el país se poblara con inmigrantes que integraran un crisol de razas. Para formar y unificar a esa sociedad nueva y aluvional se difundían las vidas de determinados personajes, de bronce, que fueran verdaderos ejemplos. No se dieron cuenta de que un San Martín que no duerme no es creíble, lo mismo que un Sarmiento que nunca faltó a la escuela. En las escuelas se mostró esta especie de historia oficial con personajes sin humanidad, quienes por tenerla no pierden grandeza” (30).
“El grave problema de preservar nuestra identidad en medio de las influencias foráneas, preocupó también a la generación del 80 y a la del Centenario –escribe Lucía Gálvez-, ¿cómo hacer para que los deseados inmigrantes se sintieran argentinos? En aquellos tiempos los medios de comunicación –diarios y libros- no influían tanto a las masas. Fueron las escuelas las encargadas de dar una educación que recalcara aquellos valores que se quería enseñar y preservar” (31).
Un personaje de Frontera sur dice que a Sarmiento le parecía mal que se abrieran escuelas italianas, o alemanas, o inglesas”. Otro interviene: “”Era lógico que le pareciera mal. (...) No estaba loco. (...) Un Estado. Quería un Estado, con mayúscula. Y eso se hace con la escuela pública. Esto no puede ser eternamente un centón mal cosido. La gente que llegue tiene que adaptarse, recomponerse, mezclarse para formar una raza argentina” (32).
En la colectividad armenia, “En el imaginario colectivo, la lengua fue percibida como un factor fundamental para el resguardo de la herencia cultural armenia o, al menos, para la dilación de la asimilación. (...) Esta creencia en que la difusión de la lengua reaseguraría la continuidad de los valores nacionales, indujo a los primeros inmigrantes a fundar sus escuelas” (33).
En “Canción a Berisso”, Matilde Alba Swann recuerda las escuelas de esa localidad: “Yo le canto a tus niñas saliendo de la escuela:/ alemanas, rusitas, italianas, armenias,/ distintas lenguas todas e idéntico candor;/ y canto a las pequeñas hijas de mi tierra/ "made in argentina" levadura extrajera,/ raíces que se prenden a un destino mejor.// Le canto al influjo de tus academias/ alimentando el sueño de tu adolescencia/ por salir del hollín;/ y canto a tus escuelas nocturnas para adultos/ donde padres y abuelos aprenden a escribir” (34).
Santó Efendi, un judío que cursó paralelamente la escuela pública y la hebrea, dice: “Habiendo tenido la suerte de nacer en la Argentina de finales de la década del 20, y habiendo pasado por la primaria luego de la crisis económica de los años 30, solamente tengo recuerdos gratos de mis maestros y de la calidad de la enseñanza pública, regalo del gran Sarmiento, quien organizó en el siglo anterior las bases de las escuelas públicas del país” (35).
En La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, narra uno de los personajes, que vivía en Villa Pueyrredón, a mediados del siglo pasado: “Por las mañanas, en la escuela pública donde todos concurríamos, conviví con el inglés Stanley y el italiano Badaracco, protagonistas de una pelea memorable donde vi correr sangre por primera vez; con el galleguito Pérez y un francés medio raro que se hacía dibujos en las manos con hojitas de afeitar. Los cinco judíos del colegio íbamos a clase de Moral, pero una vez que faltó el profesor decidimos entrar a la clase de Religión. La maestra de tercero, que dramatizaba el martirio de Cristo, fue tan elocuente en su descripción que yo me quedé llorando un buen rato por la impresión. Eso sí, los alumnos más destacados –con independencia del apellido- fuimos seleccionados para concurrir al velorio de Eva Perón, en representación de la escuela. Ahí lloré otra vez” (36).
Marina Aizen escribe: “El rabino Dani Goldman cuenta la historia de un ingeniero, Iasha Baron, que hizo sus estudios en Buenos Aires, después de sobrevivir al Holocausto. Cuando en un examen de historia le preguntaron por los miembros de la Primera Junta, él comenzó a recitar: ‘Azcuénaga, Larrea”. Y el profesor le contestó: “Siga nomás hasta Callao”. Claro, el inmigrante judío no hablaba de la Primera Junta sino de las calles de su barrio, El Once” (37).
Décadas después, Marcelo Birmajer evoca su experiencia en la primaria. A propósito de un hecho que está relatando, dice: “La historia transcurre en el colegio Doctor Hertzl, una institución judío-laica donde cursé hasta el cuarto grado de la escuela primaria. No pasé de cuarto grado porque el estudio simultáneo del inglés, el hebreo y el castellano, sumado a una confusa situación familiar, me dejó varado en una dislexia consistente en escribir el castellano de derecha a izquierda, como el hebreo; y el hebreo de izquierda a derecha, como el castellano. Sin duda podría haberme presentado como atracción en un circo grafológico, pero no era la habilidad más indicada para cursar regularmente el cuarto grado” (38).
David Rotstein, ucranio establecido en La Pampa, contó con la solidaridad de un amigo para poder estudiar: “En 1913 se voló el techo de la escuela primaria y ésta quedó inutilizada. Los Novick pudieron mandar a sus hijos a estudiar a otro lado pero David tuvo que abandonar. Para aportar a la familia, se conchabó para cuidar ovejas en una chacra cercana. (...) David tenia gran preocupación por no poder seguir estudiando, un sentimiento que lo persiguió hasta su vejez. Pedro Novick, que sí pudo continuar, trataba de enseñarle cada vez que era posible. Su amistad entrañable continuó el resto de sus vidas” (39).
Olga Weyne escribe, con respecto a los inmigrantes afincados en Entre Ríos: “Era visible que se iban conformando ‘islas lingüísticas’ en el ámbito rural, pero este fenómeno no fue privativo de los grupos alemanes del Volga; también se verificó entre los colonos judíos y, aunque en menor medida, en las restantes colectividades de habla no hispana. (...) Algunos funcionarios llegaron a sostener que esta resistencia de los extranjeros al aprendizaje del castellano constituía un atentado contra la nacionalidad y contra los principios de la Ley de Educación Común. (...) El inspector Manuel Antequeda afirmaba en 1909 que no debía interpretarse tan ligeramente estas reacciones de los colonos, pretendiendo encontrar sentimientos antiargentinos en toda resistencia al aprendizaje del castellano. Sugirió buscar las verdaderas causas de la misma y hacerse cargo de lo dificultoso de su estudio para los inmigrantes de habla no latina” (40).

Notas
1 Patat, Alejandro: “El país de los sueños perdidos”, en La Nación, Buenos Aires, 28 de abril de 2002.
2 Ingberg, Pablo: “El amor a los vencidos”, en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de 1999.
3 Marafioti, Rosa: “Cómo hablaban nuestros inmigrantes”, en El Barrio Villa Pueyrredón, Buenos Aires, Año V, N° 55, Noviembre de 2003.
4 Sorrentino, Fernando: “Del italiano al cocoliche”, Centro Virtual Cervantes Lunes, 31 de marzo de 2003.
5 Rizzo, Juan Carlos: Las Catorce Provincias (relatos del boliche). Buenos Aires, 2002, págs. 205-206. Citado por Sorrentino.
6 Sorrentino, Fernando: “Una estafa en cocoliche”, en “El trujamán”, Centro Virtual Cervantes, 27 de noviembre de 2003.
7 Rocco Cuzzi, Renata: “Mitos del granero del mundo”, en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de 2000.
8 Devetach, Laura: “Autobiografía”, en El Tiempo, Azul, 25 de agosto de 2002.
9 Duche, Walter: “Todos tenemos derecho a escribir nuestra historia”, en La Prensa Buenos Aires, 18 de julio de 1999.
10 Korn, Francis: op. cit.
11 Cosentino, Olga: “La Argentina de los deseos”, en Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.
12 Azzi, María Susana: “La contribución de la inmigración italiana al tango”, en Archivo Histórico Alberto y Fernando Valverde, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno, Año 2000, Revista N° 4.
13 Vaccari, Horacio: “Final de juego”, en Cuentos elegidos. Buenos Aires, Troquel, 1978. 138 págs.
14 Fontanarrosa, Roberto: en “Qué hacer con la Universidad”, en Clarín, Buenos Aires, 16 de mayo de 1999.
15 González Toro, Alberto: “Fulgor y nostalgia de la maestra normal”, en Clarín, Buenos Aires, 8 de junio de 2003.
16 Bär, Nora: “Manuel Sadosky El maestro”, Fotos: Martín Lucesole. Buenos Aires La Nación Revista, 16 de mayo de 2004.
17 González Lanuza, Eduardo: citado en “Bajaron de los barcos. Historia de la inmigración en Argentina”, por Colegio Schönthal. www.monografias.com.
18 Lojo, María Rosa: “Mínima autobiografía de una ‘exiliada hija’ “, en Sitio al margen. Noviembre de 2002.
19 Guerriero, Leila: en La Nación Revista
20 Freire, Susana: “Lolita Torres. Una voz que le cantó a los corazones”, en La Nación, Buenos Aires, 15 de septiembre de 2002.
21 Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.
22 Alonso, Rodolfo: Entrevista en Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
23 Beltrán, Mónica: “La primera escuela gallega que enseña a chicos argentinos”, en Clarín, Buenos Aires, 25 de abril de 1999.
24 Shua, Ana María: El libro de los recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
25 Cosentino, Olga: “La Argentina de los deseos”, en Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.
26 Mansilla, Lucio V.: citado por Colegio Schönthal.
27 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
28 León, Luis: “Inmigrantes sefaradíes. Allá por la calle 25 de Mayo”, en SEFARaires N°24, Abril de 2004.
29 Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
30 Urien, Paula: “Revisar el futuro”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de julio de 2002.
31 Gálvez, Lucía: Panel en la muestra Aquel siglo XX. Biblioteca Manuel Gálvez.
32 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
33 Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: “Los armenios en Buenos Aires”. La reconstrucción de la identidad (1900-1950).. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.
34 Swann, Matilde Alba: “Canción a Berisso”, en Canción y grito, 1955. Incluido en www.matildealbaswann.com.ar.
35 Efendi, Santó: “Una infancia en Villa Crespo”, en SEFARaires, N° 3, julio de 2002.
36 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.
37 Aizen, Marina (texto) y Hernán Rojas (fotos): “Súper judíos”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 5 de noviembre de 2006.
38 Birmajer, Marcelo: No es la mariposa negra. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
39 Rotstein, Enrique y Fabio: op. cit.
40 Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial Tesis/Instituto Torcuato Di Tella, 1986.

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Otros caminos

No sólo en el conventillo o en la escuela se aprendían otras lenguas. Gaetano, uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria, lo hace en su lugar de trabajo, el “tranguay”, donde “La gente hablaba en todos los idiomas. Yo aprendí algo de inglés, de francés, de alemán. De polaco también y de yídish. La mayoría de los pasajeros eran inmigrantes. Uno tenía que saludarlos en sus lenguas. Había veinte maneras de decir buen día. Y muchas veces uno tenía que ayudarlos con el cambio, con las monedas” (1).
También completa en su trabajo el aprendizaje del castellano uno de los personajes de Vázquez-Rial, una institutriz irlandesa, que se emplea en casa de un gallego. Dice la joven: “Llego de Irlanda hace tres días y vengo aquí”. Su empleador la corrige: “-Llegué –corrigió Roque, mostrando el pasado con el índice, en un lugar situado detrás de su hombro derecho-. Y vine”. En esa misma obra, un porteño dice a un alemán: “Y le adelanto un consejo, gratis, si se piensa quedar a vivir: agárrese al vos, con fuerza, como hizo antes. Si habla de tú, va a ser siempre un extranjero. Eso, si no lo toman por algo peor”. Y otro porteño dice a un gallego: “no se dice le acerco, sino lo acerco. Ya sé que es gallego, pero va a cambiar”. El gallego le responde: “No sé si quiero cambiar. Menos lengua se les pide a los turcos o a los polacos. ¿Por qué se ocupan tanto los argentinos de los españoles?” “Es distinto –dice el porteño. Esos siempre van a ser ridículos. No tienen remedio. Ustedes sí” (2).
A un polaco –personaje de la novela Mestizo, de Ricardo Feierstein-, los paisanos le juegan una mala pasada cuando les pide que le enseñen castellano. Relata uno de los inmigrantes: “-Cuando Shmuel vino de Polonia siempre lo embromábamos. El era bruto y no aprendía el idioma. Trabajaba en un taller de sastres. No sabía ni saludar en argentino y eso lo ponía violento. Un día viene y me dice: ‘che, enseñáme a saludar en castellano, por lo menos quiero decir ‘buenos días’ a la gente cuando entro a trabajar por la mañana’. Entonces yo le dije que ‘buenos días’ se dice en castellano ‘la puta que te parió’. Este va, estudia toda la noche en la casa –porque lo llevó escrito- y al otro ía saluda así: ‘la puta que los parió a todos’. Los otros querían matarlo, pensaban que los estaba insultando” (3).
Décadas después, escribe Diego Paszkowski: “Pienso con infinita tristeza en la gente que desprecia al distinto, al extranjero, al inmigrante, que hoy se refiere a, por ejemplo, coreanos, japoneses y chinos con las mismas expresiones miserables que hace cincuenta años habrán utilizado para con mi abuelo, judío polaco. ‘Hablan en su idioma’, escuché decir de unos y de otros a modo de excusa para segregarlos, pero sé por experiencia que, sólo dos generaciones después, quien esto escribe, nieto de aquel abuelo, enseña a escribir a jóvenes futuros artistas en la mismísima Universidad de Buenos Aires” (4).
Antonio Dal Masetto aprendió nuestro idioma mediante la lectura. A los doce años llegó a Salto, donde –afirma en una entrevista- “Empezó el duro aprendizaje, la transculturación. Cansado de que lo cargasen por su forma de hablar, decidió esforzarse para aprender el castellano. Para eso recurrió al arte. Su padre se asoció con su tío en una carnicería. Dal Masetto empezó a seleccionar las revistas que llegaban para envolver y, entre los globitos y el dibujo de las historietas, empezó a adentrarse en el idioma”.
De los comics, pasará a los libros. Así recuerda esa etapa: “Mi camino fue absolutamente argentino. En casa hubo un esfuerzo inmediato por adaptarse. Cuando empecé a aprender el idioma en el pueblo, frecuentaba una biblioteca. Buscaba libros. Elegía al azar. Me los devoraba, junto con la revista Leoplán, que traía novelas cortas enteras. Me alimenté mucho de esa revista, y con ella descubrí que había una literatura inmensa” (5).
Esteban Peicovich, hijo de inmigrantes dálmatas nacido en Berisso, leía: “esa infancia venía a contrapelo. Primera entrega local de inmigrantes con lengua cambiada. Párvulos doblemente perplejos pues debían traducir el exótico idioma familiar al exótico lenguaje de afuera. No había tío, abuelo o vecino que no pareciese extraído de un relato de London o Turgueniev. La gruesa variedad cultural y el incordio del idioma empujaban a huir del mundo por la ventana del libro o la historieta” (6).
Un personaje de Hermana y Sombra, de Bernardo Verbitsky, tiene dificultades con el castellano; el protagonista, un niño hijo de inmigrantes rusos, le presta un libro: “Por la calle Campana entraba regularmente un hombre gordo, Jacobo para todos, o Jacoibos para quienes le imitaban el habla, y él a su vez llamaba Doña María a todas sus clientas, que le adquirían ropa, platos, y hasta muebles, siempre en cuotas semanales, nunca muy elevadas. Salí, al notar que la conversación se prolongaba, y también intervine, pues eliminada ya la posibilidad de una venta, apreciamos la simpatía del joven. El explicó que era un judío de Rumania donde había sido estudiante, pero obligado aquí a ganarse la vida, encontró su actual ocupación de cuentenik. Deseaba perfeccionar su mal castellano, y a mí se me ocurrió una excelente idea, la de prestarle mi ejemplar del Quijote, regalo de mi padre unos meses antes. Como yo lo había leído, no tenía inconveniente en facilitárselo por un tiempo. ¿Qué mejor libro para practicar el español?” (7).
Casi todos aprendían el idioma por las suyas, ayudándose algunos con el diccionario. “ ‘Mucho antes de ser diccionarios escolares, de ser llevados en la mochila, equiparados al resto de los útiles, los diccionarios eran un objeto muy valioso para las familias, un texto de consulta’, cuenta el profesor de Historia de la Educación, Rafael Gagliano. (...) También es parte de la cultura inmigrante. El diccionario les solucionaba las crisis que podían tener con su segunda lengua. Está muy conectado con los autodidactas” (8).
De uno de sus tíos dice Gladys Onega: “Claro es que Eliseo poca escuela tenía, era un autodidacta de aldea y de pueblo como todos los gallegos de mi familia, siempre tratando de pulirse con la lectura del diccionario y de los buenos diarios que a sus manos llegaban, sin desdeñar los más sensacionalistas, por eso de su afición a la grandilocuencia. (...) El Quijote y el diccionario educaron a ese autodidacta, quien los citaba con exactitud pero con exceso pues no había adquirido los moldes que impone la educación formal, por eso no calibraba el uso y abuso de los epítetos ni percibía la risa que provocaban en oyentes que no los habían leído o que ni siquiera tenían referencia de su existencia” (9).
Así como algunos aprendían castellano en el tranvía, o leyendo, un personaje de Gabriel Báñez tiene la ocurrencia de recurrir a la religión, aún siendo judío, para dominar el nuevo idioma. Al ver mujeres católicas que se confiesan, la pequeña Sara Divas, en Virgen, “imaginó que la fe era un idioma en voz muy baja y que esas mujeres aprendían las lecciones de rodillas, murmurando y repitiendo. (...) Era una buena manera de aprender el idioma que tanto atormentaba a su padre y, llegado el caso, de hablar por él”. El sacerdote le da una estampita de la Virgen de Luján, “a partir de ese entonces Sarita empezó a comulgar con el castellano, porque lo aprendió a los rezos y gracias a las oraciones que venían en el reverso de las estampitas” (10).
En el siglo XIX, Pablo Lantelme, piamontés afincado en Entre Ríos, sostenía: “Para el bien general, creo y afirmo que es necesario que la predicación de la Divina Palabra se haga en lengua castellana, o por lo menos, que se predique dos domingos seguidos en castellano y uno en francés, para no cortar de un solo golpe el sistema abusivo. Los Capellanes (de San José) siendo franceses y poco acostumbrados a hablar en lengua castellana, no faltarán de alegar mil pretextos contrarios a lo que acabo de probar” (11).
José Brendel, por su parte, relata los problemas que tenía un sacerdote italiano. Olga Weyne transcribe ese testimonio: “(En 1913): ‘El tiempo de la ausencia del padre Kotulla (uno de los más recordados sacerdotes del Verbo Divino, en colonia San Miguel), fue cubierto provisoriamente por un sacerdote italiano, recién llegado, que no hablaba ni el alemán ni el castellano, pero que con su bondad y sus expresivos ademanes italianos, se hizo querer, ya que no entender, por la población. Se llamaba Juan Sciortino. Sus sermones eran un acopio pintoresco de varias lenguas, pues también hacía sus ensayos en alemán, que le enseñaban los monaguillos y que él mismo repetía después en el altar, con abundante transpiración aunque con vano intento. Los niños eran sus predilectos y para ellos siempre tenía golosinas; (...) San Miguel guarda un recuerdo cariñoso del Padre Juan y quiere que estas líneas sean un homenaje a su vocinglera bondad” (12).
El padre de Máximo Yagupsky encuentra una original forma de aprender castellano: “mi padre, que era un judío religioso, tenía gusto por la mañana, antes de que nosotros fuéramos a la escuela, de tomarnos las lecciones. Era una forma indirecta de ir aprendiendo él mismo de los libros de texto un poco de castellano y un poco de la cultura ambiente” (13).
También quería aprender el padre de María Esther de Miguel: “En mi casa se hablaba mucho de historia, porque mi padre que era un inmigrante español, era muy curioso e inteligente. Siempre quería saber la historia del lugar y se preguntaba sobre Urquiza y yo escuchaba” (14).

Notas
1 Giardinelli, Mempo: op. cit.
2 Vázquez-Rial, Horacio: op. cit
3 Feierstein, Ricardo: Mestizo. Buenos Aires, Planeta, 1994.
4 Paszkowski, Diego: “En qué pienso”, en Clarín, Buenos Aires, 12 de enero de 2003.
5 Roca, Agustina: “Historia de Vida”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.
6 Peicovich, Esteban: “Mi escritor favorito”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 2 de noviembre de 2003.
7 Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.
8 S/F: “De generación en generación”, en Clarín, Buenos Aires, 19 de marzo de 2000.
9 Onega, Gladys: op. cit.
10 Báñez, Gabriel: Virgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.
11 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1992.
12 Weyne, Olga: op. cit.
13 Diament, Mario: op.cit.
14 Correa, Alejandra: “María Esther de Miguel. La novela histórica”, en Magazine actual, Año 2, N° 8. Diciembre de 1997.

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Opciones

Ya en el Martín Fierro encontramos referencias al inmigrante que no habla castellano: “Era un gringo tan bozal,/ Que nada se le entendía./ ¡Quién sabe de ánde sería!/ Tal vez no juera cristiano,/ Pues lo único que decía/ Es que era papolitano” (1).
Por conocer poco el idioma, Carlos Vergiati, padre de Julián Centeya, no pudo ejercer en la nueva tierra su profesión: “Llegados al país, se instalaron en San Francisco, pueblo de la provincia de Córdoba, lugar en el que el padre trabajó de carpintero, ya que su escaso conocimiento del idioma le impedía desarrollar su actividad periodística” (2).
La madre de Iris Marga utilizó su conocimiento de idiomas para ejercer la docencia. En una entrevista, le preguntaron a la actriz: “¿Es cierto que usted estuvo sentada en las rodillas del general Roca y en esa posición le recitó La avispa Teresa?”. Ella respondió: “Sí, mi mamá era profesora de idiomas de la familia De Vedia y un día la acompañé a ella y dio la casualidad de que estaba Roca. Parece ser que yo era muy simpática de chica y el general me pidió que le recitara algo. Entonces me senté en sus rodillas y le recité La avispa Teresa en italiano” (3).
Conocer el idioma garantizaba un mejor puesto a los policías porteños: “Por carecer de personal, la Policía se veía obligada a tomar todo tipo de personal, sólo tenían que rendir unas condiciones de tiro e ingresaban a la Institución. Fue así que se podía contar entre los vigilantes, a italianos, turcos y polacos que no dominaban muy bien el idioma español, cuando alguno de los postulantes sabían leer y escribir castellano, los ingresaban con el cargo de Cabo” (4).
El desconocimiento del castellano retrasa los estudios de una inmigrante: “A los catorce años –en plena Segunda Guerra Mundial, y sin hablar una gota de español- dejó su Viena natal y se instaló con sus padres en la Argentina. Acá la enviaron al colegio Mallinckrodt, pero abandonó porque el idioma era una barrera difícil de saltar. Mercedes von Dietrichstein se casó a los diecinueve, pero a los treinta se decidió a rendir el secundario libre. Mientras criaba a sus cuatro hijos estudió Psicología en la UBA, y después trabajó en el Hospital Borda” (5).
En Diario de ilusiones y naufragios, de María Angélica Scotti, en cambio, el inmigrante intenta hacerse entender: “Padrazo chapurreaba bastante el español; lo venía practicando desde antes de embarcarse en Génova” (6).
Al parecer, saber italiano facilitaba el aprendizaje del castellano. En el libro de Chuny Anzorreguy, el capitán Kovacic recuerda lo que se planteó al llegar a la Argentina: “Primero debíamos aprender el idioma. Habiendo ya aprendido más o menos el italiano, la cosa se nos iba a hacer más fácil. Así fue. En poco tiempo podía comunicarme en un castellano bastante pasable” (7).
Como puede habla castellano el inglés que evoca Leopoldo Lugones. No obstante, ejerce una beneficiosa influencia en los ganaderos a los que aconseja: "lo cierto es que en su media lengua trajo/ Artes y ciencias que el paisano ignora./El transformó los bárbaros corrales,/ Las torpes hierras, las feroces domas,/ Y aseguró en las chacras invernizas/ que al pronto parecieron anacrónicas,/ Forraje fresco a los costosos padres, que entienden sus maneras y su idioma. Y el tronco muscular del eucalipto/ En que su duro y blanco brazo apoya,/ Se amorata de fuerza parecida/ Al levantarse desgreñado de hojas/ ‘Marido de la Pampa’ como dijo/ Sarmiento, con palabra creadora” (8).
En “La noche de la cruz de plata”, uno de los cuentos por los que Jorge Torres Zavaleta mereció el Premio Fortabat en 1987, será el idioma el medio elegido por el joven para mortificar a su madre: “prefería tomarla en broma, imitar su tonada inglesa (hacía una parodia, que deleitaba a sus amigos, de Miss Lucy tomando el té en la embajada), abrazarla al ver que la entristecía” (9).
“Los británicos –afirma Andrew Graham Yooll- se negaron tenazmente a ser categorizados como inmigrantes, lo que significaba un descenso en la clase social” (10).
Para algunos, hablar más de un idioma, era testimonio de su condición de inmigrantes. Para otro, en cambio, era un sello de clase. En La noche que me quieras, Torres Zavaleta muestra el conocimiento de otras lenguas vinculado a un estamento social: “Arturo era un muchacho educado, se vestía bien, por supuesto, se la arreglaba con los idiomas. Algo te ha quedado de tantas profesoras franchutas e inglesas de cuando eras borrego” (11).
Dennis Clifford Crisp, hijo de ingleses, relató: “Mis padres vinieron a la Argentina en 1910. Mi padre era empleado de La Forestal y se radicó en el Chaco Santafecino. Yo nací en Guillermina y mi hermano (que es veterano de la RAF) en Tartagal, así que mi primer idioma fue el guaraní” (12).
“El pobre Ohannés no podía con el castellano –relata Bedrossian-, que entendía poco y hablaba defectuosamente. Lo peor eran los verbos, reducidos al presente del infinitivo y esa letra ‘pe’ que no lograba pronunciar sino como ‘be’ “ (13).
Le costaba también a los árabes que vivían en el interior: “en Tucumán y en Santiago del Estero los legisladores de origen árabe llegaron a ser mayoría. Cuenta Enrique Oliva –Francois Lepot- en La vida cotidiana que en una sesión de la Cámara en una de esas provincias, un diputado expresó: ‘Bara explicar este broyecto, cedo la balabra al baisano Abraham, que habla mejor la castilla’ “ (14).
¡Qué idioma tan increíble –exclama el ruso Gurovitz-, todavía más rápido que el italiano. Me equivoco siempre” (15).
Trabajando en el campo entrerriano aprendió castellano la abuela de Catalina Nasenson: “Estaban contentos, conformes con el ambiente, a tal punto que mi abuela, que no sabía una palabra de castellano, terminó hablando como los peones” (16).
Yagupsky muestra la otra cara de la moneda: “Al gaucho, en realidad, como era un elemento primitivo, de poca educación, lo imbuían de cultura judía. No sólo que muchos aprendieron y hablaban el ídish con nosotros, sino que conocían nuestras formas de vida, nuestro folklore y lo cantaban” (17).
No tuvo tanto inteligencia o tanto empeño la irlandesa que evoca, en uno de los cuentos de Tréboles del sur, Juan José Delaney: El escritor plantea la situación de una inmigrante que ve frustradas sus ambiciones, principalmente por el obstáculo que es para ella el desconocimiento del lenguaje, aunque, en lo que respecta a lo material, se muestra agradecida: “no puedo pasar por alto la buena acogida que los irlandeses todos hemos tenido en este suelo; difícilmente brazos deseosos de trabajar no encuentren recompensa”, dice la mujer (18).
En Moira Sullivan, el lenguaje, tan importante como factor sociabilizador, encarna una actitud de la protagonista. Ella nunca se interesó por aprender a comunicarse en castellano y esa negativa suya determina su relación con quienes la rodean. La anciana vive en su mundo y no quiere tener contacto con quien no pertenezca a él. Rechaza evidentemente toda forma de integración, y su repudio se patentiza en el aislamiento en el que se refugia: “Lo importante era el silencio. Todas las noches lo buscaba, especialmente los domingos cuando las otras recibían visitas y ella más sentía el acoso de la soledad. En rigor, a nadie tenía pese a haber estado en la vida de muchos y a que, por esa acción secreta y persistente del arte, continuaba gravitando sobre gentes extrañas y lejanas. El silencio de ese anochecer dominical le permitiría entregarse serenamente al ensueño en el que resucitarían vivencias y pensamientos provenientes de zonas postergadas por su memoria, y también secretas conexiones que su visión de la vida, del mundo y de los hombres concertaba con cierta independencia”.
Aun cuando quisieran integrarse, el idioma era un serio problema para colectividades como la irlandesa; Delaney presenta dos paliativos para la incomunicación de los extranjeros: el cine mudo (en los Estados Unidos) y el tango, por los que manifiestan gran afición: “ ‘Tango es el lugar donde los inmigrantes sintieron que no son imprescindibles las palabras’, sentenció solemne Nelly Maguire”, en su fonda “San Patricio”, en Rojas, provincia de Buenos Aires (19).
“Los separaba el idioma – afirma Héctor M. Guyot-. Pero aquí, claro, no eran perseguidos por su catolicismo. Enseguida adoptaron las botas y se aficionaron al mate y al asado. Un paseo por los cementerios de Areco y Junín da cuenta no sólo de los muchos irlandeses que allá lejos y hace tiempo confluyeron en la zona, sino también de una curiosa simbiosis: Edward Geoghegan (“Gaucho Ted”) 1874-1928 reza una lápida, entre cruces celtas y otros apellidos irlandeses como Farrell, O’Neill o Murphy” (20).
Tampoco quiso aprender castellano el belga en la novela de Gabriel Báñez, aunque sufrió cuando se enfrentó a la realidad: “el viudo de Flora Divas debió salir al nuevo mundo de buscar trabajo y fue entonces cuando cayó en la cuenta de una realidad aterradora y elemental: no sabía una sola palabra de castellano. Ese día sería inolvidable. Sarita lo vio trasponer el portón de la pensión y llegar luego hasta el fondo de la galería para deshacerse en un llanto tibio y cordial a los pies del único árbol que detestaba, la glicina. (...) Nunca antes lo había visto llorar, ni en el funeral de su madre.(...) El viudo dijo algo incomprensible: que lloraba por el castellano que no entendía”. No obstante, “en su apatía vegetal jamás llegó a interesarse ni a comprender enteramente el castellano. O peor: lo padecía como un idioma oscuro y maldito” (21).
Por el contrario, los Fehér, que habían debido emigrar de Hungría, no quisieron que sus hijos aprendieran, en la Argentina, ese idioma. Durante una estadía en la nación de sus mayores, comenzó para Martín, el hijo, “su viaje hacia el pasado y la infancia. El recepcionista del hotel se había entendido en inglés con él, pero el mozo del restaurante, que apenas lo hablaba, comenzó a desarrollar un diálogo en húngaro con Luis que Martín escuchaba perplejo. Inesperadamente, lo que estaba oyendo comenzaba a remitirlo hacia su infancia, hacia las conversaciones de su Papá con sus tíos, con sus amigos húngaros, a los discos de csárdás que siempre se habían escuchado en su casa. Ese idioma era para él una especie de clave especial que se escuchaba sólo en el seno de su familia, o en alguna de las charlas de sus padres con otros húngaros. Siempre había tenido la sensación de que era un idioma que no existía realmente, como si no hubiese otra gente que lo pudiese practicar cotidianamente en alguna ciudad. Era un idioma secreto, restringido sólo a los que sus padres se lo permitían. Escuchar hablarlo abiertamente a un desconocido, era una experiencia rara y especial. Por ese odio que sus padres profesaban por los húngaros, nunca le habían querido enseñar a hablar ese idioma” (22).
Queda en el inmigrante decidir cuál será su lengua, opción que seguramente obedecerá a razones más afectivas que intelectuales. Syria Poletti, quien emigró a los veintitrés años, afirmaba: “uno, como escritor, pertenece al área en cuyo idioma se expresa. El instrumento con que yo me expreso es el idioma de los argentinos, con todo el substratum cultural que ello implica, por lo tanto soy hija del país, porque el idioma es como la sangre de un país. Los otros idiomas que me habitan –italiano y friulano- son herencias que me dejaron mis mayores. Y las herencias sirven si se hace buen uso de ellas” (23).
Distinta es la postura de Adelina C. Cela, quien canta nostálgica, en su poema “Calabreses”: “Como un susurro tu lengua/ me acunó toda la vida/ y no le diste abandono/ a tu hija en lejanía” (24).
Entrevistada por Deborah Campos, relata María Rosa Iglesias: "Mi padre nos había prohibido a mi hermano y a mí hablar gallego, actitud que siempre sentí arbitraria y descalificadora. Perder mi idioma fue una mutilación. Cuando más grande quise volver a hablarlo, no me atreví porque me avergonzaba hacerlo mal. (...) Escribo en gallego pero con menor capacidad expresiva que en castellano. La conciencia de estas limitaciones me ha impedido hasta ahora encarar una obra literaria en gallego ya que el lenguaje literario requiere de mayor destreza que el informativo. Tengo la ilusión de poder superar estas trabas en los próximos años. La sordera me dificulta escuchar conversaciones o seguir audiciones de radio donde se hable un lenguaje coloquial o figurado muy propio de la literatura y esto lógicamente, dificulta mi ejercicio del gallego que sólo practico en lecturas. En suma, siento que aún me faltan herramientas para expresar adecuadamente mi pensamiento. Si bien el gallego fue mi primer idioma y conservo sus estructuras básicas, no hay que olvidar de que es un gallego practicado y hablado hasta los 5 años, demasiado elemental como para hacer literatura” (25).
Manifiesta Silvia Plager: “nací en Argentina, mi madre nació en Lvov y se crió en Berlín, mi padre era de Tchorkow, Galitzia. Mi familia materna hablaba alemán, mi familia paterna polaco. Todos ellos mezclaban esas lenguas y el idish cuando hablaban en castellano. Mi castellano está perfumado de un mosaico de lenguas, y cuando escribo las huelo y los huelo a ellos, que habitan en mi lengua” (26).
Acerca del idioma y de la construcción verbal, afirma Mario Goloboff: “creo que es éste el terreno donde se nos marca como escritores judíos a cada uno de nosotros. En mi caso particular, fui un bilingüe auditivo de nacimiento. Lamentablemente, no hablé el idish, pero sin duda fue la primera lengua que oí y escuché en mi infancia. Y entre los dolores y terrores de la infancia y de la guerra (en aquel momento, en su esplendor), y en un pueblo como Carlos Casares (uno de las colonias judías más importantes que hubo en la provincia de Buenos Aires), me tocó vivir desde muy chico los temores familiares y las pocas esperanzas de que las cosas terminaran bien. Creo que esto, junto a la lengua, es lo que me ha marcado más profundamente” (27).
El protagonista de la novela Mestizo, de Ricardo Feierstein, recuerda la incomunicación que sufría con respecto a su abuelo polaco: “Toda mi historia está en esa foto, aunque yo sólo nacería muchos años después, de este lado del Atlántico. Esa sonrisa indefinida de Moishe Búrej se repetiría en los cuentos que, inútilmente, trataría de relatarme en un patio embaldosado de Villa del Parque. El, sentado, con su silla de inválido y un ídish de acento eslavo repleto de consonantes. Yo sin entenderlo, atrincherado en un exquisito castellano que él nunca comprendería, condenados a incomunicarnos, a no poder jamás cruzar una palabra, sólo gestos amistosos y besos de cariño. Cada uno hablando en su idioma. Nunca lo entendí y ahora lo extraño. ¿Qué habrá querido decirme mi abuelo, doctor? ¿Qué sucesos evocaría, qué lazos pudo haberme transmitido, en esa lengua inentendible? Estoy seguro de que, de haber comprendido entonces, todo me sería mucho más sencillo ahora” (28).
Moisés Mochkofsky, “nacido, según sus papeles, en Slenin, provincia de Grodne, Rusia, (...) Renunció al ruso y al idish; hablaba castellano como un cordobés de nacimiento. Con la lengua, también renunció al judaísmo” (29).
Máximo Yagupsky afirmó: “Yo leo hebreo y amo el idioma hebreo. Amo igualmente el idioma castellano, que es nuestro idioma argentino. Amo profundamente a los dos. Porque mucho es lo que me dicen. Son dos vasos comunicantes para mi espíritu. En sus alas puedo levantar vuelo y elevar mi espíritu a mundos siderales. Quiero, pues, mantenerlos vivos en mi espíritu y transmitirlos a mis hijos. Eso me enriquece. Si yo perdiera cualesquiera de estos asideros del alma, yo me habría empobrecido. Y habría empobrecido a la Argentina” (30).

Notas
1 Hernández, José: Martín Fierro. Testo originale con traduzione, commenti e note di Giovanni Meo Zilio. Buenos Aires, Asociación Dante Alighieri, 1985.
2 Criscuolo, Eduardo: “Un habitante ‘gris’ de Coghlan: Julián Centeya”, en El Barrio Periódico de Noticias. Buenos Aires, diciembre de 2003.
3 S/F: "Fui actriz porque a un empresario se le ocurrió", en La Maga, 1° de abril de 1994.
4 S/F: “Así nació la policía en nuestros barrios”, en Inquietudes, Julio de 2007.
5 Gambier, Marina: “Por los otros”, en Clarin Viva, 9 de noviembre de 2003.
6 Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
7 Anzorreguy, Chuny: El angel del capitán. Biografía del capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
8 Lugones, Leopoldo: “Oda a los ganados y las mieses”, en Antología poética. Buenos Aires, Espasa, 1965.
9 Torres Zavaleta, Jorge: “La noche de la cruz de plata”, en El palacio de verano. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1987.
10 S/F: “Los ingleses en la Argentina”, en Clarín, Buenos Aires, 18 de diciembre de 2000.
11 Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras. Buenos Aires, Planeta, 2000.
12 Castrillón, Ernesto y Casabal, Luis: “Un argentino en Birmania”, en La Nación, Buenos Aires, 6 de junio de 2004.
13 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor, 1998.
14 Pandra, Alejandro: “En busca de la esperanza”, en El Tiempo, Azul, 7 de septiembre de 2003.
15 Goldberg, Mauricio: Donde sopla la nostalgia. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1985.
16 Londero, Oscar: “Historia de la inmigración a principios del siglo XX – Un recorrido por las primeras colonias judías de Entre Ríos”, en Clarín, Buenos Aires, 17 de diciembre de 2000.
17 Diament, Mario: op. cit
18 Delaney, Juan José: Tréboles del Sur.. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1984.
19 Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos Aires, Corregidor, 1999. Pág. 130.
20 Guyot, Héctor M.: “Sociedad. Irlandeses en la Argentina. Una verde pasión”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de marzo de 2005. Fotos de Daniel Pessah.
21 Báñez, Gabriel: op.cit.
22 Weisz, José Martín: ...mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Milá, 2002.
23 Fornaciari, Dora: “Reportajes periodísticos a Syria Poletti”, en Taller de imaginería. Buenos Aires, Losada, 1977.
24 Cela, Adelina C.: “Madre Patria”, en La Capital, 5 de septiembre de 1999.
25 Campos, Déborah: "Follas Novas", en Fios invisibles http://fiosinvisibles.blogspot.com/2006/02/follas-novas.html, 8 de febrero de 2006.
26 Plager, Silvia: “B) Desde el lugar creativo”, en Feierstein, Ricardo y Sadow, Stephen A. (comp.): Recreando la cultura judeoargentina / 2 Literatura y artes plásticas. Buenos Aires, Editorial Milá, 2004.
27 Goloboff, Mario: “Teatro con debate: ‘Tras el paso de los grandes’ “, en Feierstein, Ricardo y Sadow, Stephen A. (comp.): Recreando la cultura judeoargentina / 2 Literatura y artes plásticas. Buenos Aires, Editorial Milá, 2004.
28 Feierstein, Ricardo: Mestizo. Buenos Aires, Planeta, 1994. 360 pp.
29 Mochkofsky, Graciela: Tío Borís: un héroe olvidado de la Guerra Civil Española. Buenos Aires, Sudamericana, 2006. 272 pp.
30 Diament, Mario: op. cit.


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En el conventillo, en la escuela, en el tranvía, leyendo o rezando, los inmigrantes aprendieron la lengua de la nueva tierra. La lengua que otros rechazaron, quizás por el inmenso dolor de haber dejado su tierra.

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