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La travesía ha llegado a su fin. Los pasajeros, con su documentación argentina, se encuentran con sus familiares, amigos, o empleadores, o se remiten a las instituciones que los orientan.
Algunos inmigrantes son esperados por sus parientes, a los que conocen en el momento de arribar a la Argentina. Así sucedió a Carmina, cuyos tíos “importaron a una hija de España porque el médico que operó a Consuelo de un fibroma tuvo al final que extirparle los ovarios. (...) Pedía una niña, y prometía cuidarla y educarla hasta que mi abuela pudiera viajar”. Al llegar la asturiana, de quince años, la tía le dice: “Aquí no volverás a pasar hambre, querida”. “Le abrió una camita disimulada dentro de un mueble del comedor, y Carmen durmió, por primera vez en mucho tiempo, diez horas seguidas. Consuelo la despertó con medialunas, la bañó y despiojó, le dio ropa y zapatos nuevos (...) y la llevó a la peluquería”. También al médico: “Carmen venía con una bronquitis aguda, estaba desnutrida, mal desarrollada y probablemente raquítica. Le prescribieron jarabes, vitaminas y una dieta a base de alimentos ricos en hierro y calcio”.
Pero todo tiene su precio. “Pasados los primeros días, Marcelino envió a Consuelo con un mensaje: Carmen debía levantarse a las cinco, prepararles el desayuno y servírselos en la cama. Luego tendría que acompañarlos a la escuela, donde se dedicaría a limpiar el patio, a barrer las aulas, a cepillar los escalones, a fregar los mármoles y a encerar la dirección. Cumplida la tarea, recibiría un billete colorado y visitaría la feria de la calle Guatemala para hacer las compras, después limpiaría toda la casa y prepararía el almuerzo. Haría su tarea escolar y a las seis de la tarde entraría en la primaria para adultos que funcionaba en horas nocturnas del Fidel López”. Para colmo, “semana tras semana, en ausencia de Mino y de Consuelo, el hidalgo acosaba a su sobrina en el juego mudo, casi chaplinesco, del gato y el ratón” (1).
El padre de Gladys Onega “Llegó solito, y cuando fue a la casa de su tío Agapito Vega, hermano menor de mi terrible abuela Carmen, esa noche lo pusieron a dormir en la cochera y no en la cama más blanda, como aquella que le reservaban siempre al tío Agapito en la casa da pena de Galicia”. La escritora se pregunta: “¿El tío que lo encandiló en Galicia con la ilusión de América fue el primero que empezó la destrucción de la ilusión?” (2).
“A la Argentina –recuerda Luis Varela, en De Galicia a Buenos Aires- no se podía emigrar sin un contrato de trabajo, pero se hacía responsable de nosotros mi tío José, hermano de mi madre, que nos estaba esperando en el puerto, acompañado de la hija, mi prima Norma, que lucía un gorrito de punto muy blanco, y con una sonrisa y un beso nos levantó un poco el ánimo, sintiéndonos ya amparados en casa de nuestra familia americana, mis tíos habían emigrado hacía ya 30 años y, por supuesto, los hijos eran criollos. (...) La habitación también estaba lista para los dos huéspedes. Dos camitas plegables entre la pila de cajones de cerveza en la cocina del bar, que era además depósito de mercadería. Desfilaban las cucarachas de 5 ó 6 en fondo, pero yo ya desfilare varias veces con otros bichos, y si bien estaba familiarizado con las pulgas, había que acostumbrarse a convivir con todo bicho viviente” (3).
Cuando llegó en el “Bremen”, en 1929, mi abuela pasó en casa de unos parientes los pocos días que faltaban para su casamiento. Mi abuelo había llegado mucho tiempo antes, y vivía a unas cuadras.
“Generalmente los vascos casi no utilizaron el Hotel de Inmigrantes, del que se podía ser huésped por ocho días, ya que frecuentemente venían consignados, siendo muy jóvenes (12 0 14 años) a parientes o compadres que los estaban esperando” (4).
Acerca de su padre, sus tíos y su abuela, que dejan Turquía, relata Silvia Isjaqui Sereno: “Cuando la guerra terminó y llegó el primer giro los embarcaron como bestias apiñadas con rumbo a América. Cualquier cosa parecía mejor que lo vivido y además la esperanza, esa mariposa volando en el medio del pecho. (...) cuando llegaron al puerto de Buenos Aires los esperaban parientes. que los llevaron a comprar ropa decente a Gath y Chaves, el brillo que entonces tenia la gran ciudad los encegueció, Elías no se reconocía en los espejos que le devolvían una imagen pulcra y graciosa” (5).
Una inmigrante armenia dijo a la investigadora Nélida Boulgourdjian: “Al llegar a Buenos Aires, en 1924, vivimos ocho días en casa de mi cuñada, en la calle Niceto Vega. Después alquilamos una casa cerca de la calle Canning. Mi marido era carpintero, ganaba bien. A los pocos meses compramos un lote en Liniers, a pagar en diez años” (6).
Los que no tienen conocidos en la nueva tierra, sufren “las penurias del desembarco en Buenos Aires, Hotel de Inmigrantes y frustrada espera de un destino” (7). Algunos se hospedan en otros hoteles. Días después, se trasladarán a un conventillo; a una vivienda más digna, o viajarán hacia el interior.

Notas
1. Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
2. Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.
3. Varela, Luis: De Galicia a Buenos Aires –Así es el cuento-. Buenos Aires, el autor, 1996.
4. S/F: “Características de la inmigración vasca en el Cono Sur”.
5. Sereno, Silvia Isjaqui: “Un par de zapatos”, en SEFARaires, N° 44. Buenos Aires, Diciembre de 2005.
6. Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. La reconstrucción de la identidad (1900-1950).. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.
7. Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.


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El Hotel de Inmigrantes

Quienes llegaban al Puerto podían alojarse en el Hotel (1), sólo si observaban el reglamento de la institución. El mismo figuraba en el Manual del emigrante italiano, y establecía, por ejemplo que “Después de cada comida, a la hora indicada por el reglamento, se deberán limpiar los utensilios que se le hayan entregado antes, sin lo cual no podrá ausentarse del Hotel. Por turnos, como se indicará, tendrán que limpiar las instalaciones y ocuparse del transporte de víveres. La parte destinada a los hombres, está separada de la de las mujeres; al igual que en el barco, está prohibida la promiscuidad. Con todo, se respetará el sagrado derecho de ayudar a su mujer y a sus niños. Una vez escuchado el timbre del silencio nocturno, está prohibido cualquier tipo de alboroto. Quien se sienta mal debe avisar a la dirección del establecimiento. Está permitido salir a determinadas horas, pero quien no haya regresado en el horario previamente fijado no podrá pasar la noche en el Hotel” (2).
Un pionero holandés se alojó allí: “En mayo de 1889, el vapor Leerdam trajo a los primeros inmigrantes holandeses a la Argentina. En este barco llegó, a los 10 años, Diego Zijlstra, quien en su libro, Cual ovejas sin pastor, recuerda su llegada: ‘Desde el vapor hasta la costa tuvimos que navegar en lancha y carro unos diez kilómetros soplando un viento de invierno que nos penetraba hasta la médula de los huesos. Ya estábamos en la tercera semana de junio... Verano en el hemisferio Norte. Pero invierno aquí... Engarrotados de frío y medio hambrientos pisamos por fin tierra argentina. Desde Buenos Aires, y previo paso por el Hotel de Inmigrantes, un grupo llegó en tren hasta Tres Arroyos, mientras que otros se instalaron en Cascallares, en la llamada Colonia del Castillo‘ ” (3).
El friulano Juan Faccioli fue uno de los “integrantes de aquella primera migración que dejaron testimonios escritos”: “Según Faccioli, al llegar al Hotel de Inmigrantes se enteraron de que estaban destinados al Territorio Nacional del Chaco, donde les darían tierras que estaban habitadas por aborígenes: algunos huyeron del Hotel de Inmigrantes, pero luego de vagar sin conseguir trabajo ni comida volvieron y aceptaron llegar a Reconquista y, desde allí, a una colonia que se formaría del otro lado del arroyo El Rey” (4).
Por ese entonces, “La aglomeración de gente presentaba un cuadro poco edificante. En ‘La Nación’ (N° 2355), denunciaba el mal estado del hospedaje a los extranjeros. A un pedido de aclaración del ministro Laspiur, el Comisario de Inmigración informó que: ‘el Asilo de Inmigrantes está muy distante de ser lo corresponde al objeto que se destina. V:E: lo ha reconocido así y mandó levantar planos y presupuestos de la obra que debe construirse en el terreno que al efecto fue cedido por la Municipalidad en el bajo del Retiro...’ y agrega que nunca habían tenido enfermedades infecto-contagiosas, y que en un nuevo edificio, del fondo, se destinaba a los enfermos que eran visitados dos veces por día por el médico. Luego informa el señor Dillon: ‘Los inmigrantes permanecen poco tiempo en el Asilo y cuando llegan se envían al Río que está inmediato, lavan la ropa y se asean. Cuando no están en esa operación, la pasan en la Plaza, de manera que sólo en los días de lluvia se siente algún inconveniente, cuando existe mucha aglomeración, pero basta uno o dos días buenos para que todo esté seco, pues el aire y la luz penetran por todas partes” (5)
Marcos Alpersohn, pionero en la Colonia Mauricio, provincia de Buenos Aires, llegó a la Argentina en 1891. El se refiere al Hotel en sus memorias: “Las chalupas nos condujeron hasta el Hotel de Inmigrantes, enorme edificio de madera, vetusto, mugriento, cubierto de moho y musgo y dividido en infinidad de habitaciones. Allí encontramos a otros doscientos inmigrantes judíos llegados un par de días antes en el vapor Lisboa” (6).
Alberto Gerchunoff relata que “Del Hotel de Inmigrantes, de Buenos Aires, nos llevaron a Moisés Ville en la provincia de Santa Fe. Es la primera de las colonias fundadas por el Barón Hirsch”. Habían llegado al Hotel provenientes de Tulchin, Rusia, “Una ciudad sórdida y triste, sin alumbrado ni aceras, cuyo lujo arquitectónico se reducía al palacio semiderruído de los condes de Bazá y a un edificio llamado La Buena, sitio de paseos dominicales” (7).
Al Hotel llegaron, en 1906, judíos provenientes de Ucrania. Relata Maria Arcuschin: “Si nuestros viajeros hubiesen tenido la posibilidad de alejarse de los muros grises del Hotel de Inmigrantes, habrían podido apreciar varios notables progresos que señalaban el fin de la aldea colonial con el crecimiento de una futura ciudad” (8).
En la carta que envía al periódico El Obrero, en 1891, José Wanza, un inmigrante establecido a su pesar en Tucumán, expresa: “En B. Ayres no he hallado ocupación y en el Hotel de Inmigrantes, una inmunda cueva sucia, los empleados nos trataron como si hubiésemos sido esclavos. Nos amenazaron de echarnos a la calle si no aceptábamos su oferta de ir como jornaleros para el trabajo en plantaciones a Tucumán. Prometían que se nos daría habitación, manutención y $20 al mes de salario. Ellos se empeñaron en hacernos creer que $20 equivalen a 100 francos, y cuando yo les dije que eso no era cierto, que $20 no valían más hoy en día que apenas 25 francos, me insultaron, me decían Gringo de m... y otras abominaciones por el estilo, y que si no me callara me iban hacer llevar preso por la policía”. En el Hotel de Inmigrantes tucumano no le va mucho mejor: “Al fin llegamos al hotel y pudimos tirarnos sobre el suelo. Nos dieron pan por toda comida. A nadie permitían salir de la puerta de calle. Estábamos presos y bien presos” (9).
José Arias expresó sus vivencias en el hotel de Puerto Madero, al que llegó en el 30: “Quiero dejar aquí constancia del trato y de la atención que las autoridades tenían con los inmigrantes. Nos daban comidas sanas y abundantes; para dormir, camas limpias y cómodas; en mi caso han pasado sesenta y ocho años, yo entonces tenía trece, pero nunca podré olvidar mi paso por el Hotel de Inmigrantes. Y como si esto fuera poco las autoridades de inmigración le sacaban el pasaje a destino y se lo pagaban, y hasta lo acompañaban hasta las estaciones, por lo menos en mi caso” (10).
Marta B. de Pellegrini escribe: “Llegar a un lugar donde todo era desconocido, la tierra, el idioma, la gente, predisponía en nosotros a aumentar la incertidumbre, hasta que fuimos llevados al Hotel de Inmigrantes. Era una especie de oasis, donde nos agruparon según la nacionalidad y, ya con el ánimo calmado, empezamos a mirar la realidad de esta suerte de tierra prometida. Nos mantuvimos durante dos semanas en las que el hoy llamado ‘viejo hotel’ sirvió de nexo entre lo trágico y conocido, que había quedado atrás, y lo nuevo y desconocido que teníamos por delante. No creo que haya en el mundo otro refugio semejante para recibir y albergar a los inmigrantes” (11).
En el Hotel estuvo Jacobo Rendler, judío polaco, quien recuerda que el dormitorio “era un salón enorme con cuchetas de a tres camas. Cuando vimos las camas perdimos las ganas de acostarnos. Con Melcer convinimos dormir afuera sobre unos bancos de cemento que había. (...) Al día siguiente nos levantamos muy temprano. El barco de piedra era muy duro y estábamos a la intemperie pero las camas estaban tan sucias y tenían tantos bichos que teníamos miedo de amanecer de nuevo en Polonia”.
Va a visitar a unos paisanos: “Al salir del Hotel de Inmigrantes, el bulto con mis cosas estaba en el depósito. Las personas de la Asociación de ayuda a los inmigrantes me habían anotado en un papel en castellano la dirección y el apellido de la familia que buscaba. Era una especie de volante donde estaba impreso que era un inmigrante recién llegado y se pedía a la gente que lo leyera me ayudara a llegar a esa dirección, que era en la calle Jean Jaurés de la ciudad de Buenos Aires. Me indicaron tomar el tranvía número 2 y que le mostrase el papel que llevaba al motorman para que me indicara dónde bajar”.
Encuentra a la familia que buscaba, uno de cuyos miembros le asegura el empleo y promete pasar a buscarlo al día siguiente. ”Al volver al Hotel, Meltzer me estaba esperando. Me contó que había vuelto una de las personas de la Asociación de ayuda, que a él le habían conseguido en la casa de un relojero, a otros los habían ubicado con carpinteros o sastres, cada uno según su profesión y que a todos los iban a ir a buscar al día siguiente” (12).
En su poemario Las huecos de tu cuerpo, Manuela Fingueret evoca a su madre, que se hospedó en el Hotel. La hija le dice: “Suspendida del verano/ como las/ glicinas de la calle Leiva/ ‘flor quieta y desnuda’*/ tus pies se arrastran/ en la noche/ como una alucinación/ que se desliza/ por las paredes/ del hotel de inmigrantes y/ tu cuerpo se estremece/ hija entre tantas/ en una aldea/ de Lituania” (13).
Allí nació, en 1947, Américo Fiorentini. Su hermana Aurora, afincada en Bariloche, escribe: “Ni bien llegué a la Argentina, junto a mis padres, en 1947, tuvimos que quedarnos más de un mes en el hotel de inmigrantes, cerca del puerto de Buenos Aires. Mi padre, profesor italiano en el exterior, enviado por el Gobierno italiano, tenía que presentarse en la Dante Alighieri de Santa Fe para asumir su dirección y mi madre también, como maestra. Mi madre estaba embarazada de 8 meses y a nuestra llegada resultó claro que el bebé no tenía intenciones de esperar demasiado para nacer. Trámites, mudanzas, trabajo no formaban parte de sus planes y por lo tanto ellos tuvieron que esperar a que naciera antes de retomar sus obligaciones. Mi hermano, de nombre Américo, nació 15 días después de nuestra llegada y mi madre salió en los diarios porque, como siempre, la prensa está a la caza de noticias algo extrañas. Puesto que en la Argentina está en vigor la ley de la sangre para lo que se refiere a la ciudadanía, los periodistas anunciaron que una inmigrante italiana, apenas llegada, había donado un hijo a su patria de adopción. Es de notar que el sensacionalismo no es un invento actual” (14).
En el Hotel de Puerto Madero, un panel reproducía las palabras del polaco Pablo Nowak (15). Este hombre, llegado a la Argentina en 1949 recuerda los magníficos asados que se hacían al mediodía y agradece las que califica como sus primeras buenas comidas en toda la vida. En otro panel se destaca aquello que escribió Teresa Joan en el libro de visitas: “Llegué a esta costa con 11 años, en el buque Madre Cabrini y fui hospedada aquí con mis paisanos. Recuerdo el olor a pan de trigo” (16).
Relatado por el profesor Ochoa, conocemos el testimonio de una húngara: “Es curioso algún recuerdo de una muchacha, hoy día una señora ya de edad que vino a los trece años con sus padres y contaba que en el desayuno se le servían unos enormes tazones de café con leche o mate cocido con leche –cosa que ellos no conocían, el sabor a la yerba mate- y se servían en regaderas –ése era el concepto de ella. Se refería a esas enormes cafeteras que tienen mango de costado con un pico largo, por supuesto sin la regadera, pero el pico estaba y para la mentalidad de la chica se servía con regaderas. (...) Ella estaba muy enojada cuando llegó porque no había visto las palmeras y cocoteros que imaginaba en el Puerto de Buenos Aires –era la visión europea de América- y después, como había estado en muy buena posición y habían quebrado en Hungría tuvieron que venirse acá sin nada, pero les quedaba el recuerdo de la vida de buen pasar y pensó que ella venía a un hotel de tres o cuatro estrellas actuales y se encontró con que venía a este hotel de cantidad de personas, grandes dormitorios para todos –los hombres de un lado, las mujeres y los niños de otro- y sintió desagrado, desagrado que dice que se le fue cuando empezaron a comer. Dice que nunca habían comido –ni aún en su posición buena primaria en Hungría- como habían comido en el Hotel de Inmigrantes” (17).
En septiembre de 2000, se inauguró Casa FOA en el Hotel de Inmigrantes. El estudio de Laura Ocampo y Fabián Tanferna, que tuvo a su cargo la ambientación de uno de los dormitorios, “antes que una reconstrucción histórica, prefirió hacer un homenaje a todos aquellos que vinieron con el coraje de iniciar una nueva vida” (18). Para ello, contaron con la colaboración de algunos de los inmigrantes que se hospedaron en el Hotel, quienes narran sus historias en sendas grabaciones. Son estos hombres y mujeres los húngaros Antonieta Rubido Zichy de Eicket, Américo de Gosztonyi, Esteban Bergner y Eugenio Weisz; Ana Wasinger de Schaab, nieta de ruso alemanes, y el español José Pereira Barros.
Dora Schwarsztein presenta el testimonio de una española que llegó al Hotel. Dice la mujer: “Nos metieron en el Hotel de Inmigrantes. Salas muy limpias, pero, claro, una tristeza enorme. Nos agolpamos todas las mujeres españolas por un lado. Yo recuerdo las señoras más mayores que había, todas estaban tristes. Allí por primera vez vi un mate” (19).
El doctor Nicolás Rapoport narra sus recuerdos de la época en la que, siendo estudiante de medicina, colaboraba en la atención de los recién llegados en el hospital del Hotel. El relata: “Los que cursábamos medicina, a diario comprobábamos la angustia de los infelices, ignorantes del idioma, no entendiendo las preguntas que les dirigían los médicos en sus habituales interrogatorios. Los ojos tristes de los cuitados, las miradas despavoridas de los enfermos, nos sumían en íntima congoja y conmiseración. Todos los días los cuatro o cinco estudiantes judíos que asistíamos a los hospitales servíamos de intérpretes para llenar las historias clínicas. Era conmovedor ver cómo se iluminaban los ojos de los míseros al oír una palabra en idish o ruso. Revivían, lloraban dando escape a su dolor moral” (20).
Felipe Fistemberg Adler escribe que, al llegar a la Argentina, su madre y otros familiares se alojaron en el Hotel: “Desde Nizni Apsa, Checoslovaquia, el 30 de noviembre de 1930, llegaron a Buenos Aires, a bordo del barco ‘Massilia’, Abraham (Alter) Leibovich, su esposa Jane Adler, su hija Leique de un año de edad, y Rifke Adler, hermana de Jane. Rifke Adler era mi futura madre, que estaba por cumplir 26 años de edad. Las autoridades de la J.C.A., los alojaron inmediatamente en el entonces Hotel de Inmigrantes, donde permanecieron por una semana. Mi tío Alter venía destinado a la colonización con la promesa de obtener una parcela de tierra. El nuevo y provisorio destino, Buenos Aires, deslumbró a los varones inmigrantes, y ante el ocio de la permanencia en el humilde Hotel de Inmigrantes, un grupo se aventuró a sus calles y al regresar exhibieron el primer choque cultural: se habían afeitado sus peies y barbas, atributos distintivos de la ortodoxia de la época, en la que todos ellos habían sido educados. Ese hecho les valió la reprimenda de las mujeres, que, en especial mi madre, conservaron las leyes y costumbres religiosas hasta sus últimos días”. Los representantes de la J.C:A: los alimentaron durante esa semana “con pan, aceitunas, alguna fruta y agua” (21).
Los alemanes del Admilral Graf Spee se alojaron en el Hotel de Inmigrantes. Uno de los militares de esa nacionalidad hospedados allí escribe en su diario: “Hace calor. En el patio de la inmigración florecen las hortensias y las acacias y no podemos creer que estemos cerca de la Navidad. Esto es bueno, porque la idea de esta fiesta, la más grande para nosotros los alemanes, nos llena de tristeza sin esperanzas. Para esta fecha deberíamos estar navegando rumbo a nuestra tierra y cada uno de nosotros habíamos soñado y hecho proyectos para el año nuevo, cuando estuviéramos en casa. Y ahora estamos aquí, en la Argentina, a 8000 millas de la patria, y con miras a ser internados hasta el fin de la contienda, que recién está en sus principios. ¿Qué será de nosotros? Esta es la pregunta que llena nuestros pensamientos” (22).
Juan Carlos Marina tenía diecinueve años cuando presenció, el 17 de diciembre de 1939, el hundimiento del Graf Spee, acorazado alemán “destinado a hundir buques que llevaban alimentos de acá para Europa”, que se encontraba en el Río de la Plata. Marina relató sus recuerdos de aquella jornada memorable; en su relato se refirió al Hotel de Inmigrantes de Puerto Madero: “a las ocho de la noche de ese día lo hundió el mismo comandante, la misma tripulación. Un capitán, que después vivió en La Falda, Córdoba, fue el encargado de ponerle tres cargas de dinamita. Sacaron la pólvora de los cartuchos de las balas, formaron tres paquetes explosivos y los pusieron uno en la popa, otro en las máquinas y otro en la proa. Después el comandante hizo bajar a toda la tripulación a los remolcadores y desde una lancha fue el que accionó la percusión de los explosivos. Todos se salvaron y fueron al Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires”. (23).
En la biografía que escribió Chuny Anzorreguy, relata el capitán croata Miro Kovacic: “Fuimos a vivir al Hotel de Inmigrantes. Dejamos allí nuestros petates. Unos bolsos, un baúl..., y salimos a caminar. Como en Trieste. Pero la sensación era diferente. Caminábamos con alas en los pies” (24).
Valentín Bianchi, llegó a la Argentina. “Al desembarcar lo estaba esperando un paisano y amigo de la infancia: Angel Sardella. Este lo recibió eufórico saludándole en el dialecto fasanés. Estas cordiales expresiones tonificaron el ánimo de Valentín, que se sentía deprimido por el largo viaje y por las condiciones en que le había tocado realizarlo. Los recuerdos de su familia, de los amigos y el pueblo lo habían abrumado durante toda la travesía. Ahora, junto a su amigo, en cuya compañía se dirigió al hotel de inmigrantes, veía las cosas de un color muy distinto. (...) Aquella noche pernoctó en el hotel de inmigrantes y a la mañana siguiente, de acuerdo con las indicaciones que le diera Daniel, se presentó en las oficinas del Ferrocarril. Allí le informaron que debía trasladarse a la ciudad de Mendoza, la capital de esa provincia, en cuyas oficinas se desempeñaría como empleado contable” (25).
La transmisión oral tiene gran importancia en esta clase de evocaciones. En mi familia, como en tantas otras, el Hotel es recordado con gratitud. Uno de mis abuelos se hospedó en 1905 en el Hotel de Inmigrantes de La Boca. Su muerte temprana me privó de este testimonio que hubiera sido para mí el más preciado.

En novelas y cuentos encontramos testimonios acerca de la existencia de esta institución. Ellos, de diversa índole, nos hablan de la presencia del Hotel de Inmigrantes y de su importancia en la comunidad.
Aparece en páginas de Antonio Argerich, escritor acérrimo enemigo de la inmigración que vivió entre 1855 y 1940. En ¿Inocentes o culpables?, publicada por primera vez en 1884, alude al establecimiento que albergaba a los extranjeros que no tenían trabajo al desembarcar. Afirma Argerich: “Al salir del Hotel de los Inmigrantes se juntó con una manada de compañeros que seguían la vía pública por la mitad de la calle. Había hecho relación con estos sus paisanos y todos á la vez buscaban trabajo” (26). Se refiere agresivamente a quienes de allí salían, asemejándolos a animales, recurso que también utiliza Cambaceres (27) al describir a los inmigrantes.
Los personajes de La logia del umbral (28), novela de Ricardo Feierstein recuerdan que en el Hotel les dieron “pan y carne, en platos de lata. (...) Y algunos religiosos (...) no querían comer. Decían que la carne era treif, impura. Que no era para nosotros, judíos de fe”. ”Pero bien que extrañamos esos almuerzos cuando fuimos hacia el campo –agrega otro. Días y días casi sin masticar. Los niños enfermaban...”.
En el cuento de Luis León “Chacarita, Vísperas de Pésaj”, otro judío, esta vez un sefaradí proveniente de Esmirna, recuerda con disgusto su paso por el hotel: “Cuarenta días en el vapor no fueron menos que cuarenta años en el desierto, y al llegar, ese hotel. Parecido a la timaraná de Chesmé, igual a ese manicomio donde murió Doudou, su madre que nunca lo abandonaba, y comenzó a dejarlo un día, de a poco, en su cerebro, poco a poco hasta olvidar quién era su único hijo, y otro día se fue entre esas paredes ajenas. Esas inmensas salas llenas de camas, donde cada uno hablaba de lo suyo y sin que nadie los entienda”. El recuerdo de ese lugar es una pesadilla para el hombre: “Así llegó la oscuridad, invitándolos a dormir, y a soñar, cuando apenas había bajado el sol. Sueños pesados, adentro la timaraná, en las salas del Hotel de Inmigrantes, con peleas en idiomas desconocidos, con camas altas casi inalcanzables y trozos de matzá pisoteados, molidos por los gruesos zapatones de inmigrantes que iban y venían sin verlos” (29).
También se hospedó en el Hotel el abuelo Gedalia Rimetka, de El libro de los recuerdos, de Ana María Shua. El inmigrante y sus “hermanos de barco” “Llegaron después a Buenos Aires, mucho más aceptablemente América. Comparable a Varsovia, Buenos Aires. Una ciudad. Durmió en el hotel de inmigrantes. Amigos lo esperaban. Hacía frío, no como en Polonia pero mucho más que ahora. Otro frío era el frío de los inmigrantes. Adentro de la ropa se ponían papeles de diario para calentarse. Los papeles de diario calientan bien, así, así, debajo de la camiseta papeles, diarios enteros” (30).
Una joven irlandesa se presenta, en Frontera sur, para un puesto de maestra. Durante la entrevista se desmaya; es que –como explica en su trabajoso castellano- había comido por última vez en el barco, ya que no había parado en el Hotel de Inmigrantes (31).
La rutina diaria de la institución es evocada en Stéfano, de María Teresa Andruetto (32). En esa obra, la autora narra: “El hotel está a pocos pasos de la dársena; tiene largos comedores y un sinfín de habitaciones. Les ha tocado un dormitorio oscuro y húmedo. En la puerta, un cartel dice: Se trata de un sacrificio que dura poco. (...) Los dormitorios de las mujeres están a la izquierda, pasando los patios. Por la tarde, después de comer y limpiar, después de averiguar en la Oficina de Trabajo el modo de conseguir algo, los hombres se encuentran con sus mujeres. Un momento nomás, para contarles si han conseguido algo. Después se entretienen jugando a la mura, a los dados o a las bochas”.
María del Carmen García es autora de los “cuentos de gringos” que se encuentran reunidos en el volumen titulado Cuentos de criollos y de gringos (33). En uno de los textos allí reunidos, la autora presenta a unos asturianos que “Se acomodaron en una pieza de pensión en La Boca, paso obligado para todo humilde recién llegado, después del Hotel de Inmigrantes y antes de alcanzar el soñado terrenito propio”.
Patricio Pron seleccionó para integrar una antología (34) un cuento en el que menciona un hotel anterior al que conocemos. El protagonista de “La espera” “era porteño. Había nacido allá por 1908 en La Boca, en el Hotel de Inmigrantes, un día de lluvias frías. Sus padres, llegados hacia días de Cataluña, le habían transmitido casi sin saberlo esa sensación de ya no pertenecer a ninguna parte, ni a Cataluña ni a Buenos Aires”.
En Memorias para no olvidar, de Eduardo Bedrossian, un armenio “En Buenos Aires, apenas pasó por el Hotel de los Inmigrantes, que era para europeos, no para asiáticos. Además los piojos, entonces brazos armados de la ley, lo echaron a empujones. Vivió en la calle durmiendo por la noche sobre los bancos de las plazas, hasta que logró albergue en uno de los galpones del Ejército de Salvación de La Boca; allí tenía asegurado el techo y algo de comida. Los salvacionistas distribuían democráticamente lo poco que tenían entre muchos desarraigados y vagabundos hacia los que nadie quería mirar” (35).
Susana Aguad, escritora, recordó al Hotel en su texto “Al bajar del barco”. En esas líneas rememora los primeros instantes americanos de su abuelo, nacido en Italia, que emigró a los diecisiete años. Escribe Aguad: “El sol es tan fuerte como en Oleggio, donde se festeja este mismo día el comienzo del verano, mientras que aquí, en el confín del mundo, hace un frío polar. Cuando suben los agentes del Commissariato dell’Emigrazione ya están todos alineados frente al desembarcadero. A la derecha de la oficina de registro se levanta el edificio blanco del Hotel de Inmigrantes. Podrán alojarse gratuitamente durante cinco días y con sus tarjetas numeradas, entrar y salir libremente. Se disipa la angustia de una travesía de dos meses que les quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al ‘Génova’ con sus dos banderas trenzando azules y verdes” (36).

Notas
1 González Rouco, María: “El Hotel de Inmigrantes”, en www.monografias.com.
2 Armus, Diego: Manual del emigrante italiano. Colección Historia testimonial argentina. Documentos vivos de nuestro pasado. Buenos Aires, CEAL, 1983.
3 S/F: “Historia de pioneros”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de febrero de 2002.
4 S/F: “Friulanos sobre el Paraná”, en La Nación Revista, 29 de julio de 2001.
5 Cracogna, Manuel I.: Primera fundación de Avellaneda, en www.hammerprohosting.com.
6 Alpersohn, Marcos: “Memorias de un colono argentino”, en Judaica N°50. Tomado de La colonización judía. Historia Testimonial Argentina. Documentos vivos de nuestro pasado, por Leonardo Senkman, CEAL, 1984.
7 Gerchunoff, Alberto: “Autobiografía”, en Alberto Gerchunoff, judío y argentino. Selección y prólogo de Ricardo Feierstein. Buenos Aires, Milá, 2001.
8 Arcuschín, María: De Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar, 1986.
9 Panettieri, José: Los trabajadores. CEAL, 1982.
10 Arias, José: “Disqueprensa” en La Prensa, Buenos Aires, 1998.
11 Pellegrini, Marta B. de: “Carta de Lectores”, en La Prensa, 1998.
12 Rendler, Jacobo: “Mis primeros pasos en la Argentina”, en www.enplenitud.com.
13 Fingueret, Manuela: Los huecos de tu cuerpo. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1992.
14 Fiorentini, Aurora: “Recuerdos de una emigrante italiana”, en www.italy-news.net.
15 Nowak, Pablo, en un panel en Casa FOA 2000.
16 Joan, Teresa, en un panel en el Hotel de Inmigrantes, 2002.
17 Markic, Mario: “Hotel de sueños”, en En el camino, en TN, 12 de septiembre de 2002.
18 Folleto escrito por Ocampo-Tanferna, para Casa FOA 2000.
19 Schwarsztein, Dora: Entre Franco y Perón. Crítica, 2001.
20 Jankelevich, Angel: “Historia de los Hospitales de Comunidad de la Ciudad de Buenos Aires”, en www.aadhhorsogar.htm
21 Fistemberg Adler, Felipe: Moisés Ville. Recuerdos de un pibe pueblerino. Buenos Aires, Milá, 2005. 112 págs. (Testimonios). Págs. 12-13.
22 S/F: “El episodio Graf Spee”, en La Voz del Interior on line.htm, 24 de julio de 2002.
23 Urús; Mariana: “En el combate del Graf Spee el mar estaba calmo”, en El Tiempo, Azul, 3 de marzo de 2002.
24 Anzorreguy, Chuny: El ángel del capitán. Biografía del Capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
25 Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, Edición del autor, 1987.
26 Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?. Madrid, Hyspamérica, 1984.
27 Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
28 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Milá, 2001.
29 León, Luis: “Chacarita. Vísperas de Pésaj”, en SEFARaires N° 2, junio 2002.
30 Shua, Ana María: El Libro de los Recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
31 Vázquez Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
32 Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
33 García, María del Carmen: Cuentos de criollos y de gringos, en colaboración con Fanny Fasola Castaño. Buenos Aires, Vinciguerra, 1996.
34 Pron, Patricio: “La espera”, en De manos abiertas. Buenos Aires, Tu Llave, 1992.
35 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, 1998.
36 Aguad, Susana: “Al bajar del barco”, en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.

 

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Otros hoteles

Rosalind Kildare Neira y su marido, Tomás Farrelll, personajes de la novela Finisterre, de María Rosa Lojo, llegan a Buenos Aires. Ella recuerda: “Nos alojamos al principio en un hotel español cercano al Fuerte: el Comercial, que nos habían recomendado por la calidad de la comida. Cuando mi marido cerró con llave la puerta de nuestro cuarto, me quité las botas, me aflojé el corsé, abrí el embozo de la cama y le tendí los brazos. Me parecía maravilloso estar con él a solas, tranquilos por fin sobre una tierra firme que sería la nuestra. Llegué a Buenos Aires casi recién casada. Nos habíamos elegido libremente, con el beneplácito de mi padre viudo que me entregó confiado a Tomás Farrell, doctor en medicina, como él, e hijo, como yo, de un irlandés y una gallega. (...) Tomás y yo no pensábamos afincarnos en Buenos Aires. Los médicos eran aún más apreciados en las provincias interiores que en el puerto cosmopolita, y ya nos esperaba un puesto vacante, en una villa cercana a la ciudad que se llama Córdoba, a imitación de la Córdoba española” (1).

Notas
1 Lojo, María Rosa: Finisterre. Buenos Aires, Sudamericana, 2005.

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Nuevos porteños

Muchos inmigrantes se quedaron en la ciudad de Buenos Aires; vivieron en conventillos, pensiones, casas y departamentos.

María Pizzul de Russian nació en Mossa, talia, en 1901. Vive en Buenos Aires “desde 1924, cuando con su marido ‘fuimos a vivir a un conventillo de Chacarita que dejamos cuando compramos un terreno en Agronomía’, barrio que, desde entonces, nunca abandonó” (1).
“El secreto de cómo se produjo este pasaje de tanta gente de los cuartos del conventillo a una vivienda mejor reside seguramente en la comparación, durante todo el período, entre el precio medio de un cuarto en aquéllos y el nivel general de salarios en esta época de plena ocupación” (2), afirma Francis Korn.
“En El conventillo de la Paloma (1929), de Alberto Vacarezza, don Miguel, el encargado italiano -enamorado de la bella y esquiva protagonista que da nombre al conventillo y título al sainete-, dice, por ejemplo: ‘Sará carpincho, locura, amore, non só; ma giuro, per la ánema de san Genaro, que, ante de aflojare, le prendo fuego a lo conventillo’ ” (3).
El conventillo fue el escenario del sainete, como lo afirma Vacarezza en un conocido soneto: “La escena representa un conventillo./ Personajes: un grébano amarrete,/ un gallego que en todo se entromete,/ dos guapos, una paica y un vivillo.”(4). Allí “nació el lunfardo, que no es el idioma del delito, como Antonio Dellepiane tituló su libro sobre esta jerga porteña, publicado en 1894” (5).
En un conventillo vivió Carlitos Gardel, protagonista de una historia de Graciela Beatriz Cabal, quien relata que el pequeño ”se había ido por esas calles de Dios, colgado del pescante de algún carro lechero. Cuando aparecía de vuelta en el conventillo, la madre lo corría por el patio, con la chancleta en lo alto, las peinetas a medio salir y los pelos tapándole los ojos. -¿Dónde anduviste metido, desgraciado?- parece que quería decirle. Pero como estaba muy enojada se lo decía en francés (idioma rarísimo pero que era el de ella). Y entonces los vecinos, que habían sacado las sillitas a la puerta de las piezas para observar todo con detalle (sin intervenir porque una madre es una madre), se quedaban en ayunas” (6).
En su poema “En el conventillo” (7), Jevel Katz alude a las diferentes nacionalidades que lo habitaban, y su vida en común: “Mi novia Reizl vive en un conventillo/ y en Lavalle, al lado, en pleno centro,/ también yo vivo en un conventillo,/ siempre ruidoso, como una feria,/ gente y más gente”.
“Cuando los sefaradíes llegaban a Buenos Aires desde distintas partes del Imperio Otomano –señala Luis León-, el primer sitio conocido eran las inmediaciones de la calle 25 de Mayo. Enclavada en ‘el bajo’, parte vieja de la ciudad, era frecuentada por marineros en busca de alojamiento o diversión. Debido a su proximidad con el puerto, allí habitaban en pocas manzanas, numerosas familias sefaradíes que hicieron de ese sector de la ciudad, su propia ‘djudría’ ”. León transcribe el testimonio de Arouj de Bembasat, quien expresa: “Se vivía en grandes casas de múltiples habitaciones, los tradicionales conventillos, y en cada una había una familia. Nosotros alquilábamos dos piezas que daban a patios, la de adelante, mi padre la convirtió en local, y en la otra vivíamos todos juntos, ellos y nosotros, los cinco hermanos. Recién cuando progresó, nos mudamos a una casa más amplia, separada de su local, donde le iba muy bien”.
“En esa parte del barrio vivían no sólo sefaradíes, también otros inmigrantes, de los cuales algunos se destacaron. Por ejemplo la familia Alemann, dos de cuyos hijos fueron ministros de economía, “compartieron el conventillo con nosotros. Su madre los esperaba al venir del colegio para que no cruzaran solos la calle Reconquista. También Onassis, que se había hecho amigo de mi padre y vivía por allí. Papá acostumbraba tomar café en un bar muy humilde de la bajada de Viamonte donde lo atendía un mozo que apodaban ‘el griego’, que no era otro que el luego famosísimo multimillonario. Un día le regaló un barquito de marfil. ‘El griego’ contaba que iba y venía a Montevideo en bote todas las semanas haciendo negocios que nadie conocía’ ” (8).
En una “pocilga de conventillo” vivía Benito, el criado gallego presentado por Gregorio de Laferrere en ¡Jettatore! (9).
El protagonista de “Hombre de recursos”, de Fernando Sorrentino, vivía, hacia el año del Centenario, en la calle Costa Rica, “en un cuartucho de un conventillo grisáceo, nos arrinconábamos mi madre y yo. Mi madre, llamada doña Ferdinanda y siempre vestida de negro, pertenecía, simultáneamente, a tres categorías (no incompatibles), a saber: a) santa viejecita; b) viuda; c) napolitana. A pesar de lo Rica que era la Costa de nuestra calle, vivíamos en la peor de las pobrezas y no teníamos ni dónde caernos muertos” (10).
También vivían en un conventillo los personajes de “No hagan olas”, de Elsa Bornemann: “En aquel conventillo de Buenos Aires, cercano al puerto y donde vivían hace muchos años, los inquilinos argentinos tenían la costumbre de poner apodos a los extranjeros que –también- alquilaban alguna pieza allí. No eran nada originales los motes, y errados la mayoría de las veces, ya que –para inventarlos- se basaban en el supuesto país o región de procedencia de cada uno. Tan supuesto que –así, por ejemplo- don José era llamado ‘el Ruso’, aunque hubiera nacido en Ucrania... A Sabadell, Berenguer y sus esposas les decían ‘los gallegos’, si bien habían llegado de Barcelona sin siquiera pisar Galicia... Apodaban ‘los turcos’ al matrimonio de sirilibaneses; ‘los tanos’, a la pareja de jóvenes italianos de Piamonte que jamás habían conocido Nápoles e –invariablemente- ‘el Chino’, a cualquier japonés que diera en fijar allí su transitorio domicilio. Sin embargo, podríamos deducir un poco más de conocimientos geográficos, de información y hasta cierto trabajo imaginativo por parte de aquellos pensionistas argentinos, de acuerdo con los sobrenombres que les habían adjudicado a la dueña de la casona y a su hijo. Ambos eran griegos. Por lo tanto ‘la Homera’ y ‘el Homerito’, en clara alusión al autor de La Ilíada y La Odisea, el genial Homero. Por supuesto, a todas las criaturas que habitaban esa construcción tipo ‘chorizo’ (cuartos en hilera, cocina y bañitos ídem, abiertos a ambos lados de un patio), los `rebautizaban’ con los mismos motes que sus padres, sólo que en diminutivo” (11).
Los conventillos más famosos fueron Las Catorce Provincias, El Universo y el Conventillo de la Paloma. En ellos “se compartían los baños, los lavatorios, las letrinas, la cocina y los lavaderos. En las piezas vivían familias enteras, a veces con seis o siete hijos, lo que provocaba hacinamiento y promiscuidad. (...) Para dormir, los más pobres tenían dos opciones: el sistema de “cama caliente”, en el que se alquilaba un lecho por turnos rotativos para descansar un par de horas, o la maroma, que eran sogas amuradas a la pared a la altura de los hombros. Quien optaba por ese método debía pasarse las sogas por debajo de las axilas, dejar caer el peso del cuerpo y dormir parado” (12). Esto nos da una idea del enorme sacrificio que debieron hacer muchos de los que venían en busca de un futuro mejor.
El aluvión inmigratorio tuvo que ver con las nuevas ideas sobre edificación. Lo afirma Andrés Carretero: “‘En 1887 la población total era de 404.173 habitantes, con una densidad de 89 habitantes por hectárea’, computó Carretero, pero ya el cambio comenzaba a operarse con la afluencia de la inmigración, ‘que modificó los amplios patios de las casas porteñas, que se dividieron para facilitar dos o tres pisos a las casas de bajo y aprovechar así mejor los terrenos’” (13).
“El plan del 80 naufraga –señala Sergio Pujol-: la presión de los inmigrantes y la tipología ‘degenerescente’ de la que hablan los analistas sociales se corporiza en la vida de hacinamiento de los conventillos y en la violencia nocturna, así como en las huelgas que de día suelen frenar el curso de las calles y las rutinas de un trabajo explotador” (14).
“A partir de fines del siglo XIX y para comienzos del XX –considera Francis Korn-, la proporción de los que vivían en conventillos comenzó a descender (al 18% en 1890, al 14% en 1904 y al 9% en 1919) y la proporción de conventillos sobre la edificación total también bajó de manera importante, Como es un hecho que durante todo el período considerado el conventillo fue la peor vivienda posible, puede deducirse que el problema general de la vivienda fue mejorando notablemente. Cómo se produjo esta mejora, aún sin haberla observado, puede llegar a visualizarse con cierta claridad si se considera que el ritmo de la construcción durante el período fue abrumador (entre 1904 y 1914, por ejemplo, se construyeron en la ciudad 31,66 metros cuadrados por habitante agregado por año) y que la mira de los recién llegados estaba puesta en alcanzar una mejor vivienda y, en lo posible, propia. Los que construían eran sobre todo inmigrantes: los datos muestran que entre 1887 y 1914 los propietarios de inmuebles de la ciudad crecieron proporcionalmente más que la población (un 400%); que si se compara la cantidad de propietarios con la cantidad de familias, se ve que los primeros constituían, entre 1909 y 1914, alrededor de un 60% sobre la cantidad de familias; que los extranjeros eran, durante todo el período, más del 50% de los propietarios de inmuebles y llegaron a ser el 60% en 1914; que esos propietarios extranjeros se distribuyeron por toda la ciudad, aun en las zonas de más alto valor de la tierra (como San Nicolás y el Socorro); que lo que se construía era de ladrillo en alrededor del 95%; que el financiamiento de todo esto salió fundamentalmente del bolsillo de los habitantes (el Banco Hipotecario aportó poco al financiamiento de la construcción privada, sólo el 6% en 1913, y, en general durante el período, nunca más del 10%). Una idea de por qué en tantos casos la ilusión de la mejor vivienda se convirtió en posible la puede dar la siguiente relación: si se compara el precio promedio mensual de un cuarto de conventillo con los peores salarios de la época, se ve que constituía el 22 % del salario más bajo (el de albañil) y el 15 % de los de un herrero o un carpintero. Si se piensa que no había población desocupada y que en cualquier otra actividad el porcentaje que representaba ese alquiler debía ser aún menor, se puede deducir que de esa ecuación salía parte, por lo menos, del capital empleado en la construcción de viviendas” (15).

Otros inmigrantes vivían en pensiones. Los asturianos que evoca María del Carmen García en Cuentos de criollos y de gringos, “Se acomodaron en una pieza de pensión en La Boca, paso obligado para todo humilde recién llegado, después del Hotel de Inmigrantes y antes de alcanzar el soñado terrenito propio” (16).
En una pensión vive sus primeros días porteños Silvio Gesell: “Para los argentinos el apellido Gesell es familiar, primero por la casa de venta de artículos para bebés y luego por la figura del pionero Carlos Gesell quien puso su apellido en la villa turística que fundó luego de domesticar la naturaleza de esa zona de la costa atlántica. Lo que pocos saben es que la villa hace honor a la memoria del padre de Carlos Gesell, Silvio Gesell, otro pionero en el mundo de los negocios primero y en el campo de las teorías económicas después. Silvio Gesell fue un próspero comerciante alemán, radicado en Argentina en 1887. A los 25 años llegó al país acompañado solamente por un cajón de madera repleto de instrumentos odontológicos, cajón que su hermano le había confiado para intentar fortuna en América. Liquidados los trámites aduaneros y con el cajón ya en su poder alquiló una modesta pieza de pensión donde se instaló sin más muebles que un armario y una mesa que usaba para comer y sobre la cual dormía de noche. En pocas semanas consiguió ubicar la mercadería en los consultorios de los odontólogos que visitó. Al tiempo y luego de un corto viaje a Alemania para organizar mejor las entregas, el moblaje de su pieza mejoró y ya compró una cama. Con el tiempo, aparecen también otros muebles hechos del material de los cajones que recibe regularmente con artículos desde Alemania. Trabajo y ahorro son sus lemas” (17).
La catalana Remey Nuez Fontanals llegó a Buenos Aires en 1947, a los veinte años. Sus primeros tiempos en la Argentina fueron muy difíciles. Lo recuerda más de cincuenta años después: “Llegamos a Buenos Aires y como mi marido no había hecho el servicio militar, lo llevaron preso, así que me quedé hasta que todo se arregló, sola. Después fregamos pisos... hicimos de todo. Vivíamos en un cuarto de pensión, con dos cajones de manzana y una tabla para comer; el colchón era de estopa, imagínate... Yo cocinaba con carbón y hervía los ravioles en una pava... pero más que nada comíamos hígado” (18).
En Tantas voces, una historia, Eleonora María Smolensky y Vera Vigevani Jarach destacan que, cuando arribaron los judíos italianos, “Algunos amigos argentinos judíos asumieron el compromiso de mitigar las dificultades de los comienzos. Ellos se encargaron de alojar a los recién llegados en hoteles o pensiones donde, por lo general, permanecieron durante escasos días. (...) Un segundo momento, de imprevisibles consecuencias, transcurrió en las pensiones que los hospedaron durante los meses siguientes”. (19)

Construyó una casa, en 1910, el abuelo del actor Pepe Soriano. En la actualidad, allí vive el nieto famoso con su familia: “Ladrillo y barro, chapa y madera. (...) En este buen lugar, donde hoy hay una galería vidriada con fuente y enredadera, su abuelo Giuseppe armaba a mano zapatos que jamás pesaban más de 300 gramos –era su regla de oro—mientras mascaba tabaco y hablaba en un calabrés imposible con el loro que lo escoltaba sobre una percha” (20).
Trincado, un inmigrante que llega de España en 1910, construye su casa en Villa Pueyrredón: “Aquella casa era una pieza de madera y forrada por afuera de zinc, sobre una plataforma a 40 cm del piso, ya que estaba cerca del arroyo Medrano y se inundaba con frecuencia. La cocina estaba separada y el baño al fondo. Sin necesidad de televisión o radio para acostarse a dormir, bastaba con que las gallinas comenzaran a discutir dormidas desde el fondo o que, cuando empezaba a llover, las ranas se convirtieran en una orquesta sensacional para entretener a todos los ‘oyentes’. (...) Era una zona de quintas y los chicos jugaban en la calle. Aquel Pueyrredón era un gran campo con lagunas donde se cazaban ranas. Había casas bajas, con calles de tierra, cuna de tantas travesuras” (21).
En ese barrio también se establecen los Feierstein. Ricardo, uno de los hijos de los inmigrantes polacos, escribió: “un jardín lleno de flores y manzanas, un baldío con pasto hasta las rodillas y dos arcos de fútbol señalizados con ramas y latas, una calle de tierra con el hueco preparado para jugar a las bolitas, (...) y hay también casitas de tejas rojas y hogares a leñas y un estrecho zaguán de paredes encaladas que de pronto se resquebrajan por una de sus grandes grietas y derraman desde allí, desde lo alto, (...) sueños y juguetes, árboles para treparse” (22).
En “El Antonio”, cuento incluido en La manifestación, Jorge Asís escribe: “Cómo no recordarlo, cómo olvidar los picados en las calles, y de la gallega neurótica que no daba la pelota cuando caía en su casa, o la devolvía cortada, y los piedrazos que caían de noche en su techo de chapa” (23).

A un departamento, en cambio, fueron los Kovacic al salir del Hotel, en El ángel del capitán, de Chuny Anzorreguy. Cuando el propietario italiano exige un garante del alquiler, el croata le contesta: “Escúcheme. Acabamos de llegar de Europa. No conozco a nadie. No tengo nada. Nada más que mi honor, que para mí es mucho. Usted alquíleme el departamento y yo le aseguro que a fin de mes va a recibir el pago, aunque tenga que matarme para conseguirlo. Crea en mí” (24).

Por la Avenida de Mayo caminaban los inmigrantes. Lo recuerda Alvaro Yunque, quien escribe: “Rumbo al oeste, por la Avenida/ esta ruda familia de italianos: A la cabeza el padre, un hombrachote/ que lleva un chiquitiño entre sus brazos;/ atrás de él dos muchachas, dos gringuitas/ de trenzas rubias y de ojos garzos;/ detrás la madre cuyo vientre elévase/ con la promesa de algún nuevo vástago;/ y aún detrás cansadamente marchan/ dos chicuelos cogidos de la mano;/ y golpean los rudos zapatones/ y exhiben los vestidos aldeanos/ aquellos inmigrantes que contemplan/ todo con grandes ojos asombrados” (25). Leonie J. Fournier evoca a los hispanos: “andaluces, madrileños/ que la Avenida de Mayo/ es como la casa de ellos” (26).

Notas
1 Márquez, Enrique: “Ya pasaron los 100 años y siguen lo más campantes”, en Clarín, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2003.
2 Korn, Francis: “Buenos Aires siglo XX/ Los conventillos. Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura”, en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.
3 Sorrentino, Fernando: “ EL TRUJAMÁN Cocoliche italiano y cocoliche argentino (I)”, en Centro Virtual Cervantes, 27 de septiembre de 2005.
4 Vacarezza, Alberto: “Un sainete en un soneto”, en Cantos de la vida y de la tierra. 1944.
5 Elguera, Alberto y Boaglio, Carlos: La vida porteña en los años veinte. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1997.
6 Cabal, Graciela Beatriz y Contarbio, Delia: Carlitos Gardel. Buenos Aires, Libros del Quirquincho, 1991.
7 Katz, Jevel: “En el conventillo”, en Weinstein, Ana E. y Toker, Eliahu: “La rama argentina de la literatura ídish, y rama ídish de la liteatura argentina”, en Weinstein, Ana E. y Toker, Eliahu: La letra ídish en tierra argentina Bío-bibliografía de sus autores literarios. Buenos Aires, Milá, 2004.
8 León, Luis: “Allá por la calle 25 de Mayo”, en SEFARaires N° 24, Abril de 2004.
9 Laferrere, Gregorio de: ¡Jettatore!, en Laferrere, Gregorio de: ¡Jettatore! Las de Barranco. Buenos Aires, CEAL, 1968.
10 Sorrentino, Fernando: “Hombre de recursos”, en La venganza del muerto y otros cuentos con astucias. Buenos Aires, Alfaguara, 2003.
11 Bornemann, Elsa: No hagan olas (Segundo pavotario ilustrado. 12 cuentos). Ilustraciones: O´Kif. Buenos Aires, Alfaguara, 1998.
12 S/F: “Todo comenzó en los conventillos”, en La Nación, Buenos Aires, 14 de mayo de 2000.
13 S/F: “De la Gran Aldea a la aldea global”, en La Prensa, 3 de diciembre de 2000.
14 Pujol, Sergio: Historia del baile. Buenos Aires, Emecé, 1999. 440 pp. (Biografías y memorias)
15 Korn, Francis: Buenos Aires, mundos particulares 1870- 1895- 1914- 1945. Buenos Aires, Sudamericana, 2004. 192 pp- (Ensayo).
16 García, María del Carmen: op cit
17 Ambrosini, Cristina: “Una mirada filosófica Lugares: Villa Gesell, en homenaje al economista Silvio Gesell. Un profeta entre Marx y Keynes”, en La Unión Digital, www.launion.com.ar, Edición Número 2539, Miércoles 28 de Enero de 2004.
18 Ceratto, Virginia: “Gris de ausencia. Volver a empezar en un mundo nuevo”, en La Capital, Mar del Plata, 26 de noviembre de 2000.
19 Vigevani Jarach, Vera y Smolensky, Eleonora M.: Tantas voces, una historia. Buenos Aires, Editorial Temas, 1999.
20 Artusa Marina: “El Nono”, en Clarín Viva, 26 de octubre de 2003.
21 Quirney Aguirre, Carla: “Don Elías Trincado”, en El Barrio Villa Pueyrredón, Buenos Aires, Septiembre de 2003.
22 Feierstein, Ricardo: “El barco hundido (Necochea, 1977)”, en Postales imaginarias. Viajes alrededor de la Tierra antes de Internet. Buenos Aires, Editorial Milá, 2002. (Colección Escrituras).
23 Asís, Jorge: “El Antonio”, en El cuento argentino 1959-1970* antología A. Castillo, D. Sáenz, H. Conti y otros. Seminario Crítica Literaria Raúl Scalabrini Ortiz (sel., prólogo y notas). Buenos Aires, CEAL, 1981 (Capítulo).
24 Anzorreguy, Chuny: op cit
25 Yunque, Alvaro: “Una familia de inmigrantes por la Avenida”, en Versos de la calle. Buenos Aires, Editorial Claridad, 1924.
26 Fournier, Leonie J.: Mi Argentina.

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Con esfuerzo, con nostalgia, vivieron los inmigrantes sus primeros días en nuestra tierra. Algunos volvieron a sus patrias, pero muchos se quedaron en esta nación de la que hoy emigran sus nietos.


* Este tìtulo ha sido utilizado anteriormente por Celia Vernaz.

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