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No todo era trabajo para los inmigrantes y sus hijos. También tenían sus entretenimientos, a los que se dedicaban en compañía de coterráneos y argentinos, o en la soledad propicia a la lectura y a la música.
Como afirmo en otro capítulo (1), a los inmigrantes les gustaba reunirse. En sus ratos libres se encontraban para comer, conversar, bailar y recordar la tierra que dejaron. Las fiestas de San Patricio, Santiago Apóstol y la Virgen de Fátima, entre otras, y el carnaval eran excelentes oportunidades para entretenerse junto a los paisanos.
Para Jorge Fernández Díaz, el Centro Asturiano de Buenos Aires es “esa Asturias de ficción donde los desterrados simulan vivir en aquel tiempo y en aquella patria”. Su padre encontraba allí la felicidad perdida: “Lidiaba con mi país de lunes a viernes, pero reverdecía con el suyo los sábados y domingos: mi padre se hizo ciudadano ilustre de una patria fantasmal construida por la colonia argentina de asturianos” (2).
En el recuerdo de Gladys Onega, las romerías de Acebal “tienen el sonido de España, pero las figuras y el escenario que conservo están creados en Hollywood, tal como yo los veía en las matinés de los domingos: los zapateos y castañeteos de Agapo iniciando todas las noches la fiesta con El Gato Montés, El Relicario o cualquier otro pasodoble que bailará también a la madrugada, para dar por terminada la fiesta cuando yo esté dormida en brazos de mi tía Martina; el chanssonier de la orquesta de Buenos Aires, por el que se volvían locas las chicas del pueblo, con traje y zapatos blancos y cantando con una bocina: (...) En ese recuerdo hollywoodense no hay pataduras, sólo se ven las piernas que se entrecruzan, hienden los vestidos y se meten en el cuerpo del otro, rozándose las medias de seda con los brines y palmbeaches y sin pisarse, sin arrugarse, sin que ningún paso en falso rompa la armonía. Todos son artistas de cine, perfectos en esa magia que me hace morir de envidia, pero que me da la certeza de que algún día sería mi turno” (3).
Zulmira, inmigrante afincada en Villa Elisa, manifiesta:
"‘Para mi siempre fue importante mantener un contacto con la colectividad portuguesa ya que es una forma de traer mi pueblo a la Argentina y de mantener y usar mi idioma. Me gusta juntarme a escuchar fados (folclore portugués) y las famosas melodías de las guitarras de doce cuerdas’ ".
“Para suerte de Zulmira muy cerca de su casa se encuentra la casa de Portugal ‘Virgen de Fátima’ que organiza reuniones periódicamente donde la gastronomía y música portuguesas siempre dicen presente. La fecha más importante que festeja la colectividad es el 10 de Junio: Día de Portugal y la lengua portuguesa. Se realizan grandes festejos donde conviven los inmigrantes más antiguos con niños que recién comienzan a entender un poco de sus antepasados”.
“En interminables parrillas se hacen gigantescas parrilladas, se toma mucho vinho verde y se comen deliciosas tortas y otros postres a los que se suma el helado”.
“Toda estás diferentes formas de reunirse con la colectividad la han llevado a conocer muchos portugueses o descendientes de portugueses con los que usualmente se reúne los domingos a comer algún que otro bacalao con papas o porque no un regio asadito hecho por ella misma”.
"’No sé qué haría sino conociera aquí a alguien de mi tierra con quien pueda hablar mi lengua y contar historias de un hogar que hoy se encuentra lejano en distancia pero muy cerca en recuerdos. Por eso me gusta invitar "paisanos" a comer a casa así de esta forma mantengo viva mi condición de portuguesa. Además siempre fui muy predispuesta a charlar con la gente y tengo amigos en todos los lugares que visito. Siempre alguno pasa por mi casa y se queda algunos días y yo no pierdo la oportunidad para cocinarles algo rico y bien portugués’ " (4).
Entre los galeses, sin motivo especial, “una pausa a la tarde reunía a la familia de los colonos: la hora del té. Esta antigua costumbre se ha convertido ahora en un rasgo de la hospitalidad que Gaiman brinda a sus visitantes. En distintos ángulos del pueblo, Casas de té brindan un servicio familiar” (5).
Otro punto de reunión eran los cafés. “El ‘Tortoni’ –señala Carlos Szwarcer- lleva el nombre del famoso café parisino homónimo y fue inaugurado en 1858 por el francés Jean Touan. Hacia 1879 se lo vendió a su familiar y compatriota, Monsieur Celestino Curutchet Este singular hombre, favorecedor de eventos culturales, era quien lo regenteaba hacia 1920, cuando ingresó a trabajar “el turco” Alboger, aunque en virtud de la avanzada edad del empresario (noventa y dos años), la dirección del local fue recayendo en sus hijos mayores: Mauricio y Pedro Alejo. En 1925 falleció Celestino y un año después se produjo la inesperada muerte de Mauricio, detrás del mostrador, hechos que influyeron para que la familia tomara la decisión de vender el café a la firma Rey Hnos. y Pego (6).
“El Café Izmir –afirma Szwarcer-, conocido por la intelectualidad argentina a partir de la novela Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal en 1948, era ya famoso en los años ‘30 como centro inevitable de reunión de las oleadas inmigratorias y verdadera institución en el barrio. El local del lzmir fue construido a fines de 1932 sobre la base de tres habitaciones de un inquilinato de la calle Gurruchaga 432-436; su primer dueño habría sido Jaim Danón, quien le daría ese nombre en recuerdo de lzmir, su ciudad natal. En 1940, Rafael Alboger se hace cargo del fondo de comercio y comienza su larga trayectoria de veinticinco años detrás de su mostrador”.
“Administrar un sitio plagado de diversidades étnicas, requería un anfitrión que fuera capaz de mantener un sutil equilibrio entre una ligera bonhomía, que atrajera a los parroquianos, y una fuerte personalidad que hiciera respetar su autoridad. Rafael Alboger había nacido el 30 de octubre de 1902 en Esmirna, Turquía. Hijo mayor de Haim Alboher y Reina Mizrahi, matrimonio judío sefaradí que trajo al mundo seis vástagos: Rafael (llamado “Bojor” o Alejandro), Alegre, Luna, Yaco, Isaac y un varón muerto de escarlatina a los 14 meses. Fue lustrabotas en el histórico Café Tortoni, en Avenida de Mayo al 800 y luego mozo y maître del mismo durante la década del 20 y los primeros años del '30. Destino, providencia o casualidad, también para Leopoldo Marechal el Tortoni y el Izmir serían parte de su historia personal”.
“Quien regenteaba el lzmir fracasó económicamente, al punto que se fundió y al no pagar los alquileres complicó a Rafael -a quien había pedido el aval para el fondo de comercio-. Es así que Alboger se hizo cargo del café y su misión fue ‘levantar aquel negocio’ pagar lo que se debía y sobre todo, ‘si Dios lo ayudaba’, mantener a flote a su familia. La dueña del predio en el que estaba el café, Estrada viuda de Alvarez, confió en quien finalmente a fuerza de sacrificio y con la experiencia en el rubro gastronómico adquirida en el Tortoni, cumplió con los compromisos y salvó la casa que dejara en garantía”.
“Este es el origen de la relación entre el Café lzmir y la vida de los Alboger durante casi tres décadas. Allí, en Gurruchaga 432, Villa Crespo, se hizo cargo del legendario y exótico lzmir, en noviembre de 1940”.
“En el barrio convivían representantes de las tres religiones monoteístas, por lo que algunas disquisiciones teológicas eran frecuentes en el lzmir, como las del judío Abraham, el musulmán Abdalla y el cristiano Jabil que defendían sus diferencias sobre el Mesías: ‘Los tres hombres ocupaban una mesa del Café lzmir, y la discusión mantenida en lenguaje sirio se mezclaba con otras voces de timbre igual en aquel recinto sobresaturado de anises y tabacos fuertes. Junto a la vidriera, un músico abstraído hería, como en sueños, el cordaje de una cítara negra con incrustaciones de nácar’ “.
“En Gurruchaga al 400, a juzgar por los comentarios de vecinos de aquella época, ‘la gente se cruzaba de vereda de aquí a allá’ como si fuera ‘peatonal, una feria, un mercado persa’, relata José L. Los vendedores ambulantes ofrecían sus telas, ropa usada, plumeros y los más diversos artículos que uno pueda imaginarse, aunque lo más codiciado eran los manjares típicos, delicias paradisíacas para los sefaradíes”.
“En este torbellino urbano cada oficio callejero agregaba su cuota de variedad y así se cruzaban el zapatero remendón, con su caja de herramientas apoyada en la espalda, con el fabricante de yogur casero que hacía firuletes con su bandejón, apurando el reparto a su selecta clientela de los inquilinatos; al mismo tiempo los carros de verduleros, meloneros o cesteros pregonaban su mercancía arrimándose al cordón”.
“Allí, ‘enclavado en Gurruchaga’, en el centro de aquella febril actividad, se erguía altivo el lzmir, en cuya vereda hacían su parada no pocos de aquellos vendedores. Los testimonios muestran que la generalidad de los sefaradíes sentían orgullo por ese café tan pintoresco y sitio de recreación de gente mayoritariamente humilde. De los pocos que tenían ‘un buen pasar’ cuatro o cinco solían pedir ‘una vuelta’ de café o rakí (anís) para veinte o treinta parroquianos, visto esto como gesto de gentileza, camaradería o jadra (alarde, exhibición)”.
“En verdad muchos se demoraban allí por las charlas, el rakí, la música oriental, los naipes, el table (backgamon), etc., pero, a pesar de ello, la inmensa mayoría lo recuerda como un lugar ameno y respetado, tal como lo podemos recrear a partir del siguiente collage testimonial surgido de antiguos vecinos y habitúes: ‘el café lzmir en su momento era tradición...era importante...era una reliquia de Buenos Aires, de Villa Crespo. Ahí se sentaba gente grande de nuestra colectividad, iban camino al templo... a tomar un café. también la colectividad armenia, la griega, la musulmana...no había odios...en paz...en aquel tiempo eran todos respetados, amables...era un lugar donde gente de Montevideo venia y el lugar para ver a los 'yidios' era el lzmir, como punto de reunión...como punto de referencia’.".
“De las tantas actividades que ofrecía el café, el esparcimiento obviamente era el Ieit motiv Sin embargo no podemos dejar de reconocerle, especialmente en las décadas del ‘30 y el ‘40, una de tipo social y hasta educativa: ‘se juntaban en una mesa a la mañana y empezaban a hablar, a leer el diario... Habla uno que leía el diario al revés, no me acuerdo el nombre; lo leía todo, todo, se ponía a leer así.. (con la hoja al revés), se ponía en el lzmir, en la ventanita... Se reunía la gente, como muchos no sabían leer’, él agarraba y leía al revés, pero leía como si fuera al derecho, no se equivocaba nunca. Lo ví yo’ afirma Jacobo .C.” (7).
Notas
(1) González Rouco, María: “Inmigración y literatura: costumbres”, en www.monografias.com..
(2) Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
(3) Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1999.
(4) Da Conceiçao, Mauro; Euguaras, Mariano; Flibert; Francisco; Marino, Roberto; Sánchez, Julián: “Sabores de una historia”, en www.ciet.org.ar.
(5) S/F: Hotel Gwesty Tywi, Gaiman, Patagonia-Hosteria Galesa-Welsh ColonialB&B.htm
(6) Swarcer, Carlos: “El café Izmir”, en SEFARaires N° 14 (sefaraires@datafull.com, sefaraires@hotmail.com).
(7) Szwarcer, Carlos: “El Tortoni y el Izmir (Un nexo para la historia)”, en Cuadernos del Tortoni Nº9 Bs. As. Abril de 2003 Pág. 1 a 9. Reproducido en Letras-Uruguay (www.espaciolatino.com), noviembre de 2005.
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Javier Villafañe evoca los teatros de tìteres a los que asistìan los italianos de La Boca: “Teníamos entre diecisiete y diecinueve años y descubrimos los títeres de La Boca, con Wernicke, José P. Correch y José Luis Lanuza. Era un teatro estable con muñecos de origen italiano –‘los pupi’- que hablaban y decían los textos en genovés... A ese ámbito llegué por primera vez a los diecisiete años. ¡Qué impresión, quedé maravillado! Estos marionetistas representaban episodios de obras que duraban hasta un año. En estos espectáculos de los títeres de San Carlino, las marionetas pesaban entre 20 y 30 kilos y eran manipuladas por una barra. Este descubrimiento de los títeres de La Boca, tal vez, selló mi camino. Desde ese momento visité reiteradamente a don Bastián de Terranova y a su mujer doña Carolina Ligotti –eran una pareja muy hermosa-, descendientes de antiguas familias marionetistas –titiriteros sus abuelos y sus padres-, quienes tenían en Sicilia uno de los más famosos teatros de marionetas. Representaban obras clásicas: Ariosto, de Torcuato Tasso, episodios de las aventuras de Orlando y Rinaldo, que duraban en episodios un año entero, y casi siempre, era su público –el mismo público- viejos italianos, nostálgicos marineros, obreros del puerto de La Boca y algunos curiosos como yo y como Raúl González Tuñón, que me había dedicado su libro El violín del diablo, en plena calle y con quien desde ese entonces, además de frecuentar el teatro de San Carlino, nos hicimos muy amigos”.
Recuerda la relación que lo unió a los titiriteros: “Estos viejos titiriteros de La Boca se convirtieron en grandes amigos míos. Los frecuentaba, y fui testigo de cómo, al igual que sus abuelos y padres, envejecieron y murieron al lado de sus marionetas. Conservo aún fresco en mi memoria el recuerdo imborrable de estos dos pioneros inmigrantes que despertaron en mí la pasión más perdurable por el teatro de muñecos. Desde ese instante y hasta hoy, con 80 años, sigo firme y fiel a ese mandato de la historia en constituirme en un humilde difusor de este arte milenario que es el títere”.
“También por esos años –relata Pablo Medina- descubrió (Villafañe) el teatro de Vito Cantone, de Catania, Italia, que se instaló en La Boca, en la calle Necochea 1339, sobre el ‘camino viejo’. Ahí estaba el Teatro Sicilia: teatro de títeres, seres de ficción construidos en madera, vestidos y ornamentados con terciopelo, seda y otras telas de múltiples colores. Cantone provenía de una dinastía aggiornada y muy antigua de la historia de los títeres sicilianos. Llegó a la Argentina con la gran inmigración de 1895” (1).
Notas
1 Medina, Pablo: “Historias de ida y vuelta”, en Villafañe, Javier: Antología. Obra y recopilaciones. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
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En Buenos Aires, “Ibamos mucho al cinematógrafo, que era la moda más impactante –recuerda uno de los personajes de Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria, novela distinguida con el Premio Rómulo Gallegos en 1993. Veíamos las cintas de Clár Gáble, que a mí me volvía loca. Yo soñaba con Clár. Blanquita, pobre, se enamoró de Rodolfo Valentino la única vez que fue al cine, pobre. Me acuerdo y me pongo toda. Y el amor de Micaela era Yón Bárrimor. También veíamos las películas argentinas con Alippi, Arata, Rosita Quintana, las de Gardel las vimos todas...” (1).
Una abuela gallega va al cine con su nieto. Escribe Saccomanno: “En el Cine California daban El Conquistador de Mongolia, con John Wayne, una de las primeras películas en cinemascope. Al empezar la proyección, espantada, la abuela se tapó los ojos. Las hordas de mongoles galopaban sobre comarcas incendiadas. Vamos, rapaz, te urgió la abuela. Las cimitarras se alzaban en la pantalla. La abuela se agachaba en la butaca, aterrorizada, protegiéndose. Al terminar la función, todavía temblando, la abuela te dijo que no había venido al cine para sufrir. Porque la película le había resucitado aquel horror de la guerra” (2).
Alfredo Alcón fue al cine con su abuela castellana: “una vez mi abuela me llevó al cine y descubrí que esos seres que estaban allí no eran sólo luces y sombras, porque Bette Davis en la película estaba resfriada y se sonaba la nariz. Ahí descubrí que eran personas. Y empezó a inisnuarse la idea de que por ahí podía andar mi vocación, gracias al estornudo de Bette Davis” (3).
Aun cuando quisieran integrarse, el idioma era un serio problema para colectividades como la irlandesa. Juan José Delaney presenta –en su novela Moira Sullivan- dos paliativos para la incomunicación de los extranjeros: el cine mudo y el tango, por los que sienten gran afición (4).
En Acebal se asistía asimismo a esta clase de funciones. Escribe en su autobiografía Gladys Onega: “Por aquellos años en que la gran diversión era el cine, lo que se veía en la pantalla era lo real sin ninguna discusión; sin embargo, tal vez por la desmesura con que se desplegaba ante los ojos, yo llegaba a comprender que el lujo de las películas de teléfono blanco sólo era un mecanismo que me permitía entrar y vivir en la fantasía. Pero, qué pasaba cuando veía cintas con familias, siempre norteamericanas, de padres e hijos que trabajaban e iban a la escuela como nosotros; entonces empezaba a dudar y a preguntarme si eso también no sería fantasía, porque no podía creer que esa gente con hábitos semejantes a los nuestros, viviera en casas de cine; y en cambio, si eso era real, por qué nosotros no teníamos algún sofá, alguna mesita con lámpara, alguna colcha bonita, alguna fotografía o cuadro en las paredes. Nada. Según mi madre, no había necesidad, según papá, no estábamos en condiciones de comprarlos. Lo cierto es que nunca hubo nada hermoso en la casa sino la casa misma” (5).
Los húngaros judíos establecidos en Rosario hacían del espectáculo cinematográfico una oportunidad para degustar cuanto llevaban. Luis Fehér, inmigrante de ese origen, asiste incómodo al refrigerio de su familia política: “Era muy común que los Temesvari se juntasen los domingos para ir al cine, y que a Luis se lo incluyera en el programa como uno más de ellos. Protegidos por la oscuridad de la sala, la madre de Betty sacaba a relucir sandwiches del más oloroso bursh judío, cargados de pimientos y tomates, los que acompañaba con una limonada casera llevada en sendos termos, y que repartía equitativamente entre todos. Luis, con costumbres más refinadas y menos expansivas, se sentía un poco avergonzado y trataba de evitar estos eventos” (6).
En el Chaco, el cine era un entretenimiento para los descendientes de italianos. Escribe Giardinelli: “Papi y mami hacían además una vida social muy intensa, esteee, muy linda. Salían casi todas las noches, especialmente en verano. El más amigo de papi era Américo Ferrachia, el oculista. Siempre iban al cine juntos. Al Terraza Chaco iban, esteee, que se llamaba así porque era un cine al aire libre que ocupaba media manzana en pleno centro. Iban con Margarita y con mami y llevaban espirales contra los mosquitos que se ponían entre las piernas, esteee, y también abanicos para apantallarse y a veces hasta sangüichitos. Y Américo que era bastante extravagante solía incluso llevar su termo con agua caliente y el mate preparado. De manera que ir al cine para ellos era como hacer un picnic nocturno”.
El cine es un recuerdo asociado al entierro del padre de uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria. El hombre evoca, muchos años más tarde: “Yo no podía dejar de pensar que justo esa tarde en la matinée del Marconi pasaban los nuevos capítulos de ‘El Llanero Solitario’ –o era ‘El Zorro’, o era ‘Flash Gordon’?- y que los iba a perder, y tendría que esperar una semana para ver dos capítulos juntos, y por eso sentía una culpa que no me dejaba en paz, y el calor ahí adentro, y mi hermano cómo jodía” (7).
Los hijos de los turcos Víctor y Luna iban al cine en Posadas. Recuerda la inmigrante: “Los domingos los llevaba al cine. Los venía a buscar el coche a caballo, los metía a todos adentro y todos al cine” (8).
En La Pampa, “Juancito Vairoleto iba a menudo al pueblo, donde había funciones de circo o de teatro, proyectaban películas mudas o venían a actuar diversos conjuntos musicales. Entre las anécdotas de ese tiempo, nunca olvidaría la vez que llegó Carlos Gardel en gira artística, interpretando aquellos primeros tangos que lo fascinaron, a él y a otros amigos con quienes después aprendió a bailar sus compases con cortes y quebradas. El artista se presentó en el teatro-cine Colón, y aunque todavía no era tan famoso, el recuerdo de su visita se iría agigantando con los años” (9).
Notas
1 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
2 Saccomanno, Guillermo: El buen dolor. Buenos Aires, Planeta, 1999.
3 Ventura, Any: “Alfredo Alcón. A cara limpia”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 20 de marzo de 2005. Fotos: Mauro Rizzi.
4 Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos Aires, Corregidor, 1999.
5 Onega, Gladys: op. cit.
6 Weisz, José Martín: ...mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Milá, 2002.
7 Giardinelli, Mempo: op. cit
8 S/F: “Una mamá que hoy celebra sus cien años”, en La Nación, Buenos Aires, 20 de octubre de 2002.
9 Chumbita, Hugo: Ultima frontera. Vairoleto: Vida y leyenda de un bandolero. Buenos Aires, Planeta, 1999.
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En una novela de Mauricio Goldberg aparece la televisión como entretenimiento de inmigrantes y criollos. “¿Y no hay algún chico que tenga televisión y no sea ‘goi’?” pregunta un judío a su hijo. “El único es Bronfman –contesta el niño- y no invita a nadie, los viejos son unos amargados” (1).
Notas
1 Goldberg, Mauricio: Donde sopla la nostalgia, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1985.
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Una abuela escuchaba la radio con su nieto. En El buen dolor, leemos: “Aunque la abuela era madrugadora y de acostarse temprano, sufría de insomnio. Por la noche ella y vos, acostados en su pieza, en la oscuridad, escuchaban Radio Porteña, que transmitía desde los teatros. La obra predilecta de la abuela era La Malquerida, interpretada por Lola Membrives. Ay, esa madre, se desgarraba la Membrives en la oscuridad de la pieza. Ay, repetía la abuela. Apenas terminaba la obra, la abuela apagaba la radio. Y como no podía dormir, te contaba un cuento” (1).
En casa de Pampillo, un 12 octubre, “Estaba puesta la radio y el locutor hablaba de la raza”.(2).
Uno de los personajes de Giardinelli relata: “a la noche cuando éramos más chicas, cuando todavía estaba mi mamá, nosotras nos quedábamos en la casa tejiendo y escuchando ‘Chispazos de tradición’ que era un programa gauchesco. Y vieras cuando empezaba como todas hacíamos silencio. También pasaban programas de teatro, directamente desde el Cervantes, el París y otras salas que ya no están. Entonces escuchar la radio era algo muy serio, muy importante” (3).
El vestíbulo de la casa de los Onega, en Santa Fe, “era el sitio de la radio, de donde salían los despropósitos lingüísticos de Catita, la música de moda, los boletines que informaban a los hermanos Onega la cotización de la papa y lo cereales y, tal vez, los radioteatros que todavía no nos interesaban; debíamos esperar a vivir en Rosario para que intercambiáramos lavados de platos por horas de novelas” (4).
En Mendoza, los Bianchi escuchaban la radio: “entusiasmados escuchábamos la música que emitía la bocina del parlante, en condiciones sumamente precarias, pero que era la locura de todos los radioescuchas allí reunidos. El sonido chillón en las noches de verano, cuando tenía la ventana abierta, se desparramaba hacia la calle, donde no faltaban los vecinos curiosos que se arrimaban para deleitarse con la música que provenía de tan lejanos lugares. Esto producía entre la concurrencia un estado de superioridad, al saberse entre los primeros radioescuchas de San Rafael que tenían tal privilegio” (5).
En la Patagonia, los Ayala –descendientes de criollos, italianos y alemanes- también la escuchaban. Recuerda Nora: “Por fin llegó papá de vuelta a Sacanana, lleno de regalos y novedades: para mí un triciclo y para Chichín una muñeca negra, y para todos la última novedad de la ciencia que era una radio en forma de capilla, que no se oía muy bien pero transmitía música con mucha descarga y estática y programas chilenos. Allí escuchamos la noticia de la muerte de Gardel, que entristeció mucho a los mayores. Ñanquetrú no se podía convencer de que no hubiese alguien, tal vez enanitos, adentro de la radio, y aunque papá quiso explicarle lo de las ondas hertzianas, nadie lo pudo convencer de que no era gualicho” (6).
Notas
1 Saccomanno, Guillermo: op. cit.
2 Pampillo, Gloria: Los gallegos. Novela inédita..
3 Giardinelli, Mempo: op. cit.
4 Onega, Gladys: op. cit.
5 Bianchi, Alcides J.: Aquellos tiempos... Buenos Aires, Marymar, 1989.
6 Ayala, Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Vinciguerra, 1997.
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Algunos viajeros traían libros. El padre de Rodolfo Alonso trajo de España un Juan Moreira, un Quijote, un Martín Fierro y un Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, “toda una significativa selección” (1).
Acerca de la afición por la lectura que sentían los hermanos Onega, escribe Gladys que su hermano “odiaba Lenguaje e Idioma Nacional con la misma decisión con que amaba la lectura, contradicción anárquica que mi hermana y yo no padecimos, pues para nosotros los libros se gozaban, se estudiaban y se aprendían. A Bebo no lo tentaba la lectura silenciosa y apartada, le gustaba contar a los otros o que los otros le contaran e inventar mundos físicos, contantes y sonantes de trompadas, corridas, trepadas, huidas, escaladas, atadas, escapadas y arrastradas por el pastito, que de repente era la pradera” (2).
A Antonio Dal Masetto, la lectura le permitió aprender nuestro idioma. A los doce años llegó, procedente de Italia, a Salto, donde “Empezó el duro aprendizaje, la transculturación. Cansado de que lo cargasen por su forma de hablar, decidió esforzarse para aprender el castellano. Para eso recurrió al arte. Su padre se asoció con su tío en una carnicería. Dal Masetto empezó a seleccionar las revistas que llegaban para envolver y, entre los globitos y el dibujo de las historietas, empezó a adentrarse en el idioma”.
De los comics, pasará a los libros. Así recuerda esa etapa: “Mi camino fue absolutamente argentino. En casa hubo un esfuerzo inmediato por adaptarse. Cuando empecé a aprender el idioma en el pueblo, frecuentaba una biblioteca. Buscaba libros. Elegía al azar. Me los devoraba, junto con la revista Leoplán, que traía novelas cortas enteras. Me alimenté mucho de esa revista, y con ella descubrí que había una literatura inmensa” (3).
Un personaje de Bedrossian también es aficionado a las revistas: “A Nersés le encantaban los días de peluquería. Se sentía todo un hombre. Además aquel lugar, a su modo, era un salón de lecturas para todos los gustos, pronto se convirtió en su primer biblioteca. Allí estaban las revistas más importantes: ‘El Gráfico’, ‘Rico Tipo’, ‘La Chacra’, ‘Billiken’, ‘Intervalo’, ‘Patoruzú’, ‘El Tony’. Mientras esperaba el corte de su padre, tenía acceso al mundo maravilloso de los sueños” (4).
Notas
1 Alonso, Rodolfo: Entrevista en Historia de la literatura argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
2 Onega, Gladys: op. cit.
3 Roca, Agustina: “Historia de vida”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de julio de 1998.
4 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor, 1998.
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Ya en el Martín Fierro, publicado en 1872, aparece un italiano que hace música: “Allí un gringo con un órgano/ Y una mona que bailaba/ Haciéndonos ráír estaba/ cuando le tocó el arreo./ ¡Tan grande el gringo y tan feo!/ ¡Lo viera cómo lloraba!” (1).
También encontramos un inmigrante en “El alma del suburbio”, de Evaristo Carriego: “Soñoliento, con cara de taciturno,/ cruzando lentamente los arrabales,/ allá va el gringo... ¡Pobre Chopin nocturno/ de las costureritas sentimentales!” (2).
Traían desde su tierra la inclinación por este arte. A pesar de la tristeza, “La música y las danzas abundaban en el barco –escribe Scotti. Algunos tocaban el acordeón, otros la flauta, y por encima de la baraúnda, el violín diáfano de Padrazo” (3). Cuando embarcó en Génova, Valentín Bianchi “portaba la vieja valija de la familia y su inseparable mandolina en la espalda” (4).
Un napolitano, personaje de Barrio Gris, de Joaquín Gómez Bas, hace música: “Madruga diariamente, como vendedor de periódicos que es. Al mediodía llega con una amplia correa cruzada en bandolera. Almuerza; duerme la siesta, riega después un pequeño jardín para despabilarse y practica en la guitarra hasta el atardecer. Entonces se sienta a tocar en el umbral hasta la hora de la cena. Y retorna al instrumento, una pieza tras otra, sin pausa” (5).
Marco Denevi afirmó: "Genética y educación se confabularon para hacerme adicto a la música. Mi padre, que nunca exteriorizaba sus emociones, sólo aflojaba frente a la òpera. Nací y me crié en un hogar donde se hacía música a diario, donde la música mal llamada culta formaba parte de la vida cotidiana. Todavía niño, y de la mano de mis mayores, fui a salas de concierto y al Teatro Colón" (6).
En uno de sus poemas, María Teresa Andruetto recuerda la afición musical de su padre: “El padre toca el banjo en la cocina/ de la casa (...) El padre toca rumbas,/ habaneras, canciones italianas” (7).
La música no podía faltar en el festejo del casamiento. De la colectividad italiana es el que recuerda Carlos Ibarguren, en La historia que he vivido. Se ha casado Darío Nicodemi: “el casamiento fue celebrado con una fiesta en la modesta casa del barrio en que vivía la novia. Concurrió allí invitado el elemento gringo de la vecindad con sus respectivas familias –algunas con hijos argentinos- y varios amigos de Darío, entre los que yo me contaba. Se bailó animadamente hasta la madrugada en el patio, al compás del acordeón, ocarina y flauta; de la cocina, donde se jugaba a la morra, partían vociferaciones en italiano, mientras el moscato y el nebiolo espumante enardecían los ánimos sin distinción de edad, sexo ni nacionalidad; y aún recuerdo cómo nos atrajo a los muchachos la bella Carlota, hermana del desposado, que resultó esa noche, reina indiscutida de aquel regocijo meridional” (8).
Alcides Bianchi tocaba en su infancia la quena Tango: “comenzó para mí una nueva era: la del ‘quenista’, que practiqué durante varios años, logrando aprender algunas de las agradables piezas musicales de moda en aquellos tiempos, sobre todo el tango ‘La Cumparsita’. Claro, con mi escaso conocimiento musical, no llegué a ser más que uno de los tantos improvisados aficionados del montón, que abundaban en la barriada de ‘El Porvenir’ “ (9).
Además de tocar por gusto, algunos hijos de inmigrantes emprendían estudios formales. María Luisa Cuccetti recuerda su iniciación musical: “ya cuando estaba en el primario, una amiga mayor me empezó a enseñar piano”, pero su padre, un clarinetista profesional genovés que se había instalado en La Boca, la anotó en el conservatorio: “Ibamos en tranvía, y como era en el centro, me ponían sombrero... ¡Bah, capotita! Los sombreros eran para las señoritas” (10).
Hacía música el galleguito de González Carbalho: “la armónica en los labios/ hice todo el viaje” (11)
Entre los gallegos emigrantes, la gaita era un instrumento muy difundido. El gaitero Carlos Núñez, de paso por nuestro país, dijo en un reportaje que “los mejores gaiteros no permanecieron en Galicia sino que la mayoría vino a Buenos Aires, muchas veces exiliada”. En la Argentina y en Cuba, entraron en contacto con otros ritmos, al punto que “La música gallega se benefició de estas influencias, de estas tradiciones más abiertas” (12).
Manuel Castro escribe acerca de Manuel Dopazo: “La llegada de una compañía de zarzuela a Buenos aires que ofreciera Maruxa, requería la presencia de un gaitero. Manuel Dopazo era el elegido. Su actividad artística lo hizo llevar la gaita al Teatro Colón que es a lo máximo a lo que se puede aspirar. Fue la noche del 12 de octubre de 1930 estando presente en esa ocasión el Presidente de la República Argentina, don Hipólito Yrigoyen. (...) Además de ser un eximio ejecutante, Dopazo fabricaba gaitas, generalmente para vender y fue aquí en Buenos Aires donde aprendió a tornear. Manuel Dopazo vivió de la gaita y mantuvo una familia de once hijos. Fue el único que pudo hacer eso, otros gaiteros tenían otros trabajos. Soldaba las gaitas con plata, soplando y eso lo llevó a la tumba” (13).
Gabriel Deus se refiere a “los grandes maestros gaiteros inmigrantes, maestros que han venido a este país con una gaita entre su equipaje. De estos maestros podemos nombrar a Cesáreo Rodríguez, a Jesús Longarela quien ha sido profesor del gaitero Alberto López, y actual integrante del grupo "Sete Netos". Entre estos maestros se encuentra también Camilo Deus quien aparte es uno de los pocos artesanos de palletas para gaitas que hay en el país. También lo tenemos a Jesús Mariño quien también es artesano de gaitas. En fín, entiendo que gracias al legado de estas personas que gracias a Dios, a pesar de los años transcurridos, siguen transmitiéndonos esa cultura interpretando en sus gaitas esas jotas y muñeiras que suenan con un aire muy distinto ya que en sus dedos, al ejecutar la gaita, demuestran en cada nota el sentimiento de un inmigrante” (14).
José Cameán Parcero cuenta que su padre ”como buen gallego, era músico, tocaba la gaita y le enseñó a él a tocar la caja. Como esto resultó ser de su gusto tocó con Los Celtas de Vigo y con los Chavales de España. En estos conjuntos tocaba la tumbadora. Estos instrumentos todavía los conserva en su taller de autos antiguos” (15).
A escondidas tocaba la gaita un asturiano, pues su hermano, avergonzado del origen de ambos, se lo había prohibido. El anciano ”cuando su hermano no estaba en casa, entraba en el dormitorio de los tíos, levantaba la trampa del sótano disimulada bajo la cama matrimonial, bajaba cinco escalones, prendía la luz, cerraba la tapa y tocaba su música en la clandestinidad durante horas” (16).
Mateo Kelly, descendiente de irlandeses, recuerda que en su casa paterna, las reuniones se animaban con violín y verdulera para entonar The wedding of the green y Mother Machree. ‘Allí donde se juntan dos irlandeses aparece la música, los bailes, los cuentos –agrega Teresa Deane-. En la casa de mi abuelo había gaitas, arpas, piano’ “ (17).
“ ‘Ya en los años 50 el padre Fidelius Rush y el asturiano Manolo del Campo organizaban festivales de música y baile celta, pero en el 85 se hizo el Primer Encuentro Pan Celta en el Club Fahy’, recuerda Susana Shanahan, periodista y conductora del Plum Pudding (por el budín de ciruela con whisky, plato típico irlandés), un programa de radio que gira, obviamente, alrededor de la cultura celta. ‘Este auge era un eco de lo que pasaba en el mundo, donde The Chieftains, U2, Clannad o Enya ganaban grandes audiencias’ “ (18).
Amaban la música quienes se establecieron en la Colonia San José, en Entre Ríos. Eran franceses, suizos, alemanes y piamonteses. “No todos tenían gran preparación intelectual –dice Celia Vernaz. Si bien vinieron médicos, bachilleres y gente que tenía escuela y que pudo dedicarse a enseñar, otros solamente sabían trabajar, aunque algo que llama la atención es que la mayoría conocía música y formaban parte de la Banda” (19).
Entre los alemanes del Volga, “La institución del Schulmeister, trasladada también a la Argentina, fue muy importante hasta mediados de siglo. Estos maestros no sólo contribuyeron a la conservación del idioma natal sino que, con su habilidad para organizar coros parroquiales, transmitieron en forma musical relatos e historias antiguas que de otra forma se habrían perdido”. Nicolás Dening, alemán del Volga entrevistado en Paraná, “recuerda que en su aldea natal, Valle María –Diamante, Entre Ríos-, el Schulmeister era un músico autodidacta que sobresalía en toda la región por sus cualidades de organista” (20).
La música alegra a los armenios. Dice una inmigrante: “Al principio extrañaba mi pueblo... Después, al reunirnos los sábados a la noche con otros armenios (mi hermano tocaba el violín y yo, el acordeón), no extrañé tanto” (21).
Carlos Balá dijo en un reportaje: “Mi viejo quería que yo fuera cantante. Una vez me regaló como una guitarra árabe, una mandolina. (...) Era sirio. Vino a los 16 años. El no llegó a ver mi fama” (22).
Disfrutaban de la mùsica inmigrantes y criollos, en Misiones: “Por las noches, despuès de cenar, los martes y viernes en lo de Rathhof se hacìa mùsica. Venìa herr Engelsberg con su esposa y su violoncello y el señor Di Matteo con su violìn, Walter arrimaba su propio viloncello y rodeaban el piano de Zaida, dedicàndose a hacer mùsica durante un poco màs de una hora” (23).
Al fallecer su padre, el Chango Spasiuk lo despidió con lo que el hombre amaba: la música: “Cuando todos se fueron, le pregunté a mamá qué le parecía y ella me dijo que si quería tocar, que tocara. Entonces le metí nomás. Le dí duro. Te imaginás –dice a Leila Guerriero-, a las tres de la mañana, tocando el acordeón en el velorio de mi papá, es una imagen loca y se puede interpretar mal, pero por qué no iba a tocar, si mi papá amaba la música” (24).
Toca el acordeón un inmigrante, en el schotis titulado “El Gringo Creñuk”, con letra de Teresa Parodi y música de Antonio Tarrago Ros. Transcribo un fragmento: “Por la picada, descalzo, Creñuk/ viene cruzando las llamas del sol/ roja la tierra le incendia los pies/ cuando la pisa marcando el talón.// Si voltea un tronco, siente/ que voltea su dolor/ con las mismas manos tala/ árbol, pena y corazón./ Y le arranca melodías/ torpemente al acordeón/ mientras canta para todos/ con ternura esta canción” (25).
Un pequeño nieto de rusos intenta aprender por las suyas a tocar el bandoneón que le había prestado un vecino: “Al caer la tarde, con los deberes ya hechos, Emilio llevaba el banquito y el bandoneón al patio y se ponía a tocarlo. Mejor dicho, a descubrirlo. Recorría uno tras uno los botones que tenía de cada lado, probaba estirándolo y arrugándolo, lo golpeaba despacito con los nudillos en la madera del costado. Por ahora no le salía nada que se pareciera a un tango, pero esa jaula oscura tenía algún misterio. Por momentos, a Emilio le parecía que se movía sola. ‘Lo que pasa –pensaba- es que todavía no sé regular bien el aire que le meto o le saco’. Pero el bandoneón, como si estuviera vivo, a veces le daba un sacudón sobre sus rodillas y Emilio tenía que sujetarlo para que no se le fuera al suelo” (26).
La música acompaña, alegra los momentos tristes, y acerca a esa tierra que quizás no se volverá a ver.
Notas
1 Hernández, José: Martín Fierro. Testo originale con traduzione, commenti e note di Giovanni Meo Zilio. Buenos Aires, Asociación Dante Alighieri, 1985.
2 Carriego, Evaristo: en Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
3 Scotti; María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
4 Bianchi, Alcides J. Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, Ed. del autor, 1987.
5 Gómez Bas, Joaquín: Barrio Gris. Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1963.
6 Delaney, Juan José: Marco Denevi y la sacra ceremonia de la escritura: una biografía literaria. Buenos Aires, Corregidor, 2005. 244 pp.
7 Andruetto, María Teresa: Kodak. Córdoba, Ediciones Argos, 2001.
8 Ibarguren, Carlos: La historia que he vivido. Buenos Aires, Ediciones Dictio, 1977.
9 Bianchi, Alcides: Aquellos tiempos... Buenos Aires, Marymar, 1989.
10 Muzi, Carolina: “El siglo que yo vi”, en Clarín Viva, 26 de septiembre de 1999.
11 González Carbalho, José: “Cuando mi padre habló de su infancia”, en Requeni, Antonio: “Un poeta arxentino en Galicia: González Carbalho”. Separata del Boletín Galego de Literatura.
12 Monjeau, Federico: “Carlos Núñez. En la cresta de la ola celta”, en Clarín, Buenos Aires, 11 de mayo de 1998.
13 Castro, Manuel: “Manuel Dopazo”, en Viajero Celta.
14 Deus, Gabriel: e-mails enviados a MGR en 2004.
15 S/F: “José Cameán Parcero”. Un vecino de Bembibre, Parroquia de Buxán”, en El Mensajero Gallego, N° 2, Abril de 1998.
16 Fernández Díaz, Jorge: op. cit.
17 Guyot, Héctor M.: “Sociedad. Irlandeses en la Argentina. Una verde pasión”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de marzo de 2005. Fotos de Daniel Pessah.
18 ibídem
19 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.
20 Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Editorial Tesis - Instituto Torcuato Di Tella, 1986.
21 Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: “Los armenios en Buenos Aires” La reconstrucción de la identidad (1900-1950). Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.
22 Aizen, Marina: “Carlitos Balá // Profesión: Actor cómico”. Foto: Rubén Digilio. En Clarín, Buenos Aires, 10 de setiembre de 2006.
23 Ayala, Nora: Mis dos abuelas. 100 años de historias. Buenos Aires, Editorial Vinciguerra, 1996.
24 Guerriero, Leila: “Chango Spasiuk. Chamamé por el mundo”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 14 de enero de 2001.
25 Parodi, Teresa y Tarrago Ros, Antonio: “El Gringo Creñuk”, en www.tarrago-ros.com.ar.
26 Califa, Oche: “Historia con tango y misterio”, en Un bandoneón vivo. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
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Se bailaba durante la travesía. Bailaba la clase alta; cinco hermanas gallegas recuerdan “los oropeles del baile de primera clase que habían espiado colgadas de un ventanuco de la cubierta. En el barco, los brillos y perfumes de los ricos estaban confinados en un salón, bien protegidos de los vahos de la chusma que se apiñaba en la bodega” (1). Lo relata Guadalupe Henestrosa en Las ingratas, obra distinguida en 2002 con el V Premio Clarín de Novela.
Bailaban los inmigrantes. Lo recuerda Johann Bodemann, quien dejó Valais en 1857, y escribe: “Todo cambiaba cuando mejoraba el tiempo: se bailaba, se cantaba, se jugaba. El tiempo pasaba pronto. Con nosotros viajaban jóvenes alegres, quienes cantaban muy bien, más que todo al anochecer, cuando la luna hermosa alumbraba el mar tranquilo, y la brisa agradable soplaba del océano. Hemos visto una gran variedad de animales marinos. A veces bailábamos farándulas dando vueltas por todo el barco. Hemos pasado así muchas noches sobre el puente, hasta las doce o la una de la mañana, tan era eso hermoso” (2).
En el barco se crean lazos que perduran en la nueva tierra; éstos se evidencian, por ejemplo, en la elección de los compañeros de baile. Lo afirma Sergio Pujol: “Uno baila con los de su clase social, sus paisanos, los de su provincia, los de su misma edad, con los inmigrantes que llegaron con uno en el barco” (3).
“El Tango –sostienen Daniel Yarmolinski y Graciela Pesce- desde sus comienzos ha participado en la lucha para la estructuración del sentido que caracterizó a la sociedad argentina. Su música, su poesía, su ejecución ofrecen maneras de ser y de comportamiento y también formas de satisfacción física y emocional. Por ello, abre una brecha para que se encuentren las generaciones brindando diferentes mensajes para reconocernos” (4).
A criterio de la antropóloga María Susana Azzi, “La sociedad argentina siempre ha sido un melting pot o crisol de razas y todavía lo es: la Argentina es una sociedad abierta donde no existen ghettos. El tango como institución informal que acogió a decenas de miles de inmigrantes –especialmente italianos-, es un ejemplo muy regio de eso. La investigación del tango es la historia del multiculturalismo en la sociedad argentina y es el rescate de redes sociales y de símbolos de identidad cultural. El tango es una experiencia multivocal que cuenta la historia de personas muy diversas; es la aceptación de la diversidad y la inclusión de lo marginal dentro del sistema. No sólo es un vehículo que acelera la integración cultural sino que el tango es un integrador multicultural. En el estudio del tango encontramos una clave para comprender la trama esencial de la sociedad argentina moderna. El tango expresa temas culturales con los cuales el argentino se identifica; el tango moldeó la psicología de mucha gente. En una sociedad de inmigrantes con raíces aún jóvenes, cuando los padres y el estado no brindaron una educación que reflejara las edades del país, el tango fue la respuesta a esta omisión. El tango es un género popular complejo que incluye danza, música, canción, narrativa, gestual y drama. Es filosofía y pathos. En el tango confluyen innumerables elementos culturales y estéticos de origen africano, americano y europeo, que a su vez interactúan y se potencian. (...)” (5).
Victor Hugo Ghitta evoca el baile en el carnaval de la colectividad gallega. Recuerda “las largas mesas familiares del Centro Lucense, en una Buenos Aires cuyos esplendores y apego por las fiestas populares irían menguando con los años, en bulliciosas noches de carnaval en las que nos peleábamos por una falda con fervor e inocencia mientras nuestros padres batían palmas y meneaban caderas al ritmo del pasodoble o la muñeira, después de haberse atragantado con las sardinas españolas y las morcillas vascas y las batatas asadas al carbón y los jamones tan perfumados como las señoras que atiborraban la pista, atraídas por una estridencia de trompetas y por las toreras de luces y las fabulosas charreteras y los zapatos y los pantalones blancos de los Gavilanes de España, que era el conjunto musical que animaba las tertulias y las verbenas” (6).
En Secretos de familia (7), Graciela Cabal recuerda su aprendizaje de muñeira: “A mi amiga Rodríguez tampoco la dejan estudiar baile, pero ella igual sabe bailar la muñeira, porque la muñeira se la enseñó la madre. (La madre de Rodríguez es de un lugar donde todos saben bailar la muñeira desde que nacen, sin que nadie se la enseñe). Me da mucha vergüenza, pero igual voy y le digo a la mamá de Rodríguez si por favor, por favor, me enseña a mí a bailar la muñeira. La mamá de Rodríguez dice que ella con mucho gusto me enseñaría, pero hace tanto tiempo que no baila... ’Sea buena, mamita’, le dice Rodríguez a la madre, y la arrastra al patio. Y entonces la madre empieza a cantar bajito mmmmm mmmmm mmmmm y a dar unos pasos. Y después se ve que se anima porque se pone a cantar fuerte y se mueve rápido y hasta se saca las chancletas y el delantal, y sigue, sigue, sigue. Y justo llega el papá del trabajo y primero se asusta y pregunta qué es lo que está pasando en esa casa, y después se ríe y se pone a bailar enfrente de la madre. Y yo ya no aguanto y le digo a Rodríguez si quiere bailar, porque algo aprendí, de mirar. Y todos bailamos, cantamos y nos reímos, hasta la mamá de Rodríguez, que nunca se ríe. A la mamá de Rodríguez, cuando baila la muñeira ni se le notan los bigotes”.
El baile ilumina los últimos momentos de una anciana inmigrante. Cuando “Doña Conce”, la gallega del cuento de Jorge Dietsch, ve que se acerca su fin, pide sus zapatos, “e incorporándose en la cama, comenzó a bailar. Bailaba para adentro, se veía en la mirada y la sonrisa, con una gracia joven y movimientos que debían ser de tal agilidad que en la habitación entró un viento fresco de montañas, con olores de campo y de menta. Tarareaba al mismo tiempo una música tan extraña y bella que quienes escuchaban, a pesar de la gravedad de las circunstancias, no pudieron evitar acompañarla con movimientos de pies. Luego, agotada de tanta danza, apoyó la cabeza en la almohada, respiró profundo varias veces, y cerró los ojos sin dejar la sonrisa, como soñando un buen sueño” (8).
Susana Casati escribe acerca de su adolescencia en Floresta, en 1943: “El Sr. Pérez es bajito y de tez morena. Se sienta en el viejo banco de hierro y madera del patiecito central y por la puerta de doble hoja, abierta de par en par, mira bailar a los jóvenes mientras hace girar, parsimoniosamente, su sombrero Orión. De tanto en tanto, una de sus tres muchachas se le acerca: ‘Un ratito más, Tatita’, y un beso o una masita. Giran y giran muchachos y chicas. El Orión del Sr. Pérez gira y gira... (...) Paula y Cunco Pérez –un ratito más, Tatita- se divierten como locas con los dos vecinos nuevos de la cuadra, los rubios irlandeses Wilfi y Noldo” (9).
La danza era muy importante en los esponsales judíos en el litoral. Máximo Yagupsky dice: “El casamiento judío consistía de grandes celebraciones. Se improvisaba una gran tienda hecha con las lonas que se usaban para proteger las parvas de las lluvia. Se hacía un alegre festín con todo el ritual, la jupá, es decir, el palio nupcial, la música y danzas. Y naturalmente había mucha comida y había también comida para los gauchos vecinos, los cuales se reunían afuera a saborear los manjares y dulces. Y mientras los músicos ejecutaban melodía judías o rumanas, los gauchos, afuera, tocaban el bandoneón o la guitarra y bailaban también. En algunas ocasiones se cruzaban las rondas del freilej o la tijera, con el chamamé, el tango y el pericón” (10).
En la danza se integran las culturas. Esto sucedió, por ejemplo, en el Liceo Franco Argentino Jean Mermoz, donde, para festejar los treinta años del instituto, los alumnos de primaria –muchos de ellos de nacionalidad francesa- bailaron el pericón (11).
Trajeron en el barco sus danzas. Inmigrantes y quienes de ellos descienden las interpretan hoy día, al tiempo que cultivan la tradición del país que los recibió.
Notas
1 Henestrosa, María Guadalupe: Las ingratas. Buenos Aires, Clarín-Alfaguara, 2002.
2 Vernaz, Celia: op. cit.
3 Pujol, Sergio: “El baile, una historia de sexo, violencia y tensiones sociales”, en La Capital, Mar del Plata, 13 de febrero de 2000.
4 Yarmolinski, Daniel y Pesce, Graciela: Bulebú con soda: tangos para chicos. Con prólogo de Horacio Ferrer. Buenos Aires, Corregidor, 2005. 256 pp.
5 Azzi, María Susana: “Aportes de las colectividades a la cultura nacional: La contribución de la inmigración italiana al tango”, en Archivo Histórico Alberto y Fernando Valverde, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno, Año 2000, Revista N° 4.
6 Ghitta, Víctor Hugo: “Elegía a Paco Rabal dormido en Aguilas”, en La Nación, Buenos Aires, 2 de septiembre de 2001.
7 Cabal, Graciela Beatriz: Secretos de familia. Buenos Aires, Debolsillo, 2003.
8 Dietsch, Jorge: “Doña Conce o la despedida”, en El Tiempo, Azul, 14 de marzo de 1999.
9 Casati, Susana: “De otros tiempos. El ‘Orión’ del Sr,. Pérez”, en El Tiempo, Azul, 13 de marzo de 2005.
10 Diament, Mario: Conversaciones con un judío. Buenos Aires, Fraterna, 1986.
11 Beltrán, Mónica: “Un colegio con acento francés”, en Clarín, Buenos Aires, 26 de septiembre de 1999.
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En el Hotel de Inmigrantes, los hombres se entretenían con diversos juegos. Escribe María Teresa Andruetto: “Por la tarde, después de comer y limpiar, después de averiguar en la Oficina de Trabajo el modo de conseguir algo, los hombres se encuentran con sus mujeres. Un momento nomás, para contarles si han conseguido algo. Después se entretienen jugando a la mura, a los dados o a las bochas” (1).
En Gris de ausencia, el Abuelo, ya de vuelta en Italia, habla en sus desvaríos con su adversario en el tute en la Argentina: “Cucá osté, don Pascual. Spada e triunfo. Termenamo el partido e dopo no vamo a Piazza Venechia, ¿eh? Agarramo por Almirante Brown... cruzamo Paseo Colón e no vamo a cucar al tute baco lo árbole” (2).
Los italianos jugaban a los naipes. Recuerda Fernando Sorrentino que “Juan Carlos Rizzo, entonces niño de nueve o diez años, testimonia el uso, hacia 1940,del cocoliche (no literario sino espontáneo) por parte de los italianos (los tanos) que jugaban a los naipes en el comercio de su padre. (Los criollos) jugaban al truco, al mus y al tres siete mezclándose con los tanos. Era gracioso escucharlos cuando imitaban los dichos de los gringos tratando de traducirlos... O cuando, a la inversa, eran ellos los que, acriollándose en una imitación muy graciosa del decir de nuestros paisanos, improvisaban sus versos. Muchas veces mi padre me llamó para que los escuchara… Io sono un criocho italiano/ que parla mal la castilla./ ¡Non se caiga de la silla,/ que tengue flor nella mano…!’. En seguida seguía el divertido contrapunto, que terminaba por transformarlos en auténticos payadores: ‘Y yo soy criollo, no gringo,/ y atajate, que te bocho:/ ¿cómo se dice en tu lengua/ contraflor con treinta y ocho?’. Terminada esa partida, o la siguiente (porque el orden no viene al caso), uno de los truqueadores gringos respondía en tono de milonga pampeana: ‘Aquí me pongo a cantare/ co la guetarra a la mano/ e le canto ¡contraflore!/ Angárresela, paisano’ ” (3).
Chilo Parisi cuenta que en La Rioja, “Los paisanos italianos que vivían en el barrio de Vargas, se reunían en cada caa todos los domingos para jugar a las cartas: Tresette, Biscambra y Patrón y Sotto (patrón y subalterno). Estos juegos eran típicos de Italia. (...) En estos encuentros se estrechaban vínculos de parentesco, amistad y camaradería, siendo los juegos muy cordiales y tomándolos como en entretenimiento, de paso contar anécdotas pasadas durante la 1° Guerra Mundial (1914-1918) en la que combatieron todos estos paisanos”.
Estas narraciones, las hacían cuando se tomaban un breve descanso, en la que el dueño de casa invitaba a todos los presentes a comer unas ricas sopresattas, salchichas y un buen queso, acompañado con un pan recién horneado, todo ello, preparado y servido por el anfitrión, en la que no faltaba la damajuanita de vino tinto. Cuando se iniciaba el juego del tresette o la brisocla y finalizado el mismo, se daba comienzo al Patrón y Sotto en la que venían amigos a divertirse, viendo cómo se jugaba este juego tan especial y distinto de otros. Los visitantes podían beber en cualquier momento, no así los jugadores. El juego consistía en dar 2 cartas a cada jugador, ganado el que mayor escalera obtenía, por ejemplo el 11 y el 12 eran las más altas y era elegido Patrón, el que lo seguía en la escalera, se lo designaba ‘Sotto’, estos ganadores eran dueños y encargados de administrar la bebida previo acuerdo, se determinaba la bebida a jugar, lo que era de muy poco monto”.
“En ciertas ocasiones el Patrón y Sotto, invitaba a beber a todos los jugadores, en otras a algunos, a veces a ninguno y se la tomaban ellos, también se daba el caso, cuando no se ponían de acuerdo el Patrón y Sotto, se tomaba toda la bebida el Patrón. Lo gracioso era cuando se dejaba a uno o dos jugadores durante toda la tarde al ‘Urmo’ (al último) y les daban a beber unas pocas gotas de vino... para que no se les secara la boca... hasta el próximo domingo. Esto era cuando se acercaba el crepúsculo y era hora de ir cada uno a su casa” (4).
Victoriano de Miguel jugaba al truco. En un reportaje, María Esther de Miguel expresó: “Mi padre era un republicano español que a los 19 años se vino de España para no hacer la conscripción. Autodidacta, gran lector de temas de su especialidad (mecánica, física, ingeniería), preocupado por la política, canalizaba sus inquietudes en la lectura de diarios... y en las discusiones en torno a la mesa de truco los sábados y domingos” (5).
Carlos Penelas es el autor del poema “Los trasterrados”, que dedica a sus abuelos gallegos Pedro Penelas y Tomás Abad. En él dice: “Llevaban en la sangre/ el honor, la palabra, la brisca” (6).
En su casa, los hijos del gallego Pampillo jugaban al truco (7).
Enrique Aramburu escribe: “Todavia recuerdo que mis mayores se reunían en la estancia Dos Hermanas de Olavaria en la década del 70 con motivo del cumpleaños de Alejandro Aramburu, continuando la tradición de Pedro Aramburu (hijo de los que llegaron en la decada de 1860 a los pagos), y jugaban al mus. Es posible que tres expresiones que allí se utilizaban puedan explicarse por la lengua vasca: "va y va" para la grande y la chica, sería bai, ba "si, pues". "Ordago" (que significa que se juega todo el partido a un lance), por hor dago "ahi esta". Y la forma de contar los puntos que se juegan en los partidos, "un amarrueco", "dos amarruecos" (los partidos comunes se jugaban a cuatro "amarruecos" y los de desempate, a ocho "amarruecos", segun relata mi padre). Si bien eran divisiones de a cinco, la similitud fonetica es demasiado grande como para resistir la tentación de vincularlos con hamarreko, "de a diez", y suponer que así como se deformó la fonética, se puede haber deformado el significado de la cantidad” (8).
Juega a los naipes un inmigrante ruso en Rivera, provincia de Buenos Aires. Narra el hijo, protagonista de Hermana y Sombra, de Bernardo Verbitsky: “Cuando no lo encontraba en la estación me dirigía a la confitería de Jitrik, una especie de bar donde jugaba al preferans (escribo como se pronuncia un juego ruso de cartas con nombre francés), con algunos conocidos” (9).
En Hija del silencio, Manuela Fingueret relata, refiriéndose a bielorrusos: “Algunas noches de sábado, los primos se reúnen con amigos, paisanos de barco o pueblos natales, y juegan al veintiuno con cartas de póker, mientras ella los oye reír y conversar, acostada en el sofá, intentando leer algunos diarios para aprender el idioma” (10).
Las mujeres judías de La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, juegan al póker: (11).
En Bariloche, en el Boliche Viejo, Butch Cassidy, Sundance Kid y su banda jugaban al poker. “Cuenta Edith Jones: ‘Mi suegro, Jarred Jones, compartió con ellos largas partidas de póquer y cuando se le preguntaba cómo jugaban decía que no jugaban, que eran profesionales, ganaban siempre” (12).
Al dominó juega Gurovitz: “Mario avanzó hacia el fondo no tardando en divisar la ‘media americana’ de su hermano inclinada cerca de la oreja del padre, quien parecía muy preocupado por las fichas de dominó recibidas” (13). El inmigrante decía a sus hijos que el billar era para “goim”.
Señala Luis León que los sefaradíes trajeron de su tierra la lotería: “El tradicional juego de la lotería, era uno de los divertimentos que los djidiós trajeron como costumbre de Turquía. Este pasatiempo lograba interesar, reuniendo desde la generación de los nietos a los abuelos. La atención en torno a una bolsita con las piezas numeradas y los cartones, solía durar un tiempo largo. Los porotos cumplían la función de cubrir en el cartón los números ya “cantados”. El que extraía y cantaba cada bolilla, era generalmente el que tenía sentido del humor y buena memoria para anticipar cada número que salía con un apodo o frase que la tradición había creado. Por eso ponía su mano dentro de la bolsa de paño cosida por la abuela, removiendo bien como para “cambiar la suerte” del juego, y con cautela sacaba uno diciendo “tirilín keresh o bailar?” y los jugadores sabían que había extraído el número tres. Eso prolongaba bastante más cada jugada y la hacía divertida, ya que el premio al que completaba una “quintina” es decir una línea de cinco números o el cartón entero, solía ser el entusiasmo del afortunado, y algún premio consistente en algunas monedas. Sobre la base de la tradición traída de Turquía, los djidiós agregaron apodos locales, y eso además de un juego, nos muestra la dinámica con que se fue modificando la cultura y la lengua” (14).
Los armenios iban a la fonda: “Allí se podía jugar al tavlí (backgammon), pasatiempo común entre los orientales. Dos armenios comenzaron jugando entre sí en aquella fonda. Con el tiempo, entre sonrisas y miradas laterales, se fueron incorporando los otros. O faltaba algún árabe que también se agregaba inmediatamente al grupo. El tavlí terminó siendo otro de los miembros infaltables del paisaje de la fonda, donde las denominaciones armenias del juego, bien o mal pronunciadas, se escuchaban con naturalidad pues formaban parte de sus reglas y del vocabulario técnico”.
Un armenio recibe un obsequio: “Por fin, el papel cedió espacio a su contenido. Era un lujoso tavlí, de ónix. Aigás estaba mudo. Miraba al tío, miraba el costoso regalo y comenzó a temblar mientras contenía un sollozo que pujaba por salir, como si fuera un carretero que tiraba de las riendas para que no escaparan sus locos caballos. Sólo atinó a abrazar al tío, que había dado con el regalo justo. Sentía algo raro, como si con ese tablero y fichas de ónix estuviera recuperando algo de su autoestima” (15).
En su casa de Villa del Parque, el abuelo de un personaje de La logia del umbral, atesora varios juegos de ajedrez: (16).
En La grande, Juan José Saer relata que Yusef “Había llegado desde Damasco al final de los años veinte, para trabajar como empleado en el negocio de un tío suyo, en plena llanura, no lejos de Rosario, a orillas del Carcarañá. Todavía no había cumplido dieciséis años; unos meses después de llegar; una tarde, el tío lo llamó al fondo del patio y, bajando la voz y mirando a su alrededor para asegurarse de que no había nadie, sacó una taba del bolsillo, explicándole que esa noche iba a haber una partida, y que él iba a tirar a propósito la taba hacia el fondo del patio, en la oscuridad, y que lo iba a mandar a buscarla, de modo que lo único que tenía que hacer era cambiar las tabas y traerle no la que él había tirado al fondo del patio, sino esa que le estaba mostrando y que acababa de sacar del bolsillo del pantalón. Pero Yusef, que sin embargo quería de verdad a su tío y le debía todo, se había negado, diciéndole que no era por miedo, pero que, aunque le hubiera gustado mucho complacerlo, él no podía hacer una cosa semejante. El tío pareció comprender sus razones y le dijo que no se preocupara. Yusef calculó que esa noche debió pasar algo con las dos tabas, porque a su tío le pegaron once tiros: no lo mataron –vivió hasta los noventa y tres años con dos balas en el cuerpo que nunca le pudieron sacar; y murió de golpe una tarde durante una partida de tute- aunque por prudencia tuvo que dejar el pueblo para instalarse en Rosario, que era la capital de la mafia en aquella época” (17).
Notas
1 Andruetto, María Teresa: Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
2 Cossa, Roberto: Gris de ausencia, en Teatro 3. Buenos Aires, Ediciones de la Flor.
3 Sorrentino, Fernando: “Del italiano al cocoliche”, en Centro Virtual Cervantes, Instituto Cervantes (España), 31 de marzo de 2003.
4 Parisi, Chilo: “El Padrono y Sotto de los Paisanos”, en El Independiente, La Rioja, 1° de junio de 2003.
5 Zanetti, Susana (directora): “María Esther de Miguel”, en Encuesta a la literatura argentina contemporánea. Buenos Aires, CEAL, 1982. Tomo VI de la Historia de la literatura argentina. (Capítulo)
6 Penelas, Carlos: “Los trasterrados”, en El mirador de Espenuca. Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1995.
7 Pampillo, Gloria: op. cit.
8 Aramburu, Enrique: La lengua más antigua de Europa: el vasco en su literatura y apellidos. Buenos Aires, Biblos, 2001. 127 pp.
9 Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.
10 Fingueret, Manuela: Hija del silencio. Buenos Aires, Planeta, 1999.
11 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.
12 Scaffino, Elena: “ Parrilla y anécdotas en una posta típica”, en La Nación, Buenos Aires, 25 de junio de 2006.
13 Goldberg, Mauricio: op. cit.
14 León, Luis: “Jugando a la lotería”, en SEFARaires N° 10, Buenos Aires, Febrero de 2003 (sefaraires@fibertel.com.ar
15 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, 1998.
16 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.
17 Saer, Juan José: La grande. Buenos Aires, Seix Barral, 2005.
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El protagonista de El pequeño obispo, de Fernando de Querejazu, "pasaba gran parte del día en su bicicleta de madera con sus amigos, compitiendo sin manos o parado sobre ella. En muchos lugares, los desniveles entre las veredas y las calles, aún sin pavimentar, eran peligrosos. Constituían trampas donde sus proezas terminaron a menudo en espectaculares caídas" (1).
La hija de Londeiro juega a las estatuas con las hijas del árabe: “se quedaba inmóvil con un pie en el aire. (...) -¡Míralas! Se creen unas reinas... pero tarde o temprano van a parir como nosotras –vaticina la Carmen y apoya su mano en el hombro de Magdalena” (2).
Mario Gurovitz jugaba con su amigo, Coria, hijo de gallegos: “Pasaron alegres horas en las que jugaron al ‘Estanciero’ después de recorrer horno y pasillos, depósitos y cuartos blanqueados de harina y haber comido facturas con café con leche”. El pequeño Gurovitz “no inventó aventuras espaciales, Héctor era más dado a los combates de indios y cowboys. No tardaron demasiado en constituir alternadamente el Llanero Solitario y Toro, Cisco Kid y Pancho, Rin Tin Tin y Rosty” (3).
El protagonista de Hermana y Sombra juega al ajedrez: “Las nubes se adensaban por minutos ennegreciendo el cielo. Tormenta. Lluvia. Y esto, unido a la sensación de estar bajo seguro techo, creaba anhelos indefinidos. Y de pronto la vaga ansiedad se precisó. Quería jugar al ajedrez, pero lo deseaba apremiado por una necesidad imperiosa, más aún, por un verdadero furor, como si hubiera entrevisto la felicidad y estirara las manos para atraparla ya” (4).
En Hayrig II, ensayo de Eduardo Bedrossian, una familia juega al iadés: “Con frecuencia participábamos, incluso los niños, en un entretenimiento de sobremesa, un juego inocente que sólo requería disponer de algunos huesos de pollo. (...) Para no perder, era necesario decir ‘me acuerdo’ cada vez que el ocasional adversario le entregaba algo. Perdía quien al recibir en mano cualquier objeto olvidaba repetir la consigna ‘me acuerdo’ o ‘lo tengo en mente’. Recordarlo después de recibido, aunque fuera instantáneo, significaba perder” (5).
Krikor, emigrante armenio, “No estaba preparado para jugar con su hijo más que al mistán. La mano de uno de los jugadores se apoyaba sobre una mesa o en la cama. La del otro, pasaba su palma sobre el dorso del primero y suavemente le hacía ofrecimientos. ’¿Quieres queso?’ ‘¿Quieres pan?’ Tras varias ofertas podía, sorpresivamente, golpear la mano del contrincante que debía tener la habilidad de retirarla a tiempo, sin dejarse madrugar”.
Nersés, el hijo argentino de Krikor, se decía, pronto a casarse: “Atrás quedaron los juegos con los chicos del barrio: las figuritas, las bolitas, la competencia por la escupida que llegara más lejos como si fuera una prueba de salto en largo” (6).
En Morir en Marash, de Eduardo Bedrossian, el abuelo dice a su nieto: “yo te voy a enseñar otro ta te ti más interesante, con nueve fichas. El pícaro abuelo conocía el juego por haberlo aprendido en Oriente. Sobre la tapa de una caja de zapatos comenzó a dibujar displicentemente tres rectángulos, uno dentro del otro, de mayor a menor, unidos en sus mitades por cuatro rectas. A su turno los jugadores colocaban las fichas en la intersección elegida. Al terminar con todas comenzaba el movimiento siguiendo las líneas. Cada vez que el jugador reúne tres fichas en fila horiontal o vertical, dice ‘ta te ti’ y tiene derecho a quitarle una ficha al adversario, siempre que no sea parte de otro ta te ti ya armado” (7).
Alcides Bianchi recuerda los juegos de su infancia, en Mendoza: “Una época de mi niñez se caracterizó por el hecho de que había una cantidad considerable de juegos infantiles que hacían nuestra delicia por su variedad y atractivos; nos permitíamos el lujo de elegir aquellos que nos proporcionaban mayor diversión por sus características. Los juegos más comunes eran, por ejemplo, ‘las escondidas’, ‘la ladronada’, ‘la mancha’, ‘el luche’, y por supuesto las bolitas, al que nadie podía sustraerse, habiendo tenido siempre vigencia”. Jugaban, además, con barriletes, trompos y figuritas y con los animales que se criaban en su casa; organizaban carreras de escarabajos, y hacían muñecos de nieve (8).
Nelvy Bustamante se refiere a los juegos de los galeses, en Chubut: “Las niñas solían jugar con muñecas que tenían el cuerpo de trapo y la cara, las manos y los pies de porcelana, y con tacitas y teteras que llegaban en los barcos. (...) Los varones tenían juguetes fabricados en forma artesanal. Con un poco de imaginación, un hueso de animal al que se le ataba un hilo era convertido en carro . (...) Niños y niñas saltaban a la soga y practicaban juegos grupales similares al Martín Pescador y a la mancha. (...) Hay quienes recuerdan que con botellas de distintos tamaños, los chicos representaban una familia. Si alguna botella se rompía simulaban el velorio y el entierro, que incluía cánticos y rezos” (9).
Notas
1 Querejazu, Fernando de: El pequeño obispo. Buenos Aires, 1986.
2 Orgambide, Pedro: Hacer la América. Buenos Aires, Bruguera, 1984.
3 Goldberg, Mauricio: op. cit.
4 Verbitsky, Bernardo: op. cit.
5 Bedrossian, Eduardo: Hayrig II. Buenos Aires, 1995.
6 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos Aires, Edición del autor, 1998.
7 Bedrossian, Eduardo: Morir en Marash. Buenos Aires, Edición del autor, 2004. 448 pp.
8 Bianchi, Alcides J.: Aquellos tiempos.... Buenos Aires, Maymar, 1989.
9 Bustamante, Nelvy: Cuentan en la Patagonia. Ilustraciones: Lucas Nine. Buenos Aires, Sudamericana, 2005., 64 p. (Cuentamérica)
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Carlos Skovgaard señala que “Los clubes River y Boca, nacieron en la Boca. River primero se llamó Rosales, en homenaje a una goleta que se había hundido. Se constituyó el 25 de mayo de 1901, según dice la placa que se encuentra en el atrio de la Iglesia de San Juan Evangelista, en la Boca. Luego, un grupo de jóvenes que practicaban futbol en el baldío de la barraca de carbón Wilson, quiso hacer del equipo un club de futbol, y lo llamó Santa Rosa, por el 30 de agosto, dia que asi lo resolvió. Los dos equipos se unieron y decidieron ponerle un nombre inglés que tomaron de unos cajones amontonados en el puerto de La Boca, y tenían escrito "The River Plate". Los colores de la camiseta fueron tomados de la bandera genovesa, que es blanca con una cruz roja en el medio”.
“El club Boca Juniors también puso su placa en el atrio de la Iglesia San Juan Evangelista y dice que fue fundado el 3 de abril de 1905. Su camiseta era a rayas verticales blancas y negras, muy delgadas. Pero otro club de Almagro, tenía la camiseta igual. Decidieron hacer un partido por la tenencia de los colores y perdió Boca, que debió buscarse otros colores. Los componentes de nuevo club no se ponían de acuerdo. Entonces, uno de ellos, Juan Brichetto, que era el encargado de dar paso a los barcos en el dique de la dársena, propuso: "Mañana por la mañana, el primer barco que pase dará, con su bandera, los colores que buscamos". Todos aceptaron. El barco fue sueco: bandera azul y amarilla. Esa fue la camiseta de Boca Juniors”.
“El club Boca Juniors nació en un banco de la plaza Solís, de la Boca. Su primera cancha la tuvo en Wilde hasta el año 1916. La cancha de River Plate estaba en Dársena Sud y fue su presidente José Bacigaluppi, auténtico genovés, el que decidió trasladarla al baldío de Nuñez. Desde los mismos comienzos, los encuentros de Boca y River, constituyeron el "clásico" del fútbol argentino” (1).
En “Algunas historias con mujeres en los barrios de Buenos Aires allá por 1940”, Zulema Buceta recuerda a su padre gallego, hincha de fútbol: “Mi papá, este... mirá, era gallego, pero no era... en realidad no era gallego, porque se hizo ciudadano argentino, ¡eh!... Mi mamá, no le hablaras de... pero mi papá, sí... (...) Mi papá nació en el año mil ocho noventa y dos. Mi mamá, en mil ocho noventa y tres... él vino con la madre y con mi tío José (...) No sabés las cosas que hizo mi papá por Chicago... pilas de medias, de los jugadores... porque ahora son medias con los colores, de Chicago... pero esas eran blancas y las traía. No sé quién las lavaría. Mi papá las traía y me decía “ayudame a coser”. Mi papá en el galpón... que tenía un galpón ahí (señala a la finca lindera, donde Zulema vivió su niñez) y escuchaba las audiciones desde Japón, no sé de qué... y, entonces... te quiero contar todo, viste... y al final, este, algo me queda... bueno, y me decía que yo lo ayudara a coser las medias...” (2).
Los argentinos de ascendencia polaca de El libro de los recuerdos organizaban partidos de fútbol en la casa: “Cuando se jugaba en el vestíbulo, todos los movimientos del partido eran muy contenidos. Se jugaba con inteligencia y precisión, el control reemplazaba a la potencia y siempre se rompía algo. (...) En el fondo había un gran espacio vacío donde se podía jugar al fútbol maravillosamente. En Polonia, en las aldeas, antes de la Primera Guerra, no se jugaba al fútbol, y sin embargo el abuelo Gedalia no se había opuesto cuando Silvestre, con ayuda de su amigo Verbo Cópula, consiguió los palos y se pasó todo un fin de semana instalando los arcos” (3).
En Barracas, el hijo de armenios juega “al fútbol en el baldío de la esquina, con una pelota de trapo o de goma... según las disponibilidades de alcancía. Ese terreno pertenecía a los chicos del barrio durante los días hábiles. Los sábados y domingos era territorio de los mayores que jugaban con una pelota de cuero n° 5, como la que pateaban los jugadores de la primera división” (4).
En Mendoza, Alcides Bianchi y sus amigos jugaban a la pelota: “En el barrio teníamos dos ‘canchas’ para jugar a la pelota –recuerda-. Una estaba ubicada al fondo de la quinta de papá, sobre la calle Civit y la otra al lado de la carnicería de Don Molinuevo, a media cuadra de casa, sobre la Cmte. Torres. Teníamos fijada una hora para hacer los partidos en las tardes, cuando ya habíamos hecho los deberes de la escuela. Allí nos juntábamos los chicos del barrio, de distintas edades, formando los dos equipos y generalmente a los más pequeños nos tocaba ser arqueros” (5).
Notas
1 Skovgaard, Carlos: “Italianos en la Argentina”.
2 Buceta, Zulema: “Algunas historias con mujeres en los barrios de Buenos Aires allá por 1940”, en Bitácora global.
3 Shua, Ana María; El libro de los recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
4 Bedrossian, Eduardo: op. cit.
5 Bianchi, Alcides J.: Aquellos tiempos... Buenos Aires, Marymar, 1989.
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En la provincia de Buenos Aires, como en otras localidades, los descendientes de vascos juegan pelota. El Club de Pelota Chascomús es “reducto de calificados pelotaris locales, algunos de ellos de gran fama que traspusiera la frontera nacional. Su construcción, que representa a un típico caserío vasco, se debe a los numerosos descendientes de Euskadi residentes en la ciudad que amantes de su deporte favorito, no escatimaron esfuerzos para hacer realidad esta sede, hace ya setenta y seis años, en el año 1925” (1).
Notas
1. S/F: “Club de Pelota”, en El Fuerte, Chascomús, Año XVI, 4° Semana de Agosto de 2003.
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Susana Dillon evoca escenas de su infancia relacionadas con este deporte: "En una oportunidad me llevaron a mí también a la Capital, junto con Frankito. Coincidió San Patricio con un remate de caballos en el tatersal. Allá fueron los dos hombres y yo me prendí de la mano de m tía. Ellos a renovar los famosos alazanes mientras las damas del té a las cinco disponían de la tarde para sus reuniones. Esta vez, terminadas las actividades de los caballeros, nos llevaron a un partido de hurling que constituye el deporte nacional por excelencia, tan antiguo como reírse en Irlanda.
Los chicos, de entrada, nos enganchamos entusiastas al juego que es una exigencia de velocidad, astucia y aguante. Sus treinta jugadores divididos en dos teams, con sus palos curvados persiguen una pelota escurridiza, inalcanzable, mágica. Tanto me apasionó lo que ocurría en la cancha como el colorido y el calmor de las tribunas. Las amigas de Masggie me explicaron las reglas del juego, mientras con Frankito nos devorábamos las uñas por las emociones. Mi primo no se perdía detalle fanatizándose aún más que yo, porque ya era un espectador veterano" (1).
Notas
1. Dillon, Susana: Los viejos cuentos de la tía Maggie (Una irlandesa anida en las pampas). Ilustración de tapa e interiores: Angel Vieyra. Río Cuarto, Córdoba, Universidad Nacional de Río Cuarto, 1997. 91 páginas.
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En Músicos y relojeros, de Alicia Steimberg, una descendiente de rusos practica este deporte: “Nunca se supo muy bien por qué Mele no trabajaba. Siempre fue una joven soltera que cultivaba la pintura y nunca ganaba un centavo. Un novio que tuvo en épocas remotas la dejó plantada, y tardó en reponerse del desengaño. Practicaba esgrima en un club de barrio. Los demás esgrimistas no le llevaban el apunte una vez que terminaban los combates. Mele colgaba el florete, la pechera y la careta en el vestuario, y se iba a hacer sociedad con las bibliotecarias del club, dos mujeres esqueléticas con anteojos que eran muy, muy buenas” (1).
Notas
1 Steimberg, Alicia: Músicos y relojeros. Buenos Aires, CEAL, 1983.
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Al gallego Londeiro, personaje de Hacer la América, de Pedro Orgambide, “El albanés lo desafía a una pulseada. Uno es fuerte como un caballo, piensa Manuel, pero uno no tiene ganas de pulsear. El albanés ha puesto su dinero sobre la mesa. No, yo no juego por plata. No me importa que mis amigos piensen que el albanés es más fuerte que yo. Yo no me juego el jornal”. Sin embargo, lo hace: “Manuel Londeiro le dobla el brazo contra la mesa y caen las monedas en el suelo entre el jolgorio y el griterío de los estibadores" (1).
Notas
1 Orgambide, Pedro: Hacer la América. Buenos Aires, Bruguera, 1984.
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“Para encontrar a Francisco Rapanaro hay que largarse hasta Lanús Este. Allí vive este artesano, de setenta años, con su familia. Ya jubilado, de su taller salen reproducciones metálicas de autos y carruajes a tracción a sangre a escalas casi perfectas. Nació en Grassano, en la región italiana de Basilicata, y a los diecinueve años llegó a la Argentina” (1).
Antonio Calculli “nació en la ciudad italiana de Matera y desde muy chico se sintió atraido por mdificar las formas de pequeños objetos. Se considera ‘escultor en madera, en general, y de miniaturas, en particular’. (...) ‘Nunca estudié arte y la Segunda Guerra Mundial me arrancó de mi patria y luego de estar en Libia, Egipto, Sudáfrica e Inglaterra, recalé en la Argentina, donde empecé como albañil y luego me convertí en comerciante. Recién después de jubilarme, me pude dedicar a esta pasión’, cuenta sobre su vida” (2).
Notas
1. Marchetti, Ricardo: “Tres locos lindos”, en Clarín, Buenos Aires, 7 de octubre de 2002.
2. ibídem
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Así se entretenían los inmigrantes y sus hijos en la nueva tierra, en los momentos en que descansaban de esa dura tarea de “hacer la América”.
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