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¿Cuáles fueron los oficios que desempeñaron quienes llegaron a la Argentina entre 1810 y 1960, en sus tierras natales, en el barco y en nuestro país? Me refiero a ellos, a partir de testimonios de inmigrantes, sus descendientes, escritores, historiadores y periodistas.

 

En la tierra natal 

Muchos inmigrantes y quienes escribieron sobre ellos nos hablaron de los oficios que desempeñaban en su tierra natal. Salvo contadas excepciones, es constante la referencia a la pobreza de estos hombres y mujeres que buscaron en América una nueva vida.
En El mar que nos trajo, dice Griselda Gambaro que Agostino “Cada atardecer, salvo que el tiempo lo impidiera, salía en barca bajo patrón en jornadas que, según la pesca, concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se trabajaba mucho y se ganaba poco. (...) Ellos estarían condenados al mismo ritmo de trabajo toda la vida: la pesca, la venta a precios viles y el ocio destinado al arreglo de las redes” (1).
En La noche lombarda, Atilio Betti evoca los oficios de sus mayores: la cría de ganado, la caza de ranas, la hilandería, la tintorería y el cultivo del arroz. Se refiere asimismo a los trabajadores golondrina, quienes viajaban “de Europa a América, de la Argentina a Italia, para ganar el jornal en la época de la cosecha” (2). (Alberto Sarramone afirma que posiblemente fue el escritor Víctor Gálvez, el que les dio el apelativo, pues decía en 1888, ‘Hay extranjeros que se asemejan a las golondrinas, son aves de paso, vienen cuando el invierno está en sus bolsillos” (3).
Mempo Giardinelli escribe, en Santo Oficio de la Memoria, que, en Filetto, los nativos eran pescadores, viñateros, cosechadores de olivas (4).
Agricultores y pastores eran los Dal Masetto en su tierra lombarda. Lo relata el hijo en un reportaje: “Cuando retozaba por las montañas de Intra, su padre Narciso y su madre María eran campesinos. Cultivaban todo tipo de verduras y frutas: hileras de vid para hacer vino. (...) él era el encargado de sacar a pastar las ovejas y las cabras” (5).
Había también inmigrantes con alguna formación. Un “extraño oficio”, heredado de su abuela, ejercía Syria Poletti en Friuli: escribía cartas para quienes se habían marchado (6).
La docencia era otra de las profesiones de quienes emigraron. El anarquista Severino Di Giovanni -dice Osvaldo Bayer- “había sido maestro en Italia, pero sus estudios no eran universitarios” (7), y se había iniciado en el oficio de tipógrafo en su tierra. Había sido maestro asimismo Valentín Bianchi, quien luego sería empresario en Mendoza: “La escuelita en la que Valentín ejerce su profesión de maestro queda a poca distancia del pueblo. La responsabilidad asumida lo entusiasma. Su medio de movilidad para llegar a la escuela es una bicicleta que domina con admirable habilidad. La ruta no es fácil por sus pronunciadas bajadas, subidas y curvas a todo lo largo del trayecto” (8). El luthier José Yacopi, “nacido en la provincia española de Alava”, hijo de un genovés, “era profesor de guitarra en España” (9).
Emigraron universitarios, como el capitán Miro Kovacic, que había estudiado Economía en su juventud (10).
Y personal de servicio, como la madre de la protagonista de Diario de ilusiones y naufragios, que “había sido ama de leche en casa de una marquesa” (11), en España.
Como podían subsistían unas catalanas: “En España vivíamos en San Gervasio, a pocos kilómetros de Barcelona –cuenta Remey-. Y yo recuerdo que cuando empezó la guerra, mi papá nos fue a buscar al colegio en bicicleta y ya estaban todos los guardias civiles muertos... yo tenía nueve años. Mi padre falleció en esos días, de apendicitis. Así que mamá se quedó sola con los cuatro hijos. Yo, la mayor y mi hermana menor con nueve meses. Me acuerdo de que para poder vivir, mi mamá hacía estraperlo, contrabando de comida. Iba a los pueblos, compraba comida y la traía en el cuerpo, puesta. (...) en un viaje, en el que traía arroz en unos tubos escondidos en unos corsets, los guardias se dieron cuenta, y entonces mi madre se tajeó todo el corset, porque si la comida no era para nosotros, no se la iba a quedar nadie...Con mi hermana aprendimos y hacíamos estraperlo de carne, en las valijas del colegio... esa carne se vendía y podíamos subsistir” (12).
El gallego Plácido López escribe: "De los cinco hermanos yo era el más chico, y allá en aquellas aldeas cuando se tienen tres años y pico ya hay que salir a llevar los chanchos al campo, cuando uno es más grande debe salir con las ovejas, luego sale con las vacas. El monte quedaba bastante retirado del pueblo; me acuerdo que cuando salía con las ovejas o los chanchos volvía a casa cuando ya era de noche. Pasaba todo el día con un pedazo de pan y otro de panceta, cuando llegaba la cosecha de castañas éstas se asaban y se comían con papas y maíz. Era por eso que en las cosechas no se pasaba hambre" (13).
Muy pequeña también empezó a trabajar la asturiana Carmen Díaz: “cumplía con su rutina de hierro. Aprendió a ordeñar, llena de prevenciones, en la edad de las primeras muecas. Su madre, que no andaba para remilgos, la obligó de mala manera a perderle respeto a la vaca, ese monstruo gigantesco e imprevisible. Cada madrugada, Carmina andaba a pie cuatro kilómetros hasta una cabaña, ordeñaba la pinta y bajaba con la leche para sus hermanos. Luego regresaba para limpiar la boñiga y cuidar que las vacas de Teresa no pastaran en los sembradíos, hasta que los tábanos del mediodía las picaban y ponían nerviosas, y entonces mamá las metía de nuevo en la cuadra y llenaba de pasto el pesebre. La mayoría de los días madre e hija araban la tierra descalzas. Muy de vez en cuando su tío Rogelio les regalaba un par de alpargatas” (14).
Paco Rodríguez, asturiano, es el conductor del programa radial "Caminando por España". El relata: "A los once años (1943) comence a trabajar en la mina de carbon. Tuve un accidente. Curado, volvi al trabajo hasta el mes de marzo de 1950. El 14 de mayo del mismo año me embarco, solo, para Argentina".
Doña Pilar es una inmigrante española casada con un italiano, ambos personajes de Pájaro de barro, de Samuel Eichelbaum. La inmigrante opina acerca de las mujeres argentinas: “En este país, las mujeres jóvenes no trabajáis. Eso está mal. En mi tierra... En mi tierra, cuando las mujeres tienen tu edad, las ponen a trabajar en los olivares...” (15).
En el orfanato italiano en el que vivía Agata, el personaje de Dal Masetto, trabajaban desde muy corta edad: “Todas las mañanas nos levantábamos a las seis para asistir a misa. Después concurríamos a clase y el resto del día teníamos que trabajar. Las mayores bordaban y tejían. Sabíamos que el orfanato vendía esa producción afuera. A las más chicas nos hacían arrancar yuyos, juntar ramas secas, cuidar los animales, acarrear baldes de agua, apilar el heno. Pero lo peor era cuando me mandaban a cuidar que la vaca, mientras pastaba, no se pasara a la parte sembrada. Le tenía miedo”.
De vuelta en su casa, Agata colabora en la vendimia: “No eran más que un par de días, pero estaban tan llenos de acontecimientos que se me antojaban semanas. Venían dos primas mías a ayudarnos, las hijas de mi tía Giulia, que tenían más o menos mi edad. Se quedaban a dormir y por lo tanto la agitación seguía inclusive durante la noche. Nos enloquecíamos corriendo entre las vides, cortando los racimos y cargando los canastos. Después nos descalzábamos, nos metíamos en la tina y, entre risas y empujones, íbamos pisando la uva”.
A los trece años, Agata empieza a buscar trabajo: “En realidad, otras personas, amigas de mi padre o de Elsa, lo buscaban por mí. Hablaban con jefes y encargados, venían a vernos para contarnos los resultados de las conversaciones. Tarni no era un pueblo grande, pero había muchas industrias. (...) Para mí la fábrica era (nadie me había sugerido lo contrario) el elemento que aseguraba el salario, la imagen que sostenía una oscura ilusión de progreso” (16).
El croata Miro Kovacic, era militar. Su esposa, psicopedagoga. No pudieron ejercer esas profesiones en la nueva tierra (17).
Lajos Fehér, en su Hungría natal, “comenzó como cadete en una gran empresa textil donde al cabo de un tiempo llegó a ser Gerente. (...) Una de las primeras leyes que impusieron en Hungría, establecía que no podía haber ninguna empresa en el territorio en el que el número de empleados judíos superase el 1 por ciento del total empleado. El resto del personal debía ser probadamente católico. La empresa donde trabajaba Luis, estaba conformada al revés en los porcentajes. Los judíos eran alrededor del 90 por ciento. (...) De la noche a la mañana, Luis se encontró sin trabajo pero con una importante suma de dinero entregada como indemnización por los dueños de la empresa. Estos, ante la confiscación de la misma y sabiendo que iban a perder todo, decidieron aumentar esos valores hasta los límites máximos, aún a costa de cierto riesgo personal, y entregárselos a toda esa gente que tan fiel le había sido por tantos años, en lugar de dejarla en manos de ese gobierno pro-nazi” (18).
En Memorias de Vladimir (19) -novela de Perla Suez galardonada con el White Ravens, 1992, Biblioteca Internacional de la Juventud de Munich, Alemania, y ALIJA, Asociación Argentina de Literatura Infantil, Sección Nacional del IBBY-, relata el protagonista: “Nací en la aldea de Porskurov hace mucho tiempo. El zar mandaba en Rusia, el zar Nicolás II. No conocí a mis padres. Fui criado por mi tío Fedor. A los diez años hachaba leña de la mañana a la noche por apenas un copec. (...) Tío Fedor era colchonero, guardaba la máquina de cardar en el cobertizo. A veces para soportar el miedo yo cardaba lana. Cuando oía chirriar el cerrojo de la puerta y reconocía sus pasos, mi corazón volvía a su remanso”.
En Rusia se recibió de partera una de las inmigrantes que evoca Bernardo Verbitsky en Hermana y Sombra. Recuerda el hijo “La verdadera revolución para la cual necesitó un temple que entonces yo no estaba en condiciones de apreciar la realizó al inscribirse en el primer año de la Escuela de Parteras de la Facultad de Medicina, dispuesta a realizar íntegra la carrera que ya había estudiado en su país natal. Esto resultaba más largo que revalidar el título pero desde el punto de vista de la preparación, más sólido, y simple, pues evitaba la obtención y legalización del diploma y los documentos, entonces imposible por la falta de relaciones diplomáticas” (20).
En “Cada inmigrante una historia: Caden Avayú”, relata José Mantel: “Yaacov Avayú y su esposa, Esther Bensignor, vivían en la “Muntaña” en los alrededores de Izmir con sus cinco hijos. Donna, la bojora, Shelomo, Muis y las buchukas (1) Clara y Cadén, mi madre. Era un excelente artesano zapatero, con taller propio y varios obreros, con un buen pasar económico. Habilidoso en tareas manuales, había construido un corral donde tenía un macho cabrío negro de gran cornamenta. Pese a la apacible vida de la familia, la inestable situación política y la perspectiva de un servicio militar muy riesgoso, hizo que sus hijos varones emigren a la Argentina, más precisamente a Entre Ríos” (21).
El sirio Ale Iussef era colchonero: “Manzli, provincia de Lataquia, Siria, primeros años del siglo XX; un aldeano llamado Ale Iussef, nacido un quince (15) de Febrero de 1884, realiza sus oficio de colchonero con alegría, mientras abre la lana piensa en su familia compuesta por su esposa Rabía Ianus Asakhj y tres hijos. Rentaban la casita donde vivían, modesta y linda, con plantas frutales, parral, un jardín y una quinta donde las verduras de la estación, nunca faltaban. Un poco más alejado, el corral con las cabras, leche y lana que diariamente llegaban a pastar en las inmediaciones. Un hogar como tantos otros, en las montañas del norte sirio, si bien tenían lo indispensable para vivir, no les quedaba dinero como para pensar en cuestiones de progreso y futuro” (22).

Notas
(1) Gambaro, Griselda: El mar que nos trajo. Norma, 2001.
(2) Betti, Atilio: La noche lombarda. Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.
(3) Sarramone, Alberto: Historia y sociología de la inmigración argentina.
(4) Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix-Barral, 1991.
(5) Roca, Agustina: “Historia de vida”, en La Nación Revista, 12 de julio de 1998.
(6) Poletti, Syria: Extraño oficio. Buenos Aires, Losada, 1971.
(7) S/F: “Las cartas de amor de Severino Di Giovanni”, en Clarín, Buenos Aires, 27 de julio de 1999.
(8) Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante. Santiago de Chile, Ed. del autor, 1987.
(9) S/F: “Por amor al arte”, en Noticias, 3 de junio de 1990, Pag. 54. Reproducida en www.yacopi.com.ar.
(10) Anzorreguy, Chuny: El ángel del capitán. Biografía del capitán croata Miro Kovacic. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
(11) Scotti, María Angélica: Diario de ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé, 1996.
(12) Ceratto, Virginia: “Gris de ausencia. Volver a empezar en un mundo nuevo”, en La Capital, Mar del Plata, 26 de noviembre de 2000.
(13) López, Plácido: Diario, en "El vigor de las colectividades 1914-1930", volumen que integra la colección Nuestro Siglo - Historia de la Argentina, dirigida por Félix Luna. Buenos Aires, Crónica, 1992.
(14) Fernández Díaz, Jorge: Mamá. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
(15) Eichelbaum, Samuel: Pájaro de barro. En El teatro argentino 10.Samuel Eichelbaum Selección, prólogo y notas por Luis Ordaz. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
(16) Dal Masetto, Antonio: Oscuramente fuerte es la vida. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
(17) Anzorreguy, Chuny: op.cit.
(18) Weisz, José Martín: ...mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Editorial Milá, 2002.
(19) Suez, Perla: Memorias de Vladimir. Buenos Aires, Editorial Colihue, 1993. (Libros del malabarista)
(20) Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.
(21) Mantel, José: “Cada inmigrante una historia: Caden Avayú”, en SEFARaires, N° 21, Enero de 2004.
(22) Ale, Roberto Mustafá: ““Ale Iussef”, en www.revistaarabe.com.ar, Santa Fe.

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En el barco

Algunos inmigrantes pagaron el pasaje con su trabajo. Miguel Frías recuerda que su abuelo trabajó durante la travesía. En 2000, en el pueblo de su antepasado, el nieto imagina el día en que partió el italiano: “No sé lo que piensa en esa mañana de 1913 y ya no se lo puedo preguntar: tal vez, en el reencuentro con su padre, trabajador en las cosechas argentinas; tal vez, en la leña y las moras que debió robar para sobrevivir al invierno; tal vez, en la cocina del barco donde trabajará para cruzar el Atlántico” (1).
Deyacobbi, otro italiano, se embarcó en 1882 como polizón, pero fue descubierto. Entonces, lo pusieron a trabajar: quedó “a cargo del panadero del barco que le enseñó su oficio y le dio al llegar a Buenos Aires una recomendación para la empresa Molinos Río de la Plata”. Esa vinculación gravitaría en su futuro: en Molinos, “comenzó como corredor de comercio y por azar conoció los pagos de Mar del Plata al llegar con un barco cargado de harina que demoró más de un mes en descargar. Su primer emprendimiento fue la compra del Molino Luro en sociedad con Guillermo Roux” (2).
El padre de Juan Bautista Vairoleto considera que “era posible costearse el viaje trabajando en el mismo barco, como habían hecho otros, paleando carbón en las calderas” (3).

Notas
1 Frías, Miguel: “Noticias del mundo”, en Clarín, Buenos Aires, 3 de septiembre de 2000.
2 S/F: “El negocio del hielo”, en La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de 2000.
3 Chumbita, Hugo: op.cit.

 

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Hacer la América

En muchos de los textos que leímos aparece el inmigrante como una persona laboriosa, que logra un bienestar económico valiéndose de su habilidad en distintos oficios o en el comercio. En la Argentina, ellos trabajarán duro para lograr un bienestar y para brindarles a sus hijos un futuro mejor, aunque algunos de estos hijos –como los que presentan Cambaceres en su novela En la sangre (1) y Félix Lima en Pedrín (2)- no sepan agradecerlo. Muchos inmigrantes se ocuparán en la misma tarea que en sus países de origen; otros, deberán aprender nuevas formas de ganarse la vida.
Marío Bunge destaca la laboriosidad de los inmigrantes, cuando dice: “Me hubiera gustado vivir mi vida adulta entre 1880 y 1930. Esa fue la Edad de Oro del País. Fueron los tiempos en que vinieron montones de gallegos y gringos a trabajar duro y a enseñar a trabajar con su ejemplo. Entonces fue cuando nacieron la agricultura a gran escala, la industria nacional y el Estado moderno. En esa época se pasó de la barbarie a la civilización. (...) Es verdad que también se cometieron crímenes tales como la guerra genocida y rapaz contra los indios. Pero en definitiva lo bueno pesó más que lo malo” (3).
“En esa época –afirma Carlos Ibarguren en La historia que he vivido- aparecían millonarios que pocos años antes habían llegado al país sin un centavo en el bolsillo o con muy poco capital. Era el caso de Carlos Casado del Alisal, español; de Pedro Luro, vasco francés; de Ramón Santamarina, vasco español; de Eduardo Casey, irlandés, propietarios todos ellos de enormes extensiones de campo; o de Nicolás Mihanovich, dálmata, que empezó como botero y ya era dueño de varias empresas de transporte fluvial, algunas con sede en Londres; o de Antonio De Voto, italiano, fundador de un barrio en Buenos Aires, al igual que Rafael Calzada, español, o de Francisco Soldati, italiano y muchísimos más cuyos apellidos hoy figuran en los rangos de la más alta sociedad” (4).
Evoca el sentimiento que impulsaba a todos por igual: “Un optimismo irresistible, un frenético entusiasmo contagiaba a todos. A los argentinos, que veíamos la súbita transformación de nuestra modesta República en una nación rica y opulenta. Y también a los extranjeros que estaban embarcados en la aventura fascinante del progreso, la riqueza y la mágica transformación de sus vidas”.
“Los argentinos conocemos bien las virtudes de los inmigrantes: Quien se sobrepone a grandes dificultades será, posiblemente, una persona valiosa para el país que lo recibe”, escribe Clara Obligado (5).

Notas
1 Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
2 Lima, Félix: “Pedrín”. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
3 Cosentino, Olga: “La Argentina de los deseos”, en Clarín, Buenos Aires, 30 de julio de 2000.
4 Ibarguren, Carlos: La historia que he vivido. Buenos Aires, Biblioteca Dictio, 1977.
5 Obligado, Clara: “Ley de inmigración en España. Tan global, tan legal, tan xenófoba”, en Clarín, Buenos Aires, 28 de enero de 2001.

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En Buenos Aires

"En 1888 escribía Vicente Quesada en Memorias de un viejo 'Curioso es observar cómo las ocupaciones se dividen por nacionalidades. Remendón de zapatos es sinónimo de italiano, como lo es el carbonero, lanchero, tachero, lustrabotas y la mayor parte de los albañiles. Los lecheros, ladrilleros y peones de saladeros son vascos. Los franceses son sastres, peluqueros, cocineros, lampistas, quincalleros, confiteros. Los encuadernadores son generalmente alemanes o belgas. ¿Y los chancheros? Es industria cosmopolita, abundan los judíos alemanes' " (1).

Notas
1 Bertoni, Lilia Ana: "Inmigraciones exóticas", en Luna, Félix (director): Nuestro siglo - Historia de la Argentina. Crónica, 1992.

Alemanes

Eduardo L. Holmberg evoca en “La pipa de Hoffmann” (1) a un judío alemán que “Conocía profundamente la historia y la literatura antiguas, las pocas reliquias de la edad media, y era capaz de apreciar los grandes hechos y los grandes hombres de los tiempos modernos y contemporáneos”.
En “El sur”, Borges nos dice de qué trabajaban un inmigrante y uno de sus descendientes: “El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino” (2).

Notas
1 Holmberg, Eduardo L.: Cuentos fantásticos. Buenos Aires, Hachette, 1957.
2 Borges, Jorge Luis “El sur”, en Ficciones. Buenos Aires, Sur, 1944.

Armenios

“La inmigración armenia –señala Nélida Bourgoudjian- siguió la tendencia general del flujo migratorio en el siglo XX, es decir, se orientó más hacia las ciudades que hacia el campo. Las ocupaciones fueron evolucionando, y la nueva patria de adopción constituyó un medio de superación social y profesional. Durante las décadas de 1930 y 1940, la gran mayoría, carente de capitales por las circunstancias de su emigración, se dedicó al comercio minorista –mercería, calzado, alimentos- o bien a los oficios por ellos conocidos –joyero, zapatero, sastre, herrero, tejedor-, que les permitieron establecerse por cuenta propia” (1).
En la Argentina, los armenios “volvieron a prender el brasero, (...) con un trozo de suela en la mano se hicieron zapateros; con un trozo de tela, sastres y textiles, (...) y albañiles, obreros y tantas ocupaciones que dan orgullo al honesto” (2).

Notas
1 Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires. Buenos Aires, Centro Armenio, 1997.
2 Derderian, Carlos: Odar. Buenos Aires, Akian, 2004.

Belgas

Entre los inmigrantes había también sombrereros, como el belga Divas, que terminó trabajando en un frigorífico (1).

Notas
1 Báñez, Gabriel: Vírgen. Barcelona, Sudamericana, 1998.

Egipcios

En su novela Un noviazgo, Bernardo Verbitsky se refiere a la ocupación de un egipcio. El protagonista “conoció asimismo a don Alí. Era un individuo de unos 40 años, de cara oscura, nariz aguileña, con mejor humor de lo que dejaba suponer cierta expresión torva de su cara. Sabía reír con ganas. Decían que era egipcio, aunque las mujeres lo designaban entre sí como ‘el Turco’. Venía de otro cabaret y se había propuesto traer con él a las mujeres más lindas, y las fue hablando una a una, para lo cual le servía su perfecto dominio de varios idiomas. Alternaba el inglés y un francés al parecer correctos con un castellano aporteñado de indudable naturalidad. ‘Vas a estar mejor que allá –decía persuasivamente-. Dejáte de embromar, dáte una vuelta por acá. Veníte bien bañada, eso sí. Y a portarse bien, que el nuevo empleo lo vale. Hay que andar derechas, que si no les corto una teta’. ‘Don Alí es el mejor gerente que hemos tenido’, decían todas convencidas” (1).

Notas
1 Verbitsky, Bernardo: Un noviazgo. Buenos Aires, Planeta, 1994.

Españoles

De España era un trabajador evocado por Félix Luna en Soy Roca. Nos referimos a Gumersindo García, mayordomo del presidente, hombre que, de a poco, fue ascendiendo desde su primitiva ocupación de mucamo, gracias a su bonhomía y fidelidad (1).
En Locuras de Isidoro, historieta de Dante Quinterno, aparece un mayordomo gallego. “Quién no disfrutó alguna vez –pregunta Marcelo Benini- de los enredos protagonizados por Isidoro, ese porteño de vida disipada que rehuía a cualquier esfuerzo físico, incluido el trabajo, y pasaba sus horas en casinos, hipódromos y boites? Imposible olvidarlo: casi siempre vestía saco cruzado, polera, mocasines y tomaba whisky importado. Vivía disgustando a su pobre tío, el coronel Urbano Cañones, quien sólo confiaba en él cuando estaba acompañado por Cachorra Bazuka, una hermosa rubia de aparente compostura que en realidad era su compañera de juergas. Su otro aliado era Manuel, el mayordomo gallego, que lo apañaba ante el severo militar cuando Isidoro metía la pata. Autos deportivos, ruletas, cartas de póker, cigarrillos y noche componían la iconografía de Locuras de Isidoro, la popular revista que el inolvidable Dante Quinterno (1919-2003) publicó entre 1968 y 1976, año en que empezó a reeditarse” (2).
En ¡Al campo!, de Nicolás Granada, aparece Santiago, un criado gallego. El autor lo hace hablar en esta forma: “Este señor prejunta por las señoras. (...) –Usted dispense; nu lu sabía. Que no estaban en casa, esu sí; pero que estuvieran en el monte... Si usted quiere que se lu dija...” (3).
Inmigró el ama de llaves Jovita Iglesias, que trabajó en casa de los Bioy durante casi cincuenta años (4).
Muchas mujeres se dedicaban al lavado y al planchado. Lola es una abuela homenajeada por su nieto Fernando de la Orden en la muestra fotográfica “Pan y manteca”. Ella vino de Logroño con su marido y tres hijas. Aquí nacería la cuarta. Era necesario trabajar para mantener tantas bocas en la nueva tierra: “llegó a la Argentina con espanto por todo ropaje y esperanza por toda bandera, y salió a planchar las ropas ajenas para parar la olla” (5).
Tampoco le temía al trabajo la abuela gallega de Guillermo Saccomano, quien relató en un reportaje: “Mi abuela era una presencia muy fuerte. Trabajó de sirvienta y de lavandera de familias bien de la época. Con todo, acá la pasaba mucho mejor que en su aldea, donde estaban muy sometidos” (6).
La “gallega” –afirman Elguera y Boaglio- era “una institución de la época que aspiraba a tener cada familia de la clase media. La ‘gallega’ era una moza robusta, trabajadora, honesta, leal, sensata, frecuentemente analfabeta, que permanecía con la misma familia hasta casarse con su Manuel (que así se llamaba su prometido) o volverse a su pueblo galaico, acosada por la morriña, la morrinha da minha terra” (7).
Cuando Fray Mocho presenta a una doméstica gallega, desliza una crítica social, ya que a esta mujer un personaje le dice que la patrona “se aprovecha de que sos d’España para sacarte el jugo por unos cuantos centavos” (8).
Una inmigrante –que en realidad era leonesa, nacida en Mataluenga del Bierzo- inspira a Niní Marshall: “El humor es siempre una salida honorable. Lo supo desde siempre, acaso lo intuyó aquella Marina Esther Traverso, nacida en Caballito hace justo un siglo, sexta hija de un matrimonio asturiano de primera inmigración. Por fatalismo y por elección, fue una chica de barrio. Tertulias de canto y baile son coro y escenario de sus primeros enmascaramientos: deforma las voces, acuchilla al diccionario, le da valor barriero a cada expresión. Con castañuelas y panderetas se sube al palco del Centro Asturiano. Tiene 12 años y su primer público es la gallega Francisca, la empleada doméstica, a la que ella inmortalizaría como ‘Cándida’ “ (9).
En “Departamento para familias”, cuento incluido en el volumen Pasos del gran bailarín, el sevillano afincado en la Argentina Guillermo Guerrero Estrella presenta a Inés, una criada gallega (10).
En “La pesquisa” (11), de Paul Groussac, aparece una sirvienta vasca. La mujer es descripta por el empleado de correo: “joven aún, vestida como sirvienta y de aspecto extranjero, había retirado una carta, exhibiendo un pasaporte español a su mismo nombre”.
Enrique Larreta canta, en “Las criadas y el niño”, a las domésticas españolas: “Que otros digan de escuelas y de universidades./ Yo canto el cuarto aquel de plancha y de costura/ y sus buenas mujeres. ¡Galicia! ¡Extremadura!/ y las que me enseñaban a palmear soledades.// España de las tierras y no de las ciudades./ También las castellanas de grave catadura./ La blanca, la trigueña; la moza, la madura./ De todas las pellejas, de todas las edades.// ¡Ay, qué cuentos aquellos! Fablas de romería./ Consejas de la lumbre. ¡Y qué linda manera/ de nombrar cada cosa! ¡Cuánta sabiduría!// entre aquellos refajos! Erase que se era/ un juglar que les debe toda su nombradía./ Gaita sentimental y sonaja parlera” (12).
Florencio Sánchez es el autor de En familia. Uno de los personajes de esa pieza confiesa: “Todavía no me doy cuenta de cómo he podido amoldarme a semejante vida. Con decirte que yo, tu madre, que fue siempre una mujer de orden y delicada, ha llegado hasta robarle a una pobre gallega sirvienta... (...) Hasta robarle, sí señor; hasta robarle a una pobre mujer los ahorros que me había confiado” (13).
En Los primeros fríos, de Alberto Novión, uno de los actores expresa: “-Ahora me voy a conversar con una mucamita que trabaja en la Legación de España, es galleguita y sin primo, ¿se da cuenta?” (14).
En Babilonia, de Armando Discépolo, aparecen varios criados españoles. La mucama madrileña “es limpia, espumosa en su tualé de mucama, bella. Se sienta ante su puerta en silla baja y mirándose a un espejo de mano canturrea algo de su tierra, su cintura y sus muslos inquietos” (15).
Una andaluza se presenta en casa de Horacio Quiroga. Escriben Ezequiel Adamovsky y Gustavo Bombini: “Bastó con ver su aspecto, para que la andaluza que se había acercado a la casa de Vicente López, en busca de empleo, huyera despavorida. Al abrirse la puerta, había visto a un hombre descalzo, vestido con un overol manchado de grasa, con abundante barba y cabellera negras, ojos celestes e inquietantes, muy flaco y de baja estatura. Contra lo que la andaluza y nosotros mismos pudiéramos pensar, contra la imagen habitual del ‘escritor prestigioso’, quien apareció allí era Horacio Quiroga” (16).
Relata el narrador, en “El convite de Barrientos”, texto de Santiago Estrada de 1889: “Pero todo lo que llevo referido habría sido tortas y pan pintado, si el portero de mi alojamiento, desconociéndome la voz y tomándola entre sueños por la de un pariente que acababa de morir en El Ferrol, no se hubiera negado a abrirme la puerta, conjurándome a que, ánima en pena, volviera al sitio de donde había salido, en la seguridad de que en cuanto amaneciera daría de limosna a un pobre los cuartos que me adeudaba al embarcarse para América” (17).
Cambaceres, en su novela En la sangre, manifiesta desprecio hacia el gallego portero de la universidad (18).
Enrique Méndez Calzada incluye, entre los personajes de su “Cuento de Navidad”, a un ordenanza, “el leal Lavandeira”, quien “extrajo de su vieja maleta de inmigrante un haz de folletines amarillecidos ya por el tiempo y corcusidos con hilo negro en su margen izquierdo, a guisa de doméstica encuadernación. Se trataba, según pude observar, de El judío errante, pacientemente coleccionado, y recortado de las hojas de El Heraldo de Madrid, periódico que publicó en folletín esa lata inmortal hace cosa de doce o catorce años” (19).
En “Verde y negro”, cuento incluido en Unidad de lugar, Juan José Saer escribe: “Eran como la una y media de la mañana, en pleno enero, y como el Gallego cierra el café a la una en punto, sea invierno o verano, yo me iba para mi casa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito bajo los árboles. Era sábado y al otro día no laburaba” (20).
En una de sus aguafuertes porteñas, titulada “Elogio del lavacopas”, Roberto Arlt homenajea a los inmigrantes españoles: “Quiero hacer hoy el elogio del lavacopas, del lavacopas como elemento de progreso nacional, del lavacopas como ejemplo de honestidad, de contracción al trabajo, del lavacopas cuya filosofía se la enseñaron los borrachos al borde del mostrador, y cuya feroz y dulce pasión por el dinero se la enseñó la miseria del terruño y la ejemplar conducta del patrón, del patrón que, como los antiguos patrones griegos, sentaba a su mesa al esclavo y le zurraba cuando hacía falta” (21).
Un personaje de Lejos de aquí, de Roberto Cossa y Mauricio Kartun, de vuelta en España, dice a un argentino: “¿Cómo te creés que la pasé yo en tu tierra? Trabajaba en un bar dieciocho horas por día... ¡Dos turnos! Sirviendo a tus argentinos... soberbios... maleducados, ¡coño! ¡Dieciocho horas por día! Sin sueldo. Sólo por las propinas y la comida. Dormía en el sótano con una escoba en la mano para espantar las ratas... Treinta años juntando plata... ¡plata y odio! ¿Entendés lo que es eso? ¡Treinta años juntando plata y odio! ¿De qué solidaridad me hablás?” (22).
En “Carroza y reina”, de Isidoro Blaisten, aparece el asturiano Alvarez, mozo del café y bar El Aeroplano: “Los parroquianos empujan para llegar hasta las mesas del privilegio y arrastran al mozo, Alvarez el asturiano, el de los enormes pies, que se escurre entre los cuerpos con la bandeja en alto cargada de choppes, express y especiales de matambre que son la especialidad de la casa” (23).
En “El encuentro”, de Jonatan Gastón Nakache, encontramos un mozo español. (24).
Manuel Gálvez presenta, en Nacha Regules, a un aragonés encargado de un conventillo: “El encargado era un aragonés testarudo, insolente y entrometido. Su pequeña cabeza desgonzábase sobre un cogote interminable. El tronco, angosto en los hombros, ensanchábase hasta las caderas, cuya anchura contrastaba ridículamente con la longitud de las flacas piernas, movedizas y simiescas. La expresión adusta del semblante y la nariz de perro, caricaturizábanle aún más. Reía explosivamente, empalmando la agonía de una carcajada con el brusco estallido de otra, lleno de gesticulaciones, agitándose íntegro, dando al cuerpo la línea oblícua y caídos los brazos que temblequeaban chocando contra los flancos y subían y bajaban sin ritmo, como émbolos descompuestos. Gustaba hacerse el gracioso, hablando a lo andaluz” (25).
En 1955, Marco Denevi es distinguido con el Premio Kraft por Rosaura a las diez. En esa obra, declara "la señora Milagros Ramoneda, viuda de Perales, propietaria de la hospedería llamada ‘La madrileña’, de la calle Rioja, en el antiguo barrio del Once”. “Todo esto (...) empezó hace doce años, cuando vino a vivir a mi honrada casa un nuevo huésped que confesó ser pintor y estar solo en el mundo. Aquellos eran otros tiempos, ¿sabe usted?, tiempos difíciles, sobre todo para mí, viuda y con tres hijas pequeñas. Los pensionistas escaseaban, y los pocos que habían eran, hablando mal y pronto, de culo mal asentado, quiero decir, que hoy estaban en una pensión y mañana en otra y en todas dejaban un clavo, o, apenas usted se descuidaba, le convertían su honrada casa en un garito o alguna cosa peor, de modo que a los dueños de hospederías decentes nos era necesario si queríamos conservar la decencia y la hospedería, un arte nada fácil, ahora desconocido y creo que perdido para siempre: el arte de atraer, seleccionar y afincar, mediante cierta fórmula secreta, hecha a base de familiardad y rigor, una clientela más o menos honorable” (26).
“El Orensano”, un afilador gallego, protagoniza “Se abrió el cielo”, de Jorge Alberto Reale. El inmigrante “es de Orense el pueblo de la chispa y los dulces arpegios. Enjuto, desdentado, recóndito. El pobre está un poco arqueado, su cara afilada, parece disecarse. Nadie sabe si tiene familia. Cuando se lo indaga, dice con orgullo: -Soy descendiente de Rosalía de Castro-, más aún, afirma, ser de cuna noble, dijéramos de escudos y blasones, no solamente porque se lo crea buena persona. Dice de paso y por lo bajo: -Ser bueno no quiere decir ser inofensivo, la bondad sin talento no vale nada. Y así va, así viene y así pasa con su anticuada armadura, entre esmeriles y calderones. Es todo uno con algo de músico y filósofo trashumante” (27).
Hubo maestros inmigrantes, como un personaje de La gran aldea, de Lucio V. López: “Don Josef era oriundo de Cataluña y se vanagloriaba de haber nacido en el castillo Monjuich, de haber salvado la vida a varias personas, de haber presenciado un naufragio y de haber sido casi víctima del hambre de una tigra mansa; preciábase de haber conocido a la reina de España, doña Cristina, de haberla visto comer una olla podrida en un día de toros. Hacía sacrificio de confesarse descendiente de don Gonzalo de Córdoba, pero no se prestaba a pregonar mucho el parentesco, y lo repudiaba con majestad, porque no quería que nadie sospechase que él aprobaba las rendiciones de cuentas de su poco escrupuloso antepasado. Vivía crónicamente colérico, sin que esto importe decir que no supiera interrumpir sus accesos para hablar con fruición, de los tesoros de Potosí y de fortunas colosales como las de los cuentos de hadas, porque el buen viejo tenía altamente desarrollada la nota de la codicia” (28).
Narra el protagonista de Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, de Roberto J. Payró: “Acabé por acostumbrarme un tanto a la escuela. Iba a ella por divertirme, y mi diversión mayor consistía en hacer rabiar al pobre maestro, don Lucas Arba, un infeliz español, cojo y ridículo, que, gracias a mí, se sentó centenares de veces sobre una punta de pluma o en medio de un lago de pega-pega, y otras tantas recibió en el ojo o la nariz bolitas de pan o de papel cuidadosamente masticadas. ¡Era de verle dar el salto o lanzar el chillido provocados por la pluma, o levantarse con la silla pegada a los fondillos, o llevar la mano al órgano acariciado por el húmedo proyectil, mientras la cara se le ponía como un tomate! ¡Qué alboroto, y cómo se desternillaba de risa la escuela entera! Mis tímidos condiscípulos, sin imaginación, ni iniciativa, ni arrojo, como buenos campesinos, hijos de campesinos, veían en mí un ente extraordinario, casi sobrenatural, comprendiendo intuitivamente que para atreverse a tanto era preciso haber nacido con privilegios excepcionales de carácter y de posición” (29).
En Los políticos, “sainete cómico-lírico en un acto y tres cuadros, en prosa y verso”, escrito por Nemesio Trejo, con música de Antonio Reynoso, aparece un barbero andaluz que canta: “Con el vito vito vito/ con el vito vito va/ no me haga usted cosquillas/ que me pongo colorá”. El se identifica como “Benito Pérez y Ciudad Real, barbero, soltero, extranjero, con tres años de residencia en el país” (30).
En Canillita, de Florencio Sánchez, aparece un mercero catalán, que pregona su mercadería: “¡Toallas, peinetas, jabones, cinta de hilera, agujas, camisetas, botones de hueso, carreteles de hilo, madapolán, pañueletas! (...) Pañueletas, calzoncillos, alfileres, festones, sombreros de paja, servilletas, libros de misa. (...) Libros de misa, esponjas, corbatas, cortes de vestido, tarjetas postales, jabón...” (31).
En “Las señoritas de la noche”, Marta Lynch presenta un almacenero catalán: “El almacenero arreció en su reyerta milagrosa, recrudeció en los gritos y en los golpes con su férrea y antigua furia de anarquista; los vecinos oían ahora incomprensibles vocablos catalanes y su recia decisión de no dejar al cura aquel que hiciera un marica de su hijo” (32).
Hubo panaderos, como el inmigrante que inspiró a Quino el personaje de Manolito (33).
El abuelo de Gloria Pampillo, gallego, era comerciante, y había elegido el mismo nombre para todos sus negocios: “Celta, como el nombre que mi abuelo le ponía a cada uno de los bienes que acá se iba ganando, desde su barco hasta los toros. Un toro negro, morrudo, que ahora le dibujo en su escudo de comerciante, como tantos otros dibujaron una espiga en el almacén o en la panadería: La flor de Galicia” (34).
“Joaquín Coto, el papá de Alfredo, era un inmigrante gallego que tenía una pequeña carnicería en un mercado municipal que funcionaba en Retiro y desde chico Coto acompañaba a su padre en sus recorridas por el Mercado de Liniers” (35).
En Agua de nadie –novela distinguida con el Premio “Dr. Alfredo A. Roggiano” de la Municipalidad de Chivilcoy, 1993-, Mabel Pagano evoca a dos sastres gallegos: “Porque era muy chico y recién se iniciaba en el oficio junto a los gallegos López y García, propietarios de un gran taller, no tuvo ocasión de conocer a don Hipólito, aunque quizás Yrigoyen no hubiera gastado en un traje lo que él llegó a cobrar, decían que era tan raro el Peludo... (...) La tarde anterior, los gallegos habían insistido en su intento de llevarlo a Mar del Plata para la inauguración de la tan soñada sucursal y nuevamente él rechazó la invitación, hablando de compromisos impostergables, aunque sin aclarar sobre la naturaleza de los mismos y tratando de que no se ofendieran, ya que era forzoso que lo reconociera, él les debía mucho a los dos. Esa noche, cuando estaba a punto de retirarse del taller, los patrones lo invitaron a comer en un restaurante de Sarandí, donde había ido varias veces acompañándolos. Quiso negarse diciendo que estaba muy cansado de la tarea de toda la semana, cosa que era rigurosamente cierta, pero López insistió, vamos hombre, nos comemos la paella y regresamos temprano, al mismo tiempo que García lo palmeaba empujándolo hacia la puerta” (36).
En su cuento “Seguir viviendo”, Ana María Torres evoca a las modistas españolas: “Josefina se hacía los vestidos con una modista. Yo, en cambio, con una que venía a coser a casa. Siempre eran españolas y siempre dificilísimas de conseguir, se las recomendaba pero no mucho, pues de recomendación en recomendación aumentaban su clientela y cuando uno las necesitaba no las conseguía. Los diálogos interminables entre mamá y la modista, los reproches, las promesas de venir, las demoras... hasta que por fin aparecía” (37).
En “Historia de José Montilla”, Fernando Sorrentino da vida a un tendero inmigrante: “don José Montilla era, pues, un próspero comerciante español. No era panadero, no era almacenero, no atendía una casa de comidas: queden esos menesteres para los compatriotas de Galicia. En donde mostró escasa originalidad fue en el nombre que eligió para su tienda: Al Caballero Elegante. Aunque en realidad no sé si lo eligió don José o el comercio ya se llamaba así antes de que él lo comprara. Era un local profundo y ancho: brillaban las largas maderas de los pisos y brillaban las olorosas maderas de los cajones y de las estanterías, y brillaban los metales de manijas y llaves y esquineros, y brillaban los cristales y los espejos. ‘Todo para el caballero elegante’: medias, ropa interior, camisas, corbatas, trajes, sobretodos, sombreros, cinturones, tiradores, billeteras” (38).
Un neno da tenda es evocado por Federico García Lorca en uno de sus Seis poemas galegos (39).
Por la Avenida de Mayo circulaba el vendedor de cigarrillos, un andaluz que pregonaba: “¡Qué distraídos, andéis! ¡Qué distraiídos!/ ¡Miraise bien los bolsillos!/ ¡Habéis orvidao los cigarriyos!” (40).
Fernández Moreno (41), Leopoldo Lugones (42), Carlos Ibarguren (43) y Graciela Cabal (44) evocan vascos lecheros.
En Juvenilia (45), Miguel Cané –cuyo nombre se recuerda vinculado con la Ley de Residencia-, describe a los quinteros vascos y los medios con los que defendían los frutos que cultivaban: “Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente armados con sus horquillas de lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en cada movimiento de sus brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad suprema: ¡amaban sus sandías, adoraban sus melones!”.
En el cuento “El residente”, de Teresa Freda, aparece una gallega, “pobre y santa enfermera, medio bruta pero buenaza” (46).
En Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli, se habla de un oficio que desempeñaban los españoles. En 1886, “Había muchos policías, allí. Casi todos asturianos, gallegos. No sé por qué. También usaban bigote de manubrio y llevaban pistolas al cinto, capote invernal, quepís duro y alzado y linterna en mano. Cuando se hizo la noche, los policías se movían como luciérnagas nerviosas” (47).
Escribe Virginia Messi: “’El Gallego Penitenciario’ ocupó un rol tan destacado en la historia de los primeros penales que fue honrado días atrás con una estatua recordatoria, ubicada en un lugar central del Museo del S.P.F.” (48).
En La fuga (49), novela distinguida con el Premio Emecé 1998/99, Eduardo Mignogna presenta, entre otros inmigrantes, a Adela y Angel Villalba, una pareja de carboneros gallegos de Betanzos que tiene un sobrino en Mendoza.
Cuando visitó nuestro país en 1998, José Luis Baltar Pumar, presidente de la diputación de Orense, expresó: “hemos mandado a los mejores hombres y mujeres a este país, y Galicia lo ha sentido profundamente. Ellos han tomado la decisión de venir y trabajar de sol a sol para salir adelante” (50).
Coincide con él José Bendoiro Diéguez, que creó la escuela gallega Coyam, quien afirma: “El trabajo es el principio gallego por definición” (51).
Estaba presente en estos inmigrantes la necesidad de enviar dinero a quienes habían quedado en la tierra natal, muchos de ellos soportando la guerra. Esa realidad es la que refleja Alfredo Navarrine en su tango “Galleguita”, de 1924, cuando dice: “Juntar mucha platita para tu pobre viejita que allá en la aldea quedó” (52).
Pero que no ocurra a quienes tanto se esfuerzan como a esos inmigrantes que evoca Elsa Gervasi de Pérez en su “Carta a Galicia”, en la que narra cómo un argentino de ascendencia española embauca a una familia de gallegos. El Paco escribe a sus padres: “La Paquita sapuesto a noviar con un mochacho arjintino hijo de jallejos como nosotros. Es muy bueno y nos va a cuidar la platita. (...) La Paquita se fue por ahí a caminar para ver si lo halla al novio ya que hace unos días se mudó y el pobreciño solvidó de darnos la diricción” (53).
También estaban al acecho “los pillos oportunistas que sorprendían a los inmigrantes con el cuento ‘del legado’ “ (54), y los hispanos que los estafaban. En Lunas eléctricas para las noches sin luna, escribe Belén Gache: “Bordeando el convento, la calle Viamonte se extiende alternando fondas llenas de marineros con casas de remates, regenteadas por catalanes, gallegos o andaluces que venden objetos dorados por oro fino y piedras transparentes por diamantes” (55).

Notas
1 Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
2 Benini, Marcelo: “Isidoro Cañones era de Villa Pueyrredón”, en El barrio. Periódico de noticias, Agosto de 2003.
3 Granada, Nicolás: ¡Al campo!, en El teatro argentino 3.Afirmación de la escena nativa. Selección, prólogo y notas por Luis Ordaz. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
4 Hendler, Ariel: “Jovita Iglesias. Una vida con los Bioy”, en Clarín, 2 de septiembre de 2002.
5 Guerriero, Leila: “Pan & Manteca”, en La Nación Revista, 5 de mayo de 2002.
6 Chiaravalli, Verónica: “Un corazón tomado por la memoria”, en La Nación, 15 de agosto de 1999.
7 Elguera, Alberto y Boaglio, Carlos: La vida porteña en los años Veinte. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1997.
8 Alvarez, Sixto (Fray Mocho): Cuentos. Buenos Aires, Huemul, 1966.
9 Göttling, Jorge: “Biografías de Buenos Aires”, en Clarín, Buenos Aires, 4 de agosto de 2003.
10 Guerrero Estrella, Guillermo: “Departamento para familias”, en R. J. Payró, J. C. Dávalos, R. Mariani y otros: El cuento argentino 1900-1930 antología. Sel. y pról. de Eduardo Romano, notas de Alberto Ascione. Capítulo. Buenos Aires, CEAL, 1980.
11 Groussac, Paul: “La pesquisa”, en H. Bustos Domecq, A. Pérez Zelaschi y otros: El cuento policial. Selecc. de Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera. Capítulo. Buenos Aires, CEAL, 1981.
12 Larreta, Enrique: “Las criadas y el niño”, en Cantan los pueblos americanos. Selección de Germán Berdiales; ilustraciones de David Cohen. Buenos Aires, Ediciones Peuser, 1957.
13 Sánchez, Florencio: En familia, en El teatro argentino 4.Florencio Sánchez. Selección, prólogo y notas por Luis Ordaz. Capítulo. Buenos Aires, CEAL, 1980.
14 Novión, Alberto: Los primeros fríos, en El teatro argentino. 6.El sainete. Prólogo de Abel Posadas; selección y notas por Marta Speroni y Griselda Vignolo. Capítulo. Buenos Aires, CEAL, 1980.
15 Discépolo, Armando: Babilonia. Una hora entre criados. En Sánchez, Trejo, Pacheco, Discépolo, Dragún: Canillita y otras obras. Selección, prólogo y notas por Jorge Lafforgue. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
16 Adamovsky, Ezequiel y Bombini, Gustavo: Para noche de insomnio. Textos de Horacio Quiroga. Buenos Aires, Libros del Quirquincho, 1991.
17 Estrada, Santiago: “El convite de Barrientos”, en 20 relatos argentinos. 1838-1887. Selección y prólogo de Antonio Pagés Larraya. Ilustraciones en colores de Horacio Butler. Buenos Aires, Eudeba, 1969.
18 Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
19 Méndez Calzada, Enrique: “Cuento de Navidad”, en R. J. Payró, J. C. Dávalos, R. Mariani y otros: El cuento argentino 1900-1930 antología. Sel. y pról. de Eduardo Romano, notas de Alberto Ascione. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
20 Saer, Juan José: “Verde y negro”, en J. J. Hernández, H. Tizón, Isidoro Blaisten y otros: El cuento argentino 1959-1970** antología. Selección, prólogo y notas del Seminario Crítica Literaria Raúl Scalabrini Ortiz. Buenos Aires, CEAL, 1981. (Capítulo).
21 Arlt, Roberto: Nuevas aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Hachette, 1960. 329 páginas. Estudio preliminar de Pedro G. Orgambide.
22 Cossa, Roberto y Kartun, Mauricio: Lejos de aquí, en Teatro 5. Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1999.
23 Blaisten, Isidoro: “Carroza y reina”, en Carroza y reina. Buenos Aires, Emecé, 1986.
24 Nakache, Jonathan Gastón: “El encuentro”, en Escritura joven III Concurso literario para jóvenes “Clara Klilsberg”. Buenos Aires, Editorial Milá.
25 Gálvez, Manuel: Nacha Regules. Citado en Páez, Jorge: El conventillo. Buenos Aires, CEAL, 1970.
26. Denevi, Marco: Rosaura a las diez. Buenos Aires, Corregidor, 1999. 319 pp. Estudio preliminar y glosas de Juan Carlos Merlo.
27. Reale, Jorge Alberto: “Se abrió el cielo”, en el grillo, N° 36, Noviembre-Diciembre 2003.
28 López, Lucio V.: La gran aldea. Costumbres bonaerenses. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
29 Payró, Roberto J.: Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira. Buenos Aires, CEAL. (Capítulo).
30 Trejo, Nemesio: Los políticos en Sánchez, Trejo, Pacheco, Discépolo, Dragún: Canillita y otras obras. Selección, prólogo y notas por Jorge Lafforgue. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
31 Sánchez, Florencio: Canillita, en Sánchez, Trejo, Pacheco, Discépolo, Dragún: Canillita y otras obras. Selección, prólogo y notas por Jorge Lafforgue. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
32 Lynch, Marta: “Las señoritas de la noche”, en Los cuentos tristes. Buenos Aires, CEAL, 1967.
33 Rodríguez, Andrea: “La vida es un dibujo. Cómo les fue de grandes a los verdaderos Felipe, Guille y Manolito”, en Veintitres, Año 2, N° 71, Buenos Aires, 18 de noviembre de 1999.
34 Pampillo, Gloria: Los gallegos. Novela inédita.
35 Sainz, Alfredo: “PERFILES Un imperio tras las góndolas”, en La Nación, Buenos Aires, 30 de octubre de 2005.
36 Pagano, Mabel: Agua de nadie. Buenos Aires, Editorial Almagesto, 1995.
37 Torres, Ana María: “Seguir viviendo”, en Seguir viviendo. Buenos Aires, Marymar, 1984. 152 pp.
38 Sorrentino, Fernando: “Historia de José Montilla”, en www.badosa.com.
39 García Lorca, Federico: Seis poemas galegos, en Alposta, Luis: Lorca en lunfardo. Buenos Aires, Corregidor, 1996.
40 Caras y Caretas, 1901.
41 Fernández Moreno, Baldomero: “El vasco lechero en el café”, en Fernández Moreno, Baldomero: Poesía y prosa. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
42 Lugones, Leopoldo: “Oda a los ganados y las mieses”, en Antología poética. Buenos Aires, Espasa Calpe, 1965.
43 Ibarguren, Carlos: op. cit
44 Cabal, Graciela Beatriz: Secretos de familia. Buenos Aires, Debolsillo, 2003.
45 Cané, Miguel: Juvenilia. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
46 Freda, Teresa C.: “El residente”, en El Tiempo, Azul, 26 de mayo de 2002.
47 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
48 Messi, Virginia: “Los últimos días de la vieja cárcel de Caseros”, en Clarín, Buenos Aires, 8 de noviembre de 2000.
49 Mignogna, Eduardo: La Fuga. Buenos Aires, Emecé, 1999.
50 Estévez, Paula: “Buenos Aires es nuestra 5° provincia de ultramar”, en La Prensa, Buenos Aires, 7 de noviembre de 1998.
51 S/F: “Cultura gallega en la escuela”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 17 de marzo de 2002.
52 Navarrine, A. y Petorossi, H.: “Galleguita”, citado por Gustavo Cirigliano, en El Tiempo,
53 Gervasi de Pérez, Elsa: “Carta a Galicia”, en Rotary Club de Ramos Mejía. Comité de Cultura. Buenos Aires, 1994.
54 En Caras y Caretas, 1901.
55 Gache, Belén: Lunas eléctricas para las noches sin luna. Buenos Aires, Sudamericana, 2004.

Franceses

Miguel Cané evoca a Monsieur Jacques, prototipo del educador, al que recuerda con admiración. Destaca su loable acciòn académica: “El estado de los estudios en el Colegio era deplorable, hasta que tomó su dirección el hombre más sabio gue hasta el dia haya pisado tierra argentina. Sin documentos a la vista para rehacer su biografia de una manera exacta, me veo forzado a acudir simplemente a mis recuerdos, que, por otra parte, bastan a mi objeto. Amedèe Jacques pertenecìa a la generaciòn que al llegar a la juventud encontrò a la Francia en plena reacciòn filosòfica, cientìfica y literaria. La filosofía se había renovado bajo el espíritu liberal del siglo, que, dando acogida imparcial a todos los sistemas, al lado del cartesianismo estudiaba a Bacon, a Espinosa; a Hobbes, Gassendi y Condillac, como a Leibnitz y a Hegel, a Kant y a Fichte, como a Reid y Dugal-Stewart” (1).
En “El ovillo del destino”, escribe Emilio Saad: “no podía negarse que Buenos Aires progresaba. Ya tenía ferrocarril, calles empedradas y alumbrado público. La aduana proveía riquezas y al puerto llegaban cada vez más inmigrantes. Algunos llamados por el propio gobierno, como Monsieur Duclós, el otro habitante de la casa. Un biólogo que tenía la misión de estudiar la flora de la provincia. Era un caballero alto y distinguido y al hablar, apenas se notaba su acento. A Lina lo que mas le sorprendia era su sencillez” (2).
Cambaceres nos presenta en su novela En la sangre a un bearnés, a quien considera indigno de integrar la sociedad argentina (3).
En El viejo criado (4) –obra distinguida con el premio Argentores a la mejor comedia de autor nacional estrenada en la temporada de 1980-, Roberto Cossa hace decir a Ivonne: “Las condiciones para venir a Buenos Aires fueron: ni cuento mi historia, ni me acuesto con argentinos”. Un personaje relata que ella “Dejó la profesión, se empleó en una oficina y se convirtió en un ama de casa estupenda. Todo lo que ganaba lo ponía en el bulín. Compró una cocina a gas... Mandó hacer un modular de hierro forjado y madera... lo llenó de frasquitos... ¡Un chiche! Venían los vecinos y quedaban encantados”.

Notas
1 Cané, Miguel: Juvenilia. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
2 Saad, Emilio: “El ovillo del destino”, en Varios autores: La ultima rebelion y otros cuentos de nuestra historia. Ilustraciones: Graciela Sennes. Buenos Aires, Amauta, 2006. 112 paginas. (Narrativa infantil argentina)
3 Cambaceres, Eugenio: op. cit.
4 Cossa, Roberto: El viejo criado, en Cossa, Roberto y Monti, Ricardo: El teatro argentino 16. Cierre de un ciclo. Selección, prólogo y notas de Luis Ordaz. Buenos Aires, CEAL, 1981. (Capítulo, 111).

Griegos

En su novela Un noviazgo, Bernardo Verbitsky presenta a un griego con ocupaciones no muy claras: El Checato “Tenía mandíbula muy ancha, y aunque su cara era flaca, ahondada debajo de los pómulos, sus maxilares estaban recubiertos de fuertes músculos. ‘Un etrusco sonriente con anteojos’, pensaba. Y la verdad era que sus anteojos de cristales sin virola, quedaban incluidos en su ancha risa que le llegaba silenciosa. Los anteojos quedaban en medio de las arruguitas. Era un efecto raro y más bien siniestro. (...) Trigo limpio, no es. Es un vivo que ve bajo el agua. (...) Dicen que anda en veinte asuntos. Pero no anda, corre detrás de los pesos, claro. Vende alhajas de fantasía. Compra no sé qué. Además es amigo de don Alí y lo peor es que los dos lo disimulan. Quién sabe en qué andarán A lo mejor son socios” (1).

Notas
1 Verbitsky, Bernardo: Un noviazgo. Buenos Aires, Planeta, 1994.


Húngaros

Josefina Robirosa recuerda a una maestra de esa nacionalidad: “cuando pienso en mis comienzos no puedo dejar de recordar a Elisabeth von Rendell, una maestra fabulosa que me ayudó (nos ayudó) mucho. Era húngara y siempre nos daba flores para que las usáramos como modelos. Traía lo que encontraba en el camino hacia el colegio: malvones, geranios, flores del campo. Decía que teníamos que acostumbrarnos a pintar lo vivo porque era una manera de incorporar la naturaleza en nuestras vidas. Nunca nos hacía trabajar con modelos de yeso. Cada clase era un motivo de alegría, siempre nos asombraba enseñándonos cosas nuevas” (1).

Notas
1 Aubele, Luis: “A boca de jarro. Josefina Robirosa ‘De chica tuve un vecino inevitable, el frío’ “, en La Nación, Buenos Aires, 24 de octubre de 2004.


Ingleses

Al describir al inglés Mister Robert, Ocantos, demuesstra las preferencias de la época hacia la inmigración anglosajona: “Allí estaba desde la mañana casi hasta la noche, la espalda encorvada, los dedos agarrotados sobre el lapicero, sentado en el banco de patas largas, sin descanso, sin distracción, esclavo del trabajo, prisionero del deber” (1).
En “Nelly”, Eduardo L. Holmberg (2) se refiere a un inglés, “un caballero perfecto, vinculado a la Legación británica”.

Notas
1 Ocantos, Carlos María de: Quilito. Madrid, Hyspamérica, 1984.
2 Holmberg, Eduardo L.: Cuentos fantásticos. Buenos Aires, Hachette, 1957.


Irlandeses

Una irlandesa se presenta, en Frontera Sur, para un puesto de maestra en casa de un gallego: “Era una muchacha rubia, con pecas, casi una niña. Se sentó ante el tribunal familiar en el borde de una silla, con las manos juntas y las rodillas juntas, paseó sus ojos claros por el fondo de los ojos que la observaban y sonrió”. Se llama Mildred Llewellyn y habla castellano con dificultad. Dice la joven: “Llego de Irlanda hace tres días y vengo aquí”. Su empleador le enseña: “-Llegué –corrigió Roque, mostrando el pasado con el índice, en un lugar situado detrás de su hombro derecho-. Y vine” (1).

Notas
1 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera Sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.


Italianos

En Juvenilia, Miguel Cané describe, asimismo, al enfermero italiano que trabajaba en el Colegio: “Era italiano y su aspecto hacìa imposible un càlculo aproximativo de su edad. Podìa tener treinta años, pero nada impedìa elevar la cifra a veinte unidades màs. Fue siempre para nosotros una grave cuestiòn decir si era gordo o flaco. (...) Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traìa a la idea la confusa y entremezclada vegetaciòn de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara; veìamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas ralas y gruesas como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un ser de razòn para el infeliz, que estoy seguro jamàs conociò aquella secciòn de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencia y frutos nos traìa a la memoria un ombù frondoso” (1) .
En la casa de Quilito, protagonista que da título a la novela de Ocantos, trabajaba una italiana: “Un apetitoso olor de guisado salía de la cocina abierta, donde una genovesa cerril movía espátulas y zarandeaba cacerolas, envuelto en el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas"” Más adelante dirá de esta mujer que cantaba “un aire de su país, con acompañamiento de platos y cacerolas”. Habla también Ocantos de un “italianito vendedor de diarios” y de Rocchio, un corredor de Bolsa, “un hombrazo con muchas barbas, italiano con sus ribetes de criollo”. Al igual que la genovesa, este hombre es descripto por Ocantos con rasgos animales: “un italiano atlético, cuadrado, con las crines erizadas, cuya voz era un rugido; (...) Trabajador, eso sí, como una mula de carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía un minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo más de su cuenta del mes” (2).
Carolina de Grinbaum recuerda, entre los habitantes del conventillo, a un italiano que había alcanzado bienestar: “Llegada la hora en la cual los vecinos que compartían nuestro patio se sentaban a la mesa, nosotros también lo hacíamos. Al tiempo, los ajenos aromas deliciosos me invadían por entero, en especial los desprendidos de las viandas bien surtidas de la familia de don José, en bonachón italiano, de abultado vientre, propietario de un floreciente puesto de frutas y verduras en el Mercado de Abasto (simbolo de prosperidad en esa época)” (3).
En “La casa endiablada”, de Eduardo L. Holmberg, aparecen italianos de humilde condición, carreros y verduleros, holgazanes y supersticiosos (4).
Despectiva es la imagen del tachero italiano que Cambaceres nos presenta en En la sangre, un hombre vulgar cuya herencia genética será nefasta, a criterio del escritor (5).
Fray Mocho describe, entre sus muchos personajes a un italiano vendedor de longanizas. (6).
El padre de Roberto Raschella, establecido definitivamente en la Argentina en 1925, se dedicó a la sastrería. Cuenta el hijo en un reportaje: “En un viaje anterior, mi padre se había iniciado en el oficio de sastre, con un maestro legendario, Cirillo, un italiano que murió de la ‘mala enfermedad’. Yo nací en el mes de la revolución del 30. Después llegaron años duros para la familia, nos mudábamos constantemente, siempre a casas con buena luz natural. Era común entonces ver a un sastre trabajando detrás de una ventana” (7).
Sastres e italianos eran, asimismo, el padre de Antonio Berni (8) y los abuelos de José Marchi (9) y Griselda García (10).
Hizo la América el italiano evocado por Rubén Héctor Rodríguez, en “Extraño chamuyo”, al punto de poder ser propietario de un inquilinato: “En el conventiyo del tano Giacumín/ se armó la de San Quintín/ a causa de extraño y sórdido chamuyo.(...) Me buchonearon con el patrón/ y, cabrero, desalojó el jaulón” (11).
Gustavo Riccio escribió su “Elogio de los albañiles italianos” (12). Precisamente a uno de estos trabajadores peninsulares, establecido en Mar del Plata, canta Eduardo Martín La Rosa: “Probaste todos los trabajos./ Al fin, la cal y el rojo ladrillo/ se metieron en tu sangre./ Volabas por los andamios./ Tu silbido triste, enamoraba a las nubes” (13). Italianos eran, asimismo, quienes fabricaban ladrillos. Relata Luis Alposta que los primeros pobladores de Villa Urquiza, en la ciudad de Buenos Aires, fueron “Los 120 obreros traídos por Seeber para extraer la tierra, en su mayoría de nacionalidad italiana. Ellos terminaron arraigándose y construyendo sus hogares con los ladrillos fabricados por ellos mismos” (14).
Duro era también el trabajo del abuelo de Orlando Barone, quien se había empleado en el puerto (15). Carlos Pellegrini –protagonista de la obra de Gastón Pérez Izquierdo- escribe, refiriéndose a la huelga de 1902: “Se los obligaba, bajo el pretexto de las necesidades del comercio o de la producción, a cargar pesos que no podía soportar la máquina humana. ¿Puede haber algo más equitativo de parte de un obrero que negarse a cargar bolsas de cien kilos?” (16).
“El 2 de junio de 1884 la colectividad italiana fundó el Cuartel de Bomberos Voluntarios de La Boca, el primero del país. (...) El segundo cuartel de bomberos voluntarios en el barrio surgió el 9 de enero de 1935, cuando Francisco Carbonari, capitán de los Bomberos Voluntarios de La Boca, se alejó por diferencias que hoy nadie sabe precisar y fundó el cuartel de Vuelta de Rocha en lo que era su sodería. Cuenta la leyenda que el hombre empezó yendo a apagar los incendios con su camión de reparto y que su primer socio y fundador fue el pintor Quinquela Martín” (17).
Lava la italiana que evoca Amalia Olga Lavira en “Estampita”: “Friega lienzos, camisas y vestidos,/ en el fondo, la donna, en la pileta/ y en fuentones y tachos florecidos/ hormiguitas de sol hacen gambeta” (18).
Mas no desempeñaron sólo esas tareas. Otras son las ocupaciones de las peninsulares que evoca Oscar González en “La anunciación”: “Pronto supo que América/ No regalaba nada/. Y tranqueó el empedrado camino del taller./ O sentada a la Singer enfrentó los aprietes./ O resistió en las chacras heladas y granizos” (19).
El italiano que llega a la Argentina, en Santo Oficio de la Memoria (20), abre una funeraria con su socio, sospechado después de asesinarlo. Ya viuda, su mujer lava ropa para los vecinos, y el hijo de ambos trabajará después en la compañía de trainways y en los Ferrocarriles del Oeste.
Otros italianos eran barrenderos; la Avenida de Mayo “de continuo era recorrida por las ‘victorias de plaza’ cuya caballería impuso la necesidad del barrendero municipal, aquel a quien los chicos le gritaban ¡Musolino!, sin saber el por qué del apelativo itálico” (21).
Por esa avenida, transitaban el vendedor de “escobas y plumeros, por lo general italiano con bigotes de carabinero” (22).
María Susana Azzi destaca que “Nueva York y Buenos Aires fueron célebres por sus lustrabotas, hubo niños que se ganaron sus primeras monedas haciendo ese trabajo; así empezaron Anselmo Aieta y Francisco Canaro, conocidos músicos de tango” (23).
Pero no todos veían cumplidas sus expectativas. Esto es lo que destaca Renata Rocco-Cuzzi: “En los mismos años 30, el hermano de ‘Discepolín’, Armando, escribe sus grotescos denunciando el primer fracaso en la Argentina del ascenso social. El fundador del grotesco ríoplatense describe cómo los inmigrantes que vinieron a ‘hacerse la América’ en realidad quedaron encerrados en los conventillos hablando en cocoliche” (24).

Notas
1 Cané, Miguel: Juvenilia. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
2 Ocantos, Carlos María de: Quilito. Madrid, Hyspamérica, 1984.
3 Grinbaum, Carolina de: La isla se expande. Buenos Aires, ig, 1992.
4 Holmberg, Eduardo L.: Cuentos fantásticos. Buenos Aires, Hachette, 1957.
5 Cambaceres: op cit
6 Alvarez, Sixto (Fray Mocho): Cuentos. Buenos Aires, Huemul, 1966.
7 Ingberg, Pablo: “El amor a los vencidos”, en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 1999.
8 Sábat, Hermenegildo: “Antonio Berni”, en Clarín Viva, 13 de junio de 1999.
9 Gutiérrez Zaldívar, Ignacio: Marchi. Buenos Aires, Ediciones Zurbarán, 1995.
10 García, Griselda: poema inédito.
11 Rodríguez, Rubén Héctor: “Extraño chamuyo”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 13 de diciembre de 1998.
12 Riccio, Gustavo: “Elogio de los albañiles italianos”, en J. L. Borges, L. Marechal, C. Mastronardi y otros: La generación poética de 1922 antología. Selección, prólogo y notas por María Raquel Llagostera. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
13 La Rosa, Eduardo: “El sueño de don Juan (un inmigrante), en La Capital, Mar del Plata, 10 de septiembre de 2000.
14 Alposta, Luis: “Borges me preguntaba por Villa Urquiza”, en El Barrio, Octubre de 2002.
15 Barone, Orlando: “El avance de la intolerancia aldeana”, en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de 2000.
16 Pérez Izquierdo, Gastón: La última carta de Pellegrini. Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
17 Blanco, Leonardo: “El barrio de La Boca es tierra de bomberos”, en La Nación, Buenos Aires, 9 de febrero de 2003.
18 Lavira, Amalia Olga: “Estampita”, en ¡Che, barrio!. Buenos Aires, Gente de Letras, 1998.
19 González, Oscar: “La anunciación”, en El Tiempo, Azul, 16 de abril de 2000.
20 Giardinelli,
21 Llanés, Ricardo M. La Avenida de Mayo. Buenos Aires, Editorial Guillermo Kraft Limitada, 1955.
22 ibídem
23 Azzi, María Susana: “La contribución de la inmigración italiana al tango”, en Archivo Histórico Alberto y Fernando Valverde, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno. Año 2000, Revista N° 4.
24 Rocco- Cuzzi, Renata: “Mitos del granero del mundo”, en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo de 2000.

Japoneses

En el Centenario, “ya existía una comunidad importante de japoneses. Eran alrededor de mil. Pero no ejercían el oficio de tintoreros, sino el de mucamos. La aristocracia los prefería por su fama de discretos y de limpios” (1).
“El primer invernadero de esta colectividad fue instalado en 1925, y en 1940 se fundó la primera cooperativa de fruticultores. Las plantas ornamentales se cultivaron y cultivan mayormente al norte de la ciudad de Buenos Aires, mientras que las flores de corte prevalecen en el sur” (2).
Refiriéndose a la laboriosidad de sus ancestros, expresa Daniel Miyagi: “Gracias a esta lucha nuestros inmigrantes japoneses lograron el reconocimiento, la confianza y la admiración de todo el pueblo argentino. Esto es lo que nos está jugando más a favor a los descendientes de japoneses en este momento. Aprendamos a mantener este reconocimiento que tanto orgullo nos inspira, por el simple hecho de llevar su sangre" (3).

Notas
1 Fainsod, Jéssica: “La infancia de la ciudad”, en Clarín Viva, Buenos Aires, 4 de abril de 1999.
2 Alvarez, Marcelo y Pinotti, Luisa: op. cit.
3 Miyagi, Daniel: “Editorial. Nuestros mayores”, en Urban Nikkei La revista de los descendientes de japoneses en la Argentina. N° 30. Octubre de 2002.


Polacos

Era “obrero del vestido”, el padre de Andrés Rivera. Recuerda el hijo: “Alrededor de esa mesa se sentaban los responsables sindicales del Partido Comunista argentino, el más incondicionalmente estalinista de América del Sur. Entre ellos estaban Guido Fioravanti, Secretario General de la FONC (Federación Nacional de Obreros de la Construcción), y mi padre (1).
Juan Jorge Nudel presenta la historia de una inmigrante que “llegó de Polonia y viajó a Rosario. Contratadas como artistas, pronto descubrieron de qué arte se trataba y siguieron el camino como les fue trazado”. Ella le dice a su hija, que se avergüenza del trabajo de la madre: “-No me mires con esa cara, escucháme, vinimos con contrato de trabajo para salir de Polonia; era probable que debimos asegurarnos mejor, pero no lo hicimos. Una vez aquí, hubo que defenderse”. La hija, a su vez, evoca: “Se escucharon rumores de la guerra en Europa, de la persecución a los judíos y mi mamá pensaba en su familia. Nunca supe nada de ellos. Mi mamá sólo sabía lo que recordaba hasta el día anterior a subir al barco. Subió sola y bajó acompañada por otras contratadas. Nadie fue a despedirla y nadie fue a recibirla” (2).
Liliana Díaz Mindurry es la autora de Pequeña música nocturna, novela distinguida con el Premio Emecé en 1998. En esa obra, ella se refiere a las ocupaciones de una inmigrante, “una rubia gorda y polaca que ha dormido en la calle, que ha sido sirvienta en el colegio de la Santísima Trinidad. Y también prostituta los fines de semana por entretenimiento, por higiene, como dice con su acento extraño” (3).
En “Permiso, maestro”, Isidoro Blaisten presenta a “La Colorada”, “una polaca llamada Vlasta, es la prima de la pollera” (4). En “Carroza y reina”, escribe: “Ya se ven las guirnaldas en la laca restallante, las guardas, las cenefas y las volutas de color de fuego, las letras en alegre novecientos en la madera calada, y los lises, las rosas, los tréboles, las fustas con diamantes, los escudos argentinos, las amapolas de cinco pétalos, las guitarras encintadas, los facones con chispitas y el bandoneón desplegado que el maestro filetero León Untroib ha pintado en las cuatro barandas de la carroza, en seis días desde el alba al crepúsculo” (5).
Weronicka, la protagonista de un cuento de Natalia Kohen, manifiesta: “vinimos a la tierra elegida por nosotros, a la Argentina, donde rehice mi vida y tuve a mi hija. A pesar de eso, a veces añoro mi tierra natal. En Polonia, cuando tenía dieciocho años, soñaba con ser médica. Aquí soy masajista, hice masajes a todos los que me llamaban, a las gentes más dispares. Ahora, gracias a Dios me doy el lujo de poder elegir...” (6).
Hubo corredores de joyerías, como el padre de Alejandra Pizarnik (7), y kuenteniks, como un personaje de Ana María Shua (8).
En Kadish para el hombre de la valija, novela de Mauricio Goldberg, un personaje escribe al hijo de un kuentenik: “y aunque no lo dijo se comprendía fácilmente que había deseado ser un padre mejor, con más plata y un negocio importante, un lugar donde llevarte y que pudieras ver las empleadas y a los clientes saludarlos con respeto. Las Marías que él visitaba no servían para eso. Sin embargo, de aquellos pulóveres y esos pantalones que vendió durante tantos años, vivió la familia sin enterarse jamás si tu papá estaba angustiado por no saber dónde ir a la mañana siguiente a palmear las manos avisando que Don Simón, el judío de la ropa, el que vendía en cuotas, acababa de llegar con sus polleras de talles grandes y sus chalecos de colores oscuros. Y él sintió alguna vez jarpe (vergüenza) ante vos y tu hermano por no haber podido ser el padre que hubiera deseado” (9).

Notas
1 Rivera, Andrés: “El hombre que nadie pudo comprar”, en La Nación, Buenos Aires, 3 de marzo de 2002.
2 Nudel, Juan Jorge: Pensión “La Rosales”. Buenos Aires, Milá, 2002.
3 Díaz Mindurry, Liliana: Pequeña música nocturna. Buenos Aires, Emecé, 1998.
4 Blaisten, Isidoro: “Permiso, maestro”, en Carroza y reina. Buenos Aires, Emecé, 1986. 219 pp.
5 Blaisten, Isidoro: “Carroza y reina”, en Carroza y reina. Buenos Aires, Emecé, 1986. 219 pp.
6 Kohen, Natalia: “Weronicka, la masajista polaca”, en Todas las máscaras. Buenos Aires, Temas Grupo Editorial, 1997.
7 Alonso de Rocha, Aurora: “Entonces la Mujer”, en Todo es historia.
8 Shua, Ana María: El libro de los recuerdos. Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
9 Goldberg, Mauricio: Kadish para el hombre de la valija. Buenos Aires, Galerna, 2004. 272 pp.


Portugueses

Otro personaje de Quilito, de Ocantos, es el usurero Raimundo de Melo Portas e Azevedo, “el ángel protector de empleados impagos y pensionistas atrasados, el agente de funeraria de toda quiebra, el cuervo voraz de toda desgracia, el pastor de los hijos de familia descarriados” (1). Vemos que utiliza también en esta oportunidad la comparación con animales, pero el sentido es bien distinto.

Notas
1 Ocantos, Carlos María de: Quilito. Madrid, Hyspamérica, 1984.


Rumanos

La madre de Miriam Becker, rumana conoció en su ancianidad el empleo fuera del hogar. Lo recuerda la hija: “doña Catalina terminó su escuela primaria a los sesenta y cinco años: (...) A los setenta años salió a trabajar. Vendía armazones para anteojos. Todos le compraban conmovidos por su dulce sonrisa y su fortaleza” (1).

Notas
1 Becker, Miriam: “La última idische mame”, en La Nación Revista, 23 de marzo de 1997.


Turcos

En Hermana y Sombra, de Bernardo Verbitsky, se alude a la ocupación de un turco: “Nicola (...) cumplía cada mañana con dignidad su oficio de quinielero, al servicio de un capitalista, el turco Emilio que tenía varios de esos agentes, a comisión. Era una actividad que la policía perseguía pero se desarrollaba públicamente sin dificultades” (1).
En Pascua rea, obra teatral de Patricia Zangaro, dice un turco: “¡Todo a venti, todo a venti! ¡Bobre turco, gamina sempri, non gana nada! ¡Gombra barado, turco tene de todo! (...) ¡Bobre turco, cristianos tenen festa, turco drabaja todo el día! ¡Turco drabaja pir cristianos, tene velas para altar, jabón e toalla para lavar cara a Cristo, tul y gasa pir mantilla, turco tene tudo bara Bascua!” (2).

Notas
1 Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.
2 Zangaro, Patricia: TEATRO y margen. Buenos Aires, Amaranta, 1997. 199 pp.


Ucranios

En su libro de memorias, titulado Ultima carta de Moscú (1), Abrasha Rotemberg relata que,:después de siete años, se reencontró con su padre, que trabajaba como “cuenténik”, “clásica ocupación de los inmigrantes judíos, que consistía en la venta callejera a crédito de todo tipo de prendas. ‘Yo descubrí muchos años después que esa generación de inmigrantes pobres y analfabetos resultó una de gigantes, que supo enfrentar una vida sumamente dura y difícil. No había otra alternativa que sobrevivir y ellos lo hicieron’, dijo Rotemberg” (2).

Notas
1 Rotenberg, Abrasha: Ultima carta de Moscú. Buenos Aires, Sudamericana, 2004.
2 Gutman, Daniel: “Relato de una vida, de la Unión Soviética al diario ‘La Opinión’ “, en Clarín, Buenos Aires, 6 de abril de 2004.

Varios

En sus Memorias, Lucio V. Mansilla expresa que no cualquier ocupación está destinada a los inmigrantes: “Y el vasto campo de la política, de las aspiraciones que enaltecen, de los anhelos de justicia, ¿quién lo fecundará? ¿El inmigrante? Su misión es otra. Ambos deben ser útiles, en su esfera de acción. Está bien. Pero, como dice Ruskin, ¿qué significa ‘útil’ y cuál es la naturaleza de la utilidad?” (1).
En “Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura”, escribe Francis Korn: “todos los habitantes de este edificio con tres patios tenían ocupaciones variadas, los hombres y las mujeres. Había sastres, modistas, hojalateros, vendedores ambulantes de diversas mercancías, albañiles, lavanderas, verduleros, almaceneros, empleados de zapatería” (2).
Francesas e inglesas, probablemente inmigrantes, se empleaban como institutrices. En La noche que me quieras: “Arturo era un muchacho educado; se vestía bien, por supuesto, se las arreglaba con los idiomas. Algo le había quedado de tantas profesoras franchutas e inglesas de cuando era borrego" (3).
Se recuerda asimismo a “las ‘niñeras’ que bajo la promesa de venir a trabajar a la casa de un rico pariente lejano y enseñarlo modales europeos a sus hijos, terminaban pasando sus días y noches en los prostíbulos” (4).
Lamentable es el medio de vida de las mujeres que llegaron engañadas a América. Yvette Trochon sostiene que “Las organizaciones de traficantes más importantes en el Río de la Plata –las de franceses y judíos- operan en una región que traspone las fronteras nacionales, entre Brasil, la Argentina y Uruguay” (5).
En Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, tres personajes discuten acerca de la nacionalidad de unos rufianes. Un personaje afirma: “¡Esos caften son marselleses! (...) y juró que los había visto a montones en las casas del ramo, con sus galeritas melón, sus bigotes mediterráneos y sus pesadas cadenas de oro”. Otro personaje sostiene que son polacos, y un tercero, que son rumanos. Doña Venus emite un “fallo inapelable”, cuando dice “De todo hay, como en botica” (6).
Inmigrantes eran, asimismo, los propietarios de las confiterías de los Balnearios de la Costanera Sur, evocados por Mauricio Kartun. Al finalizar la temporada, “Se hace ruido y se brinda en la despedida con las jarras que convidan esta vez los patrones, invariablemente gallegos y judíos” (7).
En Aller simple: Tres Historias del Río de la Plata, coproducción francoargentina de 1994 codirigida por los franceses Noel Burch y Nadine Fischer y el uruguayo Nelson Scartaccini –a quien pertenece la idea original-, “la cámara se detiene y quedan tres rostros, elegidos al azar, que nos enfrentan. Dos hombres y una mujer. A partir de esas caras, la película se adentra en las ficticias historias familiares de cada una. Presuponen, los realizadores, que uno es francés, el otro italiano y la tercera española. (...) Aller simple presenta, una por una, las historias familiares. La del francés, que se convirtió en un rico integrante de la Sociedad Rural; el italiano, que se fue al Uruguay y le costó levantar cabeza pese a la solidez económica comparativa de ese país respecto del nuestro; y, por último, la española, que se integró a la clase media cuentapropista poniendo una carnicería” (8).
Muchas inmigrantes de diversas nacionalidades fueron exclusivamente amas de casa; trabajaban en el hogar y se ocupaban de la crianza de los hijos nacidos allá o acá.

Notas
1 Mansilla, Lucio V.: Mis memorias.
2 Korn, Francis: “Buenos Aires siglo XX/ Los conventillos. Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura”, en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.
3 Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras. Buenos Aires, Emecé, 2000.
4 S/F: “Editorial: Los gringos de hoy”, en Infohuertas N° 6, Febrero de 2002. Netfirms Web Hosting.
5 Aguirre, Osvaldo: “Ejército de obreras invisibles”, en Clarín, Buenos Aires, 3 de agosto de 2002.
6 Marechal, Leopoldo: Adán Buenosayres. Buenos Aires, Sudamericana, 1984.
7 Kartun, Mauricio: “Enciéndanse las luces del viejo varieté”, en Clarín Viva.
8 Lerer, Diego: “Tres caras de la historia”, en Clarín, Buenos Aires, 4 de julio de 1988.

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En las provincias

Muchos italianos fueron pescadores, en Mar del Plata. Un descendiente se refiere a la vida cotidiana de uno de estos inmigrantes: “A Juan Carlos D’Amico lo llaman Chupete. (...) A Chupete le gusta su profesión, la misma de su padre y de sus dos abuelos italianos. Para ellos, toda la vida giró en torno a la pesca. ‘Mi abuelo llegaba a la casa, se lavaba y preparaba el chupín. Mientras se cocinaba, tejía la red. Todos los días un poquito. Terminaba de coser, comía, y se iba a dormir hasta el otro día, que volvía a pescar. Esa era la vida de él” (1).
Hubo comerciantes en la costa, como los gallegos que fundaron la conocida tienda marplatense. José Navarro y Humberto Sánchez “Con poca mercadería y muchas ganas de ganar dinero, los dos gallegos dormirían muchas noches sobre los dos únicos mostradores de la tienda vencidos por el cansancio de largas horas de trabajo y temerosos que un desborde del arroyo se llevara rápidamente las ganancias del mes”. A ellos se sumaron más tarde los empleados Enrique Martínez y José Vicario. “Recuerda doña ‘Conce’, la esposa de José Vicario que ‘cuando ellos (Vicario, Martínez y Navarro) iban al campo a hacer propaganda y vender, nosotras las mujeres, preparábamos las viandas. Es que estaban afuera varios días y debían llevar la comida. Sí, claro que con la señora de Martínez tratábamos de ayudar. Hubo épocas muy malas, como aquella de la crisis del 30... bueno, nosotras confeccionábamos ropa interior, camisetas y todas esas prendas para ser vendidas en la tienda...” (2).
Cerca de Médanos abrieron la Proveeduría “El Progreso” los hermanos Martínez y la esposa de uno de ellos. “Tanto Paco como Pepe –relata Isaías Leo Kremer- eran medio duros de entendederas, pro nunca dejaron de pagar sus cuentas, ni de tener preparados los billetes para los proveedores, cuando estos presentaban sus facturas. (...) Los gallegos, no sólo eran muy trabajadores, sino que hacían todo solos, no contrataban personal alguno; esto, unido a una vida austera, hizo que pronto cimentaran su posición” (3).
Y hubo comerciantes en el campo. En Matanzas se afincó el gringo Sardetti, a quien Juan Moreira mata por haber negado la deuda que tenía con el gaucho (4). A fines del siglo XIX, en la frontera vive un flamenco, personaje creado por Eugenio Juan Zappietro en De aquí hasta el alba. Roger Bary era “mercader en aquella esquina del infierno” y entra en tratativas con los indígenas, aún a costa de las vidas de sus hijas, sólo para salvar el pellejo” (5).
El desierto alberga los restos de un estadounidense: “Un hombre delgado y macilento que era ingeniero del ejèrcito, habìa llegado para estudiar la posibilidad de trasladar el asiento de las tropas un poco màs hacia el mar. Se habìa llamado Jewison y era un americano de Tejas, muy golpeado por la enfermedad que habìa contraido al atravesar la Florida. Jewison tenìa treinta y cinco años y un Colt Forntier a la cintura; vestìa levitòn Prìncipe Alberto y fumaba cigarrillos muy suaves, ambarinos, de Virginia”. Una noche, “quedò con los ojos abiertos, mirando el techo de paja trenzada, inmòvil como una piedra. Habìa muerto sonriendo, cara a un cielo extraño, tal vez muy semejante al de las interminables noches de su Tejas natal” (6).
En Los jardines del Carmelo, escribe Ana María Guerra: “El campo se subdividió; la casa y unas parcelas quedaron en manos de los Ruiz, tres hermanos venidos de Galicia, que aconsejados por Marga, establecieron un burdel. Las dificultades de los primeros tiempos fueron incontables; los carros se empantanaban, los jinetes entraban con barro hasta en las fajas, y apenas caían unas gotas la gente se acobardaba, quedando el prostíbulo vacío. Finalmente, los Ruiz decidieron deshacerse de él” (7).
Godofredo Daireaux es el autor de “Matufia”, en el que escribe: “Después del confortable almuerzo, se fue don Narciso a siestear, y se sentaron a la sombra de los preciosos aromas que rodeaban la estancia de don Carlos Gutiérrez, hacendado de la vecindad, don Julio Aubert, francés acriollado y mayordomo de una gran estancia vecina y un vasco, ovejero rico de por allá, que llegado a comprar carneros, a la hora de almorzar, había sido convidado por el dueño de casa” (8).
En “Una conversación interesante”, de Conrado Nalé Roxlo, uno de los personajes se refiere a un turco que se va a casar, y afirma que un vasco piensa frustrar ese matrimonio: “creo que se le va a aguar la fiesta porque el vasco Indurrimendi se ha enterado de que Flores es casado en Turquía y, como usted sabe que tienen rivalidad por los negocios, ha dado parte al comisario y al registro civil y hasta creo que les ha mandado el pasaje a las esposas turcas del turco para que se presenten el día del casamiento y armen un escándalo. Si vienen todas va a ser divertido” (9).
En “Hotel Comercio”, Bernardo Kordon presenta un comerciante vasco: “Efraín Gutiérrez, el dueño de ‘El Vasquito’ ” (10).
En “Los trotadores”, de Elías Carpena, dice uno de los personajes: “-¡Mire, patrón: de los troteadores que ahí, en la Coronel Roca, corrieron el domingo, ni los que corrieron antes, le hacen ninguna mella... : ni siquiera el del vasco Estévez, que ganó sobrándose por el tiro largo, ni el de la cochería Tarulla, que ganó con el oscuro a la paleta! ¡Usted tiene el oro y lo confunde con el cobre!” (11).
Mario, protagonista de Hermana y sombra, de Bernardo Verbitsky, recuerda al español que les vendía leche: “Dejamos en Bahía Blanca varias cuentas impagas, pero la que realmente nos preocupaba era la del lechero, un español bajito y menudo, a quien se le formaban unas arruguitas alrededor de los ojos al sonreír, lo que hacía con frecuencia. Vestía algo parecido a un chaleco oscuro, sin magas, usaba faja, y un chambergo negro echado ligeramente hacia la nuca. Teóricamente, lepagábamos mensualmente los cinco litros que nos dejaba cada día pero siempre fue tolerante para el cobro, aceptando los pretextos con que explicábamos nuestra condición de deudores morosos. En los últimos meses no pudimos darle un centavo sin que él suspendiera el suministro de nuestro principal alimento. Nuestra convicción, reafirmada más de una vez por mamá, era que a ese pequeño español bondadoso debíamos el no haber muerto de hambre, sobre todo nuestra hermanita a quien no le faltaron nunca varias mamaderas diarias para suplir los pechos casi secos de mamá” (12).
En Barrio Gris, Joaquín Gómez Bas presenta a una española que vende leche en Sarandí: “El agua cubre ya la mitad de la calle. La gente comienza a utilizar el puente esquinero para atravesarla. Es un artefacto endeble y cimbreante que se yergue a más de cinco metros sobre el nivel del camino ordinario. Representa una hazaña ascender la escalera de carcomidos peldaños de madera, recorrer su piso de tablas inseguras y bajar por el extremo opuesto aferrándose a la barandilla resquebrajada por el sol y las lluvias. (...) Doña Micaela sube trabajosamente la escalera del puente acarreando un tarro de leche en cada mano. Trastabilla en los tramos y acompaña el peligroso tambaleo con imprecaciones más sucias que su indumentaria. Es grotesca como una vaca que bailara sobre sus patas traseras” (13)
En el discurso pronunciado con ocasión de otorgársele la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina, dijo Ernesto Sábato: “En el siglo pasado, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar una tierra de promisión. Se instalaron en la ciudad de Rojas, donde tuvieron un pequeño molino harinero” (14).
En su poema “La Condra”, Fulvio Milano canta: “Así la llamaba el abuelo italiano. No sé/ qué significa este nombre. Condra,/ la yegua blanca que atábamos al sulky./ ¿Qué voy a hacer, Dios mío, con este/ nombre raro/ a través de la gente, a través del olvido?/ La Condra, impredecible de caprichos en/ los caminos rurales,/ batía al aire los remos nerviosos, disparaba/ por fantásticos ríos/ tronaba el abuelo, y yo veía palidecer/ en tambaleante escorzo el angustioso sueño/ de la llanura” (15).
En “Nobleza del pago”, Fray Mocho hace referencia a un inmigrante inglés que no era trigo limpio. Recordando la historia de su familia, dice un personaje: “Yo no sé, che, si eran nobles, pero sé que les caían y que con algunos hasta tuvo que ver l’autoridá, como le pasó a tu tío Ramón, que al fin se quedó en la calle, y a tu tía Robustiana, mal casada con un inglés que tenía el finao de mi padre de puestero y que lo pilló cerdiándole las yeguas, a medias con el juez de paz...” (16).
Un inglés protagoniza el relato que un personaje narra en el cuento “Al rescoldo”, de Ricardo Güiraldes: “-Est’ era un inglés –comenzó el relator-, moso grande y juerte, metido ya en más de una peyejería, y que había criao fama de hombre aveso para salir de un apuro. Iba, en esa ocasión, a comprar una noviyada gorda y mestisona, de una viuda ricacha, y no paraba en descontar los ojos de güey que podía agenciarse en el negosio. Era noche serrada, y el hombre cabilaba sobre los ardiles que emplearía con la viuda pa engordar un capitalito que había amontonao comprando hasienda pa los corrales” (17).
Los inmigrantes trabajaron asimismo en el adoquinado de las calles. Lo recuerda José Luis Corsetti, quien afirma: “De las canteras de Tandil salió gran parte del empedrado de las calles de nuestro país. Los picapedreros españoles, italianos, montenegrinos y yugoslavos fueron, desde 1870, personajes entrañables que dejaron cuerpo y alma, cuando no la vida, en cada cincelada” (18).
Hugo Nario describió la dura vida de los picapedreros: “Despeñarse, quedar aplastado por el desprendimiento de piedras o cascajo, perder un ojo reventado por una escalla o por un pinchote mal templado, morir destrozado por una voladura imprevista, caer bajo las ruedas de las zorras que bajaban cargadas de material desde lo alto de la pendiente, o carros cuyo control de descenso se perdía, y volcando arrastraban por el precipicio a caballos y conductor. Y en todo tiempo, el arresto, el allanamiento, las redadas, días y meses de encierro, la amenaza de la deportación, a veces sin proceso” (19).
Estos hombres fueron alcanzados por la muerte de a decenas, en un tórrido verano porteño. Escribe Vázquez-Rial: la gente “caía muerta en las calles: los cadáveres eran ya cuatrocientos cuando el casi eterno presidente Roca visitó la Asistencia Pública: la mitad correspondía a trabajadores del empedrado público. No había enfermedad: era el sol. Se suspendieron todas las actividades entre las once y las cuatro, y se recomendó higiene y ropa holgada” (20).
En “José Balbino, el portugués” (21), Maria Elena Massa de Larregle relata la historia de este inmigrante. “El había nacido en Portugal el 9 de marzo de 1900. Casado con Ana Brígida Ferreyra y padre de una niña (María, hoy señora de Elbey), pasó con ellas a Francia por un breve tiempo, y desde allí vinieron todos a la Argentina en 1930. Su lugar de radicación fue una cantera próxima a Villa Mónica, llamada según referencias Cerro del Aguila, donde trabajó como picapedrero. Era ése un oficio duro pero muy requerido en tiempos en que continuaba avanzando el empedrado en ciudades del interior (recién después del año 1938 fue desplazado por el asfalto, llegando esa tarea de recambio a Olavarría, hasta tiempos de la intendencia de Alfieri, en los años setenta”. Por participar en una huelga de obreros, se quedó sin empleo. “Una circunstancia fortuita lo constituyó en dueño de un colectivo marca Chevrolet: fue la forma de poder cobrar una suma que le adeudaban por salarios. Y con ese vehículo, tuvo la posibilidad de iniciar lo que sería su ocupación de allí en más: conducir el UNICO medio para viajar entre Bolívar y Olavarría en forma directa y en colectivo”. Años más tarde, la muerte se le anunció estando al volante: “Continuó en Olavarría un tiempo más en viajes particulares para CORPI, para escuelas de educación especial. En una de estas tareas de transporte, llevando en su viejo colectivo chicos de una Escuela Diferenciada (como se llamaban entonces) lo alcanzó el invisible rayo de su destino. Sintiéndose mal, tuvo lucidez y un último gesto de responsabilidad, por las vidas que transportaba, para quitar el pie del acelerador y llevar con suavidad la marcha hacia el borde de la vereda. Y dejó que el infarto hiciera su obra. Falleció a los cuatro días, el 30 de enero de 1968. Preguntó por ‘los chicos’ –los escolares- y cerró los ojos. Se había cumplido un ciclo en una vida”.
En Quilmes, La Plata y Berisso, “se desarrolló, durante la década de 1920, una importante concentración de armenios gracias a las fuentes de trabajo en los frigoríficos de la zona. En la localidad de Berisso estaba el frigorífico Armour La Plata S.A. que inició sus operaciones en 1915. Entre dicho año y 1930, el 60% de su población obrera estaba constituida por hombres y mujeres provenientes de Europa y Asia. Los armenios compartieron con los italianos, españoles, rusos y árabes, las pesadas tareas en desfavorables condiciones de trabajo” (22).
Un personaje de Barrio gris, de Joaquín Gómez Bas, encuentra una horrible muerte en la Argentina. Dice una noticia publicada en un diario: “Avellaneda. En el hospital municipal de esta ciudad falleció esta madrugada el obrero Martín Otero, español, de 23 años... La víctima, mientras trabajaba en los establecimientos de La Sulfúrica, perdió pie y cayó a un estanque de ácidos... siendo infructuosos los auxilios que le prestaron sus compañeros... Intervino la comisaría...” (23).
En “Flandria, la ciudad-fábrica cuyo espíritu vive en una banda”, Jorge Iglesias se refiere al belga Julio Steverlynck; presenta, además, el testimonio de personas que estuvieron vinculadas a la Algodonera Flandria. Iglesias escribe: “Por cierto, en la Argentina de finales de los veinte, encontrar un obrero textil calificado era tarea de cíclopes. Así, Steverlynck le abrió las puertas de la fábrica a gran cantidad de inmigrantes españoles e italianos. Toda gente que había dejado sus raíces. Gente que venía a ‘hacer la América’. Mejor, ¿por qué no?: a hacer la Flandria... Pero, como la gente trabajando se hace, de los telares no sólo salieron telas, como se verá, también salieron ‘hombres de Flandria’ “ (24).
Aurora Alonso de Rocha se refiere a los editores de periódicos de Olavarría, localidad bonaerense: “Los españoles, dueños de un buen idioma hablado y, seguramente, monopolizadores del español escrito en un país babélico, eran los editores obligados” (25).
En prosperidad vive el personaje de José Luis Cassini -“Ya nadie lo sabe; él mismo ha olvidado que es el dueño del conventillo y de la primera usina eléctrica del pueblo” (26).
Con estudios en su país, llega a la Argentina la alemana Christina, en 1891. Ella se establecerá en Adrogué: “Un aviso en el Bremer Zeitung en el que se solicitaba un ama de llaves dispuesta a viajar a Buenos Aires, la había conectado con herr Jantzen y su esposa, que irían a instalarse a un remoto país sudamericano llamado Argentina. El caballero iba como gerente del Deutsche Transatlantik Bank y lo acompañaban su esposa y sus tres pequeños hijos” (27).
Respecto de la inmigración en Tigre, afirma Mabel Trifaro: “En el período que va desde 1870 hasta 1910, que luego se prolongó en menor escala, fueron entrando al país gran cantidad de inmigrantes de diversas procedencias, que llegaron también hasta Las Conchas (Tigre) y se establecieron formando sus familias. (...) Los inmigrantes se ubicaron en diferentes lugares del país según su procedencia, formando colonias. En el caso del delta, si bien no formaron colonias, se distribuyeron en los ríos con cierta proximidad los que provenían de determinadas regiones de Europa. Enrique Udaondo en su libro “Reseña histórica del partido de Las Conchas”, menciona que según el Censo de agosto de 1854, la población de Las Conchas era de 960 habitantes, de los cuales: 757 eran porteños, 112 provincianos, 21 españoles, 11 ingleses, 12 franceses, 15 italianos, 2 norteamericanos, 6 portugueses y 20 de otras nacionalidades. En 1886 encontramos registrados 2500 habitantes, en 1890 ya son 8370 y así iría multiplicándose la población con el establecimiento de los inmigrantes. Podemos destacar de modo general a los españoles de diferentes regiones en el comercio, los vascos-franceses en los tambos, los italianos en la industria y la mecánica, los turcos (sirio-libaneses) en el comercio itinerante, los japoneses en la floricultura, por lo que se instalaron en las zonas altas de General Pacheco, Benavidez y Escobar y éstos también se destacaron en la industria tintorera. Se desarrolló en el delta, gracias al impulso de los inmigrantes la fruticultura y la horticultura, y como necesidad para el traslado de la producción, la mimbrería, la cestería y debieron multiplicarse también los aserraderos. La industria naviera tuvo el aporte de importantes familias de inmigrantes y los astilleros fueron la respuesta a la demanda creciente de embarcaciones de diferentes calados” (28).
Un griego es el propietario del copetín al paso Acrópolis. Relata el hijo –protagonista de Latas de cerveza en el Río de la Plata, novela de Jorge Stamadianos que fue distinguida con el Premio Emecé 1994/95-: “El Acrópolis está ubicado sobre el andén de una estación de la zona norte del Gran Buenos Aires que años atrás, en la década del 50, había conocido su época de esplendor. El lugar había crecido rápidamente en esos años dando origen a una calle principal donde se amontonaron todo tipo de comercios. (...) Mi viejo había hecho pintar el Partenón sobre los vidrios como un símbolo triunfal de su país, pero el paso del tiempo descascaró el dibujo, metamorfoseando esa imagen idílica –pintada de dorado- en la actual del monumento en ruinas” (29).
Entre los africanos –afirma Juan Carlos Coria-, “Las ocupaciones son muy variadas, pues van desde personal de a bordo, de distintas flotas comerciales o mercantes, hasta empleados en la administración pública, pasando por obreros, comerciantes al menudeo y muy pocos los que se han internado en las provincias, o se han dedicado a la agricultura ya como patrones o peones. (...) De las entrevistas realizadas, ha sido posible obtener un patrón general de las causas porque han emigrado, coincidiendo en líneas generales con la emigración masiva proveniente de Europa: búsqueda de un lugar donde trabajar dignamente para labrarse un porvenir y tener una familia, sin discriminaciones de piel, raza, lengua o dialecto, religión o/y herencia cultural. Esto se ha obtenido en la mayoría de los casos, pues no son excepción los integrantes de la segunda o tercera generación, nacidas en la Argentina, que son propietarios de pequeños negocios o han estudiado y estudian carreras universitarias. Coincidentemente, se encuentran descendientes de africanos o africanos llegados muy niños o jóvenes, desempeñándose en cargos de responsabilidad y jerarquía dentro de las fuerzas de seguridad, armadas o sanitarias. (...) El asentamiento geográfico de la población de origen africano y de su descendencia, se concentra mayoritariamente en el Gran Buenos Aires, siendo muy pocos los que viven en la ciudad de Buenos Aires o en provincias del interior” (30).

Los Rotstein, llegados de Ucrania, se establecieron en la provincia de La Pampa. Sus descendientes escriben: “En 1913 se voló el techo de la escuela primaria y ésta quedó inutilizada. Los Novick pudieron mandar a sus hijos a estudiar a otro lado pero David tuvo que abandonar. Para aportar a la familia, se conchabó para cuidar ovejas en una chacra cercana. Una anécdota de su primer día de trabajo: el dueño de la chacra lo dejó a la mañana con las ovejas, galleta y una botella de agua y dijo que lo venia a buscar al anochecer. David esperó hasta que decidió que no lo venían a buscar y decidió volver caminando a Villa Alba. En ese entonces no había caminos sino huellas. Enseguida se hizo noche cerrada, pero el sentido de orientación que siempre tuvo lo ayudo a llegar. Esto tomó largo tiempo y, mientras tanto su empleador llegó, en carro o sulky, a buscarlo. Al no encontrarlo, volvió al pueblo. Tampoco estaba en su casa (estaba en tránsito, caminando de vuelta) así que para cuando llegó había una gran alarma esperándolo” (31).
De un agricultor judío, “Aarón” y su esposa dice María Inés Krimer: “Nadie pudo explicar por qué terminaron ahí, perdidos en el medio de la pampa, cuando parientes y amigos se habían dirigido a las colonias de Santa Fe, Entre Rios y Chaco” (32).
En La Pampa –escribe Hugo Chumbita-, “entre los milicos abundaban estos turcos, que en realidad eran árabes o hijos de, famosos por los bravos” (33).

Fausto Burgos y Abelardo Arias evocan a los italianos agricultores que se establecieron en Mendoza. El primero refiere en El gringo (34), los abusos de los que eran víctimas los trabajadores –nativos y extranjeros-, mientras que Arias, en Alamos talados (35), describe –además del trabajo de los viñateros- la pérdida de una posesión familiar a manos de un turco.
Alfredo Bufano canta a los agricultores italianos: “¡Salud a ti, fuerte hijo de la loba romana,/ hijo del heroísmo y de la santidad,/ el que a su espada, dueña de milenaria gloria,/ trueca en armas benditas de trabajo y de paz!/¡Salud a ti, el de la estirpe de César/ y de Virgilio, el que pone el mismo afán/ al labrar tierra propia y al labrar tierra ajena,/ o al esparcir semillas que otros cosecharán!/ ¡Salud a ti que derramas el resplandor de Roma/ por los caminos del mundo con manos de eternidad!” (36).
Alcides J. Bianchi recuerda a los trabajadores inmigrantes: “Los dos heladeros de mi preferencia eran: uno, el italiano ‘Don Chichillo’, que se ubicaba en la esquina de la ferretería de los Marín; y el otro, el portugués ‘Lurdeos’, cuyo sobrenombre provenia de su forma de expresarse al ofrecer los helados, con la típica ruleta de la suerte, donde uno pagaba cinco centavos, y tenía el derecho a dos tiros de ella. -¡Chicos!, a probar suerte, van a sacar tantus heladus como lurdeos míos –y levantando su rústica mano derecha mostraba sus dedos en pantalla”. El almacenero de Rama Caída era árabe: “El personaje más importante del lugar, Don Julio el almacenero (único negocio del lugar), nos dio la bienvenida en su dificultoso idioma, como buen paisano árabe. –Aquí ‘baisano’ Julio da bienvenida, ‘baja... baja’, basen al almacén –invitó ceremonioso”. Bianchi recuerda asimismo al médico de San Rafael, que también era inmigrante, pero no especifica de qué origen: “Por razones de salud –el problema asmático de mi madre-, y por indicaciones del doctor Teodoro Schestakow, los fines de semana o bien en vacaciones de verano, debía ella viajar a un lugar montañoso y de altura, lejos de la ciudad, cuyo aire puro tenía las cualidades curativas para su afligente mal. –Señora, no dejar de ir a montañas, si quiere mejorar- le decía terminante el médico, en su entreverado idioma” (37).

En la memoria de la Colonia San José, afirma Alejo Peyret: “He visto en esta Colonia, montañeses que nunca se habían aproximado a un buey y les tenían un miedo espantoso, por más mansos que fueran. Habían arado con caballos, y había también algunos que nunca habían arado. Habían solamente carpido algunas varias cuadras de tierra en las faldas de los Alpes. Venían pues a América a hacer su aprendizaje de agricultura” (38).
“Generalmente todos decían que eran agricultores –manifestó el profesor Jorge Ochoa de Eguileor-, porque una de las condiciones para poder venir a la Argentina era que fuesen agricultores. Nunca habían visto la tierra, y los que la habían visto, la habían visto en su pequeña casa del caserío donde tenían su cerdo, y donde tenían su vaca y alguna gallina” (39). Así fue como se vieron obligados a aprender un oficio que les resultaba desconocido, para poder subsistir en la nueva tierra.
El esfuerzo de mucho tiempo se veía destruido por la plaga de langostas. Escribe Ferdinand Constantin, en 1898, en la misma colonia: “Hemos salido victoriosos en la destrucción de estos insecto devastadores. La primera nube de langostas ha venido sobre mi viña a la tarde. A la mañana siguiente éramos siete u ocho personas para recoger 295 kilos sobre los troncos de los durazneros y los postes de las viñas. Se ha comenzado con la destrucción de los huevos y enseguida se ha destruido a las recién nacidas. En la Colonia se ha tenido pérdida de cosecha hasta este momento. En los alrededores, donde no se ha podido luchar contra las langostas, el maíz ha sido arrasado. En estos cuarteles no se veía más que correr la policía para infligir amenazas a todos aquellos que no querían participar en la lucha contra los insectos. Se pagaba 50 centavos los 10 kilos de langostas recogidos...” (40).
Leopoldo Lugones canta al comerciante sirio: “Más allá viene el sirio buhonero,/ Balanceando a la espalda su bicoca,/ Al canto gutural de la sabida/ ‘Cosa linda barata’ que pregona” (41).
Es maestro el ruso que llega a Entre Ríos, en Músicos y relojeros, de Alicia Steimberg: “Lamentablemente, el abuelo José no era hombre de campo. Era maestro: se dedicaba a meditar y a enseñar a los niños la historia y la religión del pueblo hebreo”. El hijo argentino siente la misma vocación: “Miraba la libreta de casamiento de mis padres, donde figuraban mi nacimiento, el de mi hermano, y el fallecimiento de mi padre; fotografías suyas tomadas poco antes de su muerte; el aviso fúnebre y algunas notas necrológicas de los diarios. Decían que la docencia perdía a un educador; las letras a un poeta. Cosas parecidas dicen las inscripciones de su sepultura, en placas de bronce que tienen forma de libro abierto” (42).

El ingeniero Walter Rathhof llega a Misiones con un contrato: “ ‘¿Cómo vine a para acá? Hace tres meses ni sabía que existía este lugar. ¡Misiones!’ Apenas si había visto el nombre de Argentina en el mapa. En Alemania no conocía a nadie que hubiera andado por esta parte del mundo, pero bastó una propuesta para dejar la familia, el empleo seguro, la patria, los amigos, por la aventura. (...) Allá era un ingeniero más, sin mucha experiencia entre tantos otros, en cambio acá estaba todo por hacer. ¡Y justo puentes! Si hubiera sabido que alguna vez tendría que hacer puentes, tan lejos y sin poder consultar con nadie, hubiera prestado más atención a aquel viejo profesor que siempre hablaba de los de la India y de la China. Después de todo, los que tendría que hacer acá tendrían más en común con esos que con los prolijos puentes de hierro que diseñaba en la facultad. Además, había que hacer todo desde el principio, ni siquiera las mensuras estaban y los lugareños medían las distancias en tiempo: dos días de barco, un día de a caballo (43).
En esa misma provincia, los Spasiuk alternaban el trabajo manual con la música: “En Apóstoles, un humilde pueblito a 50 km de Misiones, Juan (el tío) y Marcos (el padre) se concedían una pausa en la carpintería, tomaban cada uno su violín y su guitarra y, sobre un tablón, afloraban polcas, valses, rancheras, chacareras y rumbas, como una necesidad de recrear la música que sus antepasados habían importado de Ucrania y de Europa del Este (44).

Los gauchos judíos es el libro que Alberto Gerchunoff escribe para el Centenario. En él, evoca la vida de estos hombres y mujeres que se vieron enfrentados a tareas que nunca habían realizado (45).
En su cuento “El cardenal”, Márgara Averbach escribe que su abuelo “había nacido en una ciudad de Europa y después se había visto obligado a convertirse en gaucho judío, una conjunción inimaginable para él, supongo” (46).
“El gran cambio en las costumbres de los judíos ortodoxos se produjo cuando la segunda generación en el país, o sea la de mi padre –señala Benedicto Kaplan-. Así como los de la primera generación todos llevaban largas barbas, salvo algunos elegantes que se las recortaban en punta, los de la segunda generación se afeitaron casi sin excepción, cambiaron sus hábitos alimentarios, adoptando los de los gauchos. La religión se siguió practicando en las grandes fiestas. Aparecieron los primeros gauchos verdaderos: bombachas anchas en lugar de pantalones, faja con tiradores y facón, asados, mate y carreras cuadreras. En la generación tercera, o sea la mía, este tipo humano pintoresco se multiplicó en todas las colonias” (47).
En “La casa endiablada”, de Eduardo Ladislao Holmberg, aparece un colono suizo, asesinado cuando intenta comprar gallinas de raza (48).
La finalización de los contratos ocasionaba que familias enteras se trasladaran en busca de otro campo para trabajar. En un viaje por Santa Fe, Gladys Onega y su padre ven a “los expulsados de la tierra”: “vimos un carrito del que tiraban una mujer y un hombre, cada uno de su vara; en ese carrito pequeño y angosto llevaban su casa. Allí habían cargado los muebles, los hierros de labranza, un baúl, atados de ropa y todavía cabía una cama donde unos chicos y la nona se amontonaban y se tapaban del sol con la colcha blanca de algodón ahora ennegrecido, que había formado parte del ajuar europeo y que tantas veces había visto en las casa de chacareros, atada por sus cuatro puntas al respaldo y a la piesera de hierro de la cama. Debajo de ese toldo trataban de salvarse del terrible castigo del sol y del bochorno de la tarde con el aire que debía soplar por los costados libres. Detrás del carrito venían unos muchachos que empujaban aliviando el esfuerzo de sus padres” (49).
En Santa Fe se instalan los Vairoleto. El padre, Vittorio, “encontró diversas ocupaciones temporarias y también fue arrendatario, con variada suerte. (...) tuvo que buscar conchabo en obras de construcción de las líneas ferroviarias y otras tareas estacionales. Para la trilla se tomaban horquilleros, carreros o ‘pistines’, fogoneros y aguateros; el trabajo era de sol a sol, y los maquinistas lo pagaban a su antojo. También se conseguían changas para embolsar y coser, o en el transporte y almacenamiento de las estaciones, pero había que deslomarse hombreando bultos de setenta kilos por el ‘burro’ y subir al trote cuando se cargaban los vagones” (50).
Los agricultores inmigrantes también fueron tema de poesías. En “Ese inmigrante”, Virginia Rossi canta: “Se llenaba de espigas/ los puños y los brazos/ y su paso medía/ la soledad del campo” (51).
“Vista a la distancia –escribe Hugo Mataloni-, la epopeya de la inmigración parece aureolada por la leyenda y el heroísmo. Cruzar el mar, arar la tierra, levantar el trigo rubio como el cabellos de los inmigrantes, todo suena a poesía y así es presentado el período fundacional por escritores y poetas, como por ejemplo José Pedroni, que cantó como pocos a la gesta civilizadora y sobre todo al nacimiento de Esperanza. Pero si en un principio los agricultores araban con el Rémington a la espalda, teniendo en el horizonte el fantasma del indio, es de imaginar la cantidad de dramas y de fracasos, de renunciamientos y de miedos que se sucedieron y que debieron ser superados para llegar a la victoria final” (52).
Viajando de Rosario a Córdoba, Julio A. Roca conoce a un inmigrante. Escribe Félix Luna: “me impresionó lo que me dijo un inglés, empleado del ferrocarril. Era el encargado de medir las tierras, una legua a cada lado de la vía, que por concesión se le había otorgado en propiedad a la empresa. En un castellano arrevesado, el gringo me contó que estaban expulsando a los pobladores que vivían en aquellos campos para venderlos en grandes fracciones una vez que la línea hubiera llegado a Córdoba. Sería un negocio enorme –me decía- y se llenaba la boca describiendo las miles de cabezas de ganado que podrían criarse allí y los millones de fanegas de trigo que se cosecharían” (53).

En Colonia Caroya -escribe Carmen María Ramos- “Alberto Nannini, enólogo y actual director de Bodega Nannini, recuerda que su bisabuelo, en los primeros tiempos, llevaba en carros tirados por caballos el vino que elaboraba hasta la ciudad de Córdoba, donde lo vendía en barriles de 200 litros. (...) La necesidad de maximizar esfuerzos llevó a los minifundistas a unirse en cooperativas, y así nació, en 1930, La Caroyense, con 34 socios fuindadores, todos friulanos o descendientes. (...) Claro que La Caroyense, con su típica fachada que imita la de la catedral de Udine, de donde provienen muchos de los fundadores de la Colonia, es la historia de la producción vitivinícola de Caroya, pero no toda la historia” (54).
En Villa General Belgrano, Còrdoba, vive Pierre Cottereau. El nos escribiò: “si bien soy extranjero, no soy un inmigrante. Lleguè a este paìs en calidad de turista para conocer a unos familiares emigrados en 1889, entre ellos mi abuelo materno que retornò a Francia en 1900 y que no he conocido. Me quedè por pura casualidad, el haber encontrado un trabajo provisorio que me lanzò hasta independizarme; llegaba con el bagaje de òptico tècnico industrial” (55).

En “El mundo, una vieja caja de música que tiene que cantar”, Héctor Tizón presenta un cura gallego: “El cura comienza a pasearse despaciosamente por el salón. Está pensativo, cabizbajo y dice por ahí (sólo el Capataz y el Turco pueden escucharlo, los otros no están en este momento) aludiendo quizás a su pobreza: -Me ha tocado una parroquia estéril como una mula. Y poblada de locos” (56).
En Jujuy se afincó el yugoslavo evocado por María Edith Lardapide Olmos en “Historia de vida”: “Don Milo tomó contacto con la empresa de Joseph Kennedy y allí tuvo una importante responsabilidad: hacían el trazado de las líneas férreas en el inmenso altiplano boliviano, donde, cuando cae el sol, pareciera poderse tocar con las manos. Sus empleados eran nativos aimaráes y quichuas” (57).

En la Patagonia, administra una estancia un alemán: "El 3 de febrero de 1923, después de una travesía de treinta días desde Hamburgo, Ella Hoffman llega con sus tres hijas a Buenos Aires, rumbo a la Patagonia, donde Hermann Brunswig, su marido y padre de las niñas, trabaja como administrador de una estancia y espera ansioso el reencuentro con su familia después de tres años y medio de separación” (58).
En Tierra del Fuego vivían los empleados de la penitenciaría (59), y los personajes de Fuegia, novela de Eduardo Belgrano Rawson: “Cuando les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del mundo, los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al sereno en invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los galeses. Pero nada aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos importaron pastores de Escocia, quienes trajeron hasta los perros” (60).
También a las Islas Malvinas llegaron pioneros escoceses: “En 1842 llegaron dieciocho pobladores, en 1849 treinta y en 1859 otros treinta y cinco, con sus respectivas familias. El último contingente llegó en 1867. Poco a poco colonizaron todas las islas. Estos escoceses trasladaron a las Malvinas sus costumbres, entre otras la de criar ovejas, no vacunos. Sus descendientes forman la gran mayoría de la población malvinense nativa, de la población estable actual, porque las Malvinas tienen también una población inestable, de origen no escocés sino inglés: son los funcionarios y los militares” (61).
Notas
1 Zárate, Francisco de: “A la pesca”, en Clarín Viva, 23 de mayo de 2004. Fotos: Andrés Hax.
2 S/F: “El baratillo”, en La Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de 2000.
3 Kremer, Isaías Leo: “Proveeduría ‘El Progreso’ “, en Mundo Israelita. Buenos Aires, 8 de agosto de 2003.
4 Gutiérrez, Eduardo: Juan Moreira. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
5 Zappietro, Eugenio Juan:; De aquí hasta el alba. Barcelona, Planeta, 1971.
6 ibídem
7 Guerra, Ana María: Los jardines del Carmelo. Buenos Aires, Corregidor, 2003.
8 Daireaux, Godofredo: “Matufia”, en Fray Mocho, Félix Lima y otros. Los costumbristas del 900. Sel. y pról. de Eduardo Romano, notas de Marta Bustos. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
9 Chamico (Conrado Nalé Roxlo): El muerto profesional. Buenos Aires, CEAL, 1980.
10 Kordon, Bernardo: “Hotel Comercio”, en R. Arlt, J. L. Borges y otros: El cuento argentino 1930-1959*** antología. Selección y prólogo de Eduardo Romano, notas de Marta Bustos. Buenos Aires, CEAL, 1981. (Capítulo).
11 Carpena, Elías: Los trotadores. Buenos Aires, Huemul, 1973.
12 Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.
13 Gómez Bas, Joaquín: Barrio Gris. Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1963.
14 Sábato, Ernesto: “La memoria de la tierra”, en La Nación, Buenos Aires, 5 de diciembre de 1999.
15 Milano, Fulvio: “La Condra”, en El Tiempo, Azul, 12 de noviembre de 2000.
16 Alvarez, Sixto (Fray Mocho): op. cit.
17 Güiraldes, Ricardo: “Al rescoldo”, en Capítulo. CEAL, 1980.
18 Corsetti, José L.: “Lejos del corralito, cerca de la naturaleza”, en La Nación, 27 de enero de 2002.
19 Nario, Hugo: “Cortando piedra”, en Todo es historia, N°178, Marzo de 1982.
20 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
21 Massa de Larregle, María Elena: “José Balbino, el portugués”, en Revista N° 4, 2000, Dirección y coordinación: Aurora Alonso de Rocha. Archivo Histórico “Alberto y Fernando Valverde”, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de Gobierno.
22 Boulgourdjian-Toufeksian, Nélida: Los armenios en Buenos Aires..
23 Gómez Bas, Joaquín: op. cit.
24 Iglesias, Jorge: “Flandria, la ciudad-fábrica cuyo espíritu vive en una banda”, en La Nación, Buenos Aires, 28 de enero de 2001.
25 Alonso de Rocha, Aurora: “Los gallegos en Olavarría”, en El Tiempo, Azul, 30 de octubre de 1994.
26 Cassini José L.: “El mar en los ojos”, en Rotary Club de Ramos Mejía Comité de Cultura. Buenos Aires, 1994.
27 Ayala, Nora: op. cit
28 Trifaro, Mabel: “La inmigración”, en www.bpstigre.com.ar/revista/inmigrantes.htm.
29 Stamadianos, Jorge: Latas de cerveza en el Río de la Plata. Buenos Aires, Emecé, 1995.
30 Coria, Juan Carlos: Pasado y presente de los Negros en Buenos Aires. Buenos Aires, octubre de 1997, Educar – Argentina.
31 Rotstein, Enrique y Fabio: “Fanny Dubroff y David Rotstein, en www.math/bu.edu/people/ horacio/anc-cast.htm
32 Krimer, María Inés, “Aarón”, en El Tiempo, Azul, 9 de febrero de 1997.
33 Chumbita, Hugo: op. cit.
34 Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Ediciones Tor, 1935.
35 Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.
36 Bufano, Alfredo: “En el día de la recolección de los frutos”, en Para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino. Buenos Aires, Clarín..
37 Bianchi, Alcides J.: Aquellos tiempos... Buenos Aires, Marymar, 1989.
38 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.
39 Markic, Mario: “En el camino”, TN, 12 de septiembre de 2002.
40 Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.
41 Lugones; Leopoldo: “Oda a los ganados y las mieses”, en Antología poética. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1965.
42 Steimberg, Alicia: Músicos y relojeros. Buenos Aires, CEAL, 1983 (Capítulo, Vol. 191)
43 Ayala, Nora: op. cit.
44 Gaffoglio, Loreley: “Trato de ser lo mejor de lo que soy”, en La Nación, Buenos Aires, 17 de diciembre de 2000.
45 Gerchunoff, Alberto: Los gauchos judíos. Buenos Aires, CEAL, 1980.
46 Averbach, Márgara: “El cardenal”, en Aquí donde estoy parada. Córdoba, Alción, 2002.
47 “Shalom Argentina. Historia de la inmigración judía. Primera parte: manos para labrar la tierra”, en www.lavaca.org.
48 Holmberg, Eduardo L.: “La casa endiablada”, en Holmberg, Eduardo L.: Cuentos fantásticos. Buenos Aires, Hachette.
49 Onega, Gladys: Cuando el tiempo era otro. Buenos Aires, Grijalbo Mondandori, 1999.
50 Chumbita, Hugo: op. cit.
51 Rossi, Virginia: “Ese inmigrante”, en Capítulos, Editorial Nueva Generación.
52 Mataloni, Hugo: La inmigración entre 1886-1890. Santa Fe, Colmegna, 1992.
53 Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires, Sudamericana, 1991, p. 76.
54 Ramos, Carmen María: “Colonia Caroya Con espíritu inmigrante”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 12 de junio de 2005. Fotos: Bibiana Fulchieri.
55 Cottereau, Pierre: Carta fechada en 1997.
56 Tizón, Héctor: ““El mundo, una vieja caja de música que tiene que cantar”, en J. J. Hernández, H. Tizón, Isidoro Blaisten y otros: El cuento argentino 1959-1970** antología. Selección, prólogo y notas del Seminario Crítica Literaria Raúl Scalabrini Ortiz. Buenos Aires, CEAL, 1981. (Capítulo).
57 Lardapide Olmos, María Edith: “Historia de vida”, en El Tiempo, Azul, 8 de junio de 1997.
58 S/F: Brunswig de Bamberg, María: Allá en la Patagonia.. Buenos Aires, Vergara, 1995. Gacetilla de prensa.
59 Messi, Virginia: op. cit.
60 Belgrano Rawson, Eduardo: Fuegia. Buenos Aires, Sudamericana, 1991.
61 Gallez, Pablo: “Malvineros, ingleses, escoceses y argentinos”, en La Nueva Provincia, Bahía Blanca, 18 de febrero de 1999.

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En su mayoría sin estudios, los inmigrantes se las ingeniaron para que sus hijos pudieran estudiar. Haciendo lo que sabían o aprendiendo nuevas labores, encontraron una vida digna, en la que el esfuerzo tuvo frutos. El país les ayudó, pero ellos no cejaron.

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