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Indice 

1. En Buenos Aires
2. En La Pampa
3. En Santa Fe
4. En Entre Ríos
5. En Misiones
6. En el Chaco
7. En la Patagonia
8. En Tierra del Fuego


“La colonización no siempre fue orgánica, pues en muchos casos los colonos, por falta de organización, sufrieron verdaderas penurias, cuando no se habían tomado las medidas necesarias para recibirlos” (1).

En este trabajo me refiero a algunos de los pioneros que llegaron a la Argentina en la segunda mitad del siglo XIX y se trasladaron hacia las provincias, donde a veces no encontraron cuanto les habían prometido, y donde sufrieron el asedio indígena.
Tomo como fuente textos de investigadores, novelistas y poetas que escribieron sobre este tema.

Notas
(1) S/F: “Las corrientes inmigratorias en Argentina”, La aventura de los pioneros.htm, Argentinaexplora.com, 2001.

En Buenos Aires

En 1844, llegó a la Argentina el danés Juan Fugl, pionero que se estableció en Tandil cuando los indios habitaban la región. El “relató que después del sitio indígena de Tandil en el mes de noviembre de 1855, ‘Al fin de cuentas, los soldados que llegaron no habían resultado mucho mejor que los salvajes, pues en las casas abandonadas que encontraron, robaron todo lo que pudieron y les fuera útil’. Resultaba notorio que la Guardia Nacional por lo general llegaba después de que los indios habían hecho los peores destrozos”.
Señala John Lynch que “Los pioneros, en muchos casos, fueron los colonos inmigrantes y desde el comienzo de la década de 1880 la cría de ovejas también llegaría a Tandil. (...) Los inmigrantes también podían convertirse en víctimas de la especulación con la tierra; cuando los especuladores compraban tierras a bajo costo y las vendían a los recién llegados a precios más altos o cuando se subdividían o arrendaban las grandes propiedades” (2)
“Baradero se convirtió en asiento de una de las primeras colonias, fundada por familias suizas, el 4 de febrero de 1856” (3).
El 24 de diciembre de 1877 llegó a Buenos Aires un grupo de alemanes del Volga, integrado por ocho familias y tres hombres jóvenes. “De inmediato se lo envió por tren hasta Azul, punta de rieles en el centro de la provincia. Aparentemente, ésta era la región que habían preferido, de entre las que les fueron ofrecidas; aunque no es descartable que hayan sido influidos en su elección por indicaciones de los funcionarios de gobierno. Una vez allí recorrieron, en carros tirados por bueyes, 35 km hasta el arroyo Hinojo a donde llegaron el 5 de enero de 1878. Fundaron de esta forma lo que la colectividad considera su ‘colonia madre’, Hinojo, en las afueras de Olavarría. (...) Cuando los colonos llegaron a Hinojo ya contaban con casillas provisorias instaladas y, cumpliendo con lo prometido, el gobierno les cedió animales y un arado como así también medios para su manutención por un año” (4).
En De aquí hasta el alba, novela de Zappietro cuya acción transcurre en 1879, varios inmigrantes comparten con los criollos y los indios un destino aciago. Hubert Leroy, el cirujano belga, ha debido huir de Francia, pues durante una operaciòn matò intencionalmente a un ministro asesino. De Buenos Aires, donde se habìa establecido, debe huir tambièn, ya que se ha conocido su pasado y eso sirve para la extorsiòn. La opciòn era partir o morir, y èl escoge marchar hacia el sur.
El flamenco Roger Bary, era “mercader en aquella esquina del infierno” y entra en tratativas con los indìgenas, aùn a costa de la vida de sus hijas, sòlo para salvar el pellejo: “Bary habìa negociado con los indios, en especial con Kachipuè, cuya devociòn por su hija Paula era conocida en todo el sudoeste; ese amor animal del bàrbaro por la muchacha habìa dejado muy buenos beneficios en las arcas del comerciante; ahora, el negocio tocaba a su fin y debìa disponerse a levantar su tienda. Habìa exprimido a soldados y paganos, vendièndoles por igual armas y municiones. Ginebra y vicios. Y todos los elementos que necesitaba una tribu en constante movimiento, amenazada por la ùltima campaña nacional contra las tolderìas”.
“Cuando llegó al sur de la enorme extensión que alguna vez sería la provincia de Buenos Aires, eran pocos los pioneros que se aventuraban más allá de la precaria línea de fortines. Llevó allí a sus hijas no para quitarlas del paso del pecado, sino porque temía quedarse solo y le enamoraban las comodidades que da el dinero. Bary era un pirata de sí mismo, que moriría el día en que sus hijas siguiesen a su hombre. Así era de débil quien había cruzado las dos Américas buscando un rincón bajo el sol, una isla para bien morir”.
Bonhomìa y vileza aparecen confrontadas –al igual que en Leroy y Bary- en otra dupla de inmigrantes. Son ellos un irlandès, que llegò al desierto en 1866, y el socio granadino que lo traicionò. La posta en la que vivìan los Bary habìa sido construida por O’Flaherty, quien “juraba que Argentina era el paìs del futuro. No se equivocò por mucho en cuanto a la tierra; se equivocò de hombres, pero una lanza araucana habìa terminado con èl para evitarle la amargura de comprobarlo”.
El granadino le robò el negocio, y quiso robarle tambièn a su compañera, a la que matò por no aceptar la relaciòn. Luego, cambiò al irlandès por un caballo. O’Flaherty resistiò el asedio de sus “compradores” durante diez dìas, “hasta que se quedò sin municiones. Entonces, fabricò una lanza con un cuchillo toledano, recuerdo de su ex socio, atàndolo fuertemente al cañòn del Sharp”. Asì, matò a los araucanos que quedaban y, cuando se enfrenta al caudillo, despuès de haber perdido un brazo, es el granadino quien lo entrega, pues “El araucano no bajò su brazo armado de cuchillo; estaba considerando que aquel pelirrojo hombre blanco era un dios; ni en toda la historia de su naciòn alguien habìa despachado a seis bravos con aquella terrible celeridad”.
El cacique termina con el traidor: “la gratitud era un sentimiento menor en el indio; la admiraciòn podìa màs. Metiò su lanza entre las costillas del español y los enterrò a ambos junto a la muchacha de Glasgow. Desde entonces –era leyenda ya- vagaba sin poder pegar ojo en torno a la posta, como si quisiera resucitar al hombre que habìa liquidado a su brigada”.
El desierto alberga tambièn los restos de un estadounidense: “Un hombre delgado y macilento que era ingeniero del ejèrcito, habìa llegado para estudiar la posibilidad de trasladar el asiento de las tropas un poco màs hacia el mar. Se habìa llamado Jewison y era un americano de Tejas, muy golpeado por la enfermedad que habìa contraido al atravesar la Florida. Jewison tenìa treinta y cinco años y un Colt Forntier a la cintura; vestìa levitòn Prìncipe Alberto y fumaba cigarrillos muy suaves, ambarinos, de Virginia”.
Una noche, “quedò con los ojos abiertos, mirando el techo de paja trenzada, inmòvil como una piedra. Habìa muerto sonriendo, cara a un cielo extraño, tal vez muy semejante al de las interminables noches de su Tejas natal”.
En esta evocaciòn de los pioneros inmigrantes, debemos mencionar al portuguès que se ofrece como voluntario para defender el fuerte 36 del Ejèrcito Nacional Argentino. Lucharìan doscientos bomberos de lanza contra veintidòs idiotas”, en una contienda que tendrìa como hèroes al capitàn Càrdenas, a Paula Bary y a un indio converso. Era Martins, el portuguès, “a quien las bajamares habìan hecho recalar allì, como ùltimo puerto”, un hombre “delgado, macilento, comido por la malaria”, que tenìa un poderoso motivo para luchar: “-Me mataron una china en Italò –dijo-. Me dije que iba a arrancarle las tripas a cien puercos de èsos. Todavìa no cumplì”. Seguramente, le llegò el fin antes de poder concretar su propòsito (5).
La acción de Los dones del tiempo, de Rubén Benítez, se desarrolla en Bahìa Blanca, en Pelicurà. El novelista bahiense aporta datos sobre la vida de portugueses, asturianos, escoceses e ingleses en la provincia de Buenos Aires, a partir de fines del siglo pasado y hasta nuestros dìas. La zona de la frontera aparece en la novela como el escenario de una gesta heroica que tuvo por objeto expulsar al indìgena, cuya crueldad se destaca. Los malones y sus terribles consecuencias son evocados por Benìtez quien, relatando la historia de la Iglesia del Carmen, pinta un cuadro patètico de esas tenebrosas èpocas. El relato dentro del relato aparece relacionado con la religiòn y la caridad (6).
“En mayo de 1889, el vapor Leerdam trajo a los primeros inmigrantes holandeses a la Argentina. En este barco llegó, a los 10 años, Diego Zijlstra, quien en su libro, Cual ovejas sin pastor, recuerda su llegada: ‘Desde el vapor hasta la costa tuvimos que navegar en lancha y carro unos diez kilómetros soplando un viento de invierno que nos penetraba hasta la médula de los huesos. Ya estábamos en la tercera semana de junio... Verano en el hemisferio Norte. Pero invierno aquí... Engarrotados de frío y medio hambrientos pisamos por fin tierra argentina. Desde Buenos Aires, y previo paso por el Hotel de Inmigrantes, un grupo llegó en tren hasta Tres Arroyos, mientras que otros se instalaron en Cascallares, en la llamada Colonia del Castillo” (7).
En 1889 arribó el SS City of Dresden, con alrededor de dos mil pasajeros irlandeses. “The episode was a total fiasco. When the ship docked, the Hotel de Inmigrantes was full and the parched, starving passengers were forced to sleep in the open”. Se dirigieron a Napostá, cerca de Bahía Blanca, desde donde, en 1891, quinientos veinte colonos regresaron a Buenos Aires, “broken in spirit, uterly destituted”. Los adultos quedaron librados a su suerte. Las niñas fueron enviadas al orfanato irlandés y los varones a la primera Fahy School (8).
Marcos Alpersohn fue pionero en la colonia Mauricio, en la provincia de Buenos Aires, y primer cronista de un asentamiento judío en la Argentina. “Dejó escrito su interesante testimonio sobre la llegada al país, en 1891”, en el que manifiesta: “el vapor alemán Tioko me trajo a Buenos Aires de Hamburgo, junto con otros trescientos inmigrantes, después de una travesía de treinta y dos días. Aún antes de que el barco entrara en el puerto, al divisar desde lejos la ciudad envuelta por palmeras, nos sentimos dominados por la alegría. Las madres levantaban en alto a sus pequeñuelos, diciéndoles jubilosamente: -Miren, chicos; ahí está el paraíso, la tierra bella y verde que el bondadoso Barón de Hirsch ha comprado para vosotros” (9). Días después advertirían que la realidad poco tenía que ver con sus expectativas.

Notas
(2) Lynch, John: Masacre en las pampas. La matanza de inmigrantes en Tandil, 1872. Buenos Aires, Emecé, 2001.
(3) S/F: “Las corrientes inmigratorias en Argentina”, La aventura de los pioneros.htm, Argentinaexplora.com, 2001.
(4) Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Tesis, 1986.
(5) Zappietro, Eugenio Juan: De aquí hasta el alba. Buenos Aires, Hyspamérica, 1987.
(6) Benítez, Rubén: Los dones del tiempo. Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1998.
(7) S/F: “Historia de pioneros”, en Clarín, Buenos Aires, 2 de febrero de 2002.
(8) Geraghty, Michael John: “Land, lambs, churches... and schools”, en Buenos Aires Herald, 15 de septiembre de 1998.
(9) Alpersohn, Marcos: Memorias de un colono argentino, en Judaica N° 50. Tomdo de Senkman, Leonardo: La colonización judía. Buenos Aires, CEAL, 1984.

En La Pampa

En 1910, los alemanes del Volga fundaron Santa María. “Pese a su nacimiento tardío, esta colonia conservó con decisión muchas de sus antiguas tradiciones. El diseño de su planta, por ejemplo, fue el rigurosamente establecido desde siempre: una sola calle dividida en medio por otra, con las casas dando su frente a la calle principal. Cada casa, a su vez, poseía fondos de 500 metros en los que se encontraban jardines, huertas y establos”.
Alejandro Guinder, descendiente de un pionero pampeano, escribe: “Nuestros chacareros fueron vilmente explotados, (...). Se les daba una lonja, (...) 100 o 200 hectáreas cubiertas de caldenes y sucias de piquillines y chañares; el colono contratista debía limpiarlas y podía luego trabajar para dos cosechas. Cuando estaban limpias les daban otra parcela (...) sucia para limpiar, y así. Cuando todas (las hectáreas de la estancia, de enorme extensión) estuvieron limpias, el señor Larrague hizo tirar a la calle de un día para otro, allá por los años 1930, a todos los 30 colonos, sin ninguna indemnización, habiéndose quedado con las cosechas en muchos casos sin pagar siquiera lo convenido en procentaje. Así fueron tratados muchos de los agricultores vendios del Volga; con familias de 12 o más hijos debieron cargar sus herramientas y muebles y demás en sus carros y carritos, sus arados y sembrados e irse a una calle vecinal a hacer una Hütte (choza) techada con paja puna, para su familia con sus hijos menores de edad” (1).

Notas
(1) Weyne, Olga: El último puerto. Del Rhin al Volga y del Volga al Plata. Buenos Aires, Tesis, 1986.

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En Santa Fe

“La primera colonia realmente estable e importante es la Colonia Esperanza, fundada por el infatigable Aarón Castellanos, en Santa Fe, en 1866. Estos progresistas colonos eran en su mayor parte de origen suizo, aunque los había franceses y alemanes” (1).
En uno de los poemas reunidos en Monsieur Jaquin, José Pedroni evoca, a partir del relato de una colonizadora, la muerte de Ana Esser en el litoral, al desembarcar: “Por bajar mirando al cielo/ cayóse de la planchada/ con todo el pelo rubio,/ con toda su carne blanca./ El Paraná, boca arriba,/tres días que la miraba,/ los ojos llenos de peces,/ ofreciéndole naranjas”.
A los catorce días de arribar a esa colonia, muere uno de los pioneros, un alemán. Su mujer no tiene dónde enterrarlo. Escribe Pedroni: “No hay una caja para Peter Zimmermann/ muerto en la madrugada./ -‘Los ataúdes de Hintertiefenbach/ eran de pino y haya’-./ Anna Elisabeth Leiser/ está vaciando el arca./ Sin hablar, sus tres hijos/ míranla arrodillada./ Por el suelo la ropa, los retratos,/ la Biblia deshojada” (2).
“En 1881, bajo la inspiración de Carlos Calvo, el Presidente Roca –gran benefactor de los judíos- dictó un decreto específico, designando un agente de inmigración para que alentara la venida a nuestro suelo de los israelitas radicados en el territorio del imperio ruso. Enterados de esta buena predisposición argentina, los primeros colonos llegaron en 1888, por decisión espontánea; y nuevos grupos se les sumaron en os años siguientes. El 14 de agosto de 1889, 824 inmigrantes judíos de Rusia fundaron Moisésville, en Santa Fe, primera colonia agrícola judía. Llegaban de Ucrania, asesorados en París” (3).
“De aquellos años pioneros se conservan templos de principios de siglo y las sedes de la Biblioteca Popular Barón Hirsch, fundada en 1913, y de la Sociedad Kadima (1909). El patrimonio cultural y arquitectónico que guarda la ciudad la convirtió en poblado histórico. Además, la sinagoga Brener, fundada en 1905 y aún en pie con todo su mobiliario original, fue declarada monumento histórico nacional” (4).
Entre los personajes de La logia del umbral, novela de Ricardo Feierstein, están estos pioneros que llegaron a la Argentina en el vapor Weser, con destino a Moisésville. Ellos se alojaron en el Hotel de Inmigrantes, al que describían como un edificio “enorme, vetusto, dividido en muchas habitaciones. Con largas mesas y bancos laterales”. Se referían a los huéspedes como “cientos y cientos de bocas hambrientas. (...) sin idioma, cansados, confundidos”.
No acompañó la suerte a los pioneros. Cuando fueron al campo, pasaron “Días y días sin masticar. Los niños enfermaban...”. Se refiere el escritor a la colonia santafesina a la que se trasladaron desde el Hotel. Allí comprobaron que no tenían alimento ni dónde guarecerse: “Nada hay donde todo debiera estar: ni carpas, ni elementos de labranza, ni semillas. Ni siquiera un hombre del lugar, en representación del propietario, para entregar esas tierras tan laboriosamente adquiridas a través del cónsul comercial argentino en París, que actuaba en nombre del terrateniente” (5).

Notas
(1) S/F: “Las corrientes inmigratorias en Argentina”, La aventura de los pioneros.htm, Argentinaexplora.com, 2001.
Foto: Museo de la Colonización Argentina
Esperanza, Santa Fe
Foto: http://zingerling.com.ar/obras/otrosautores/
pritesis.htm.
(2) Pedroni, José: Hacecillo de Elena. Santa Fe, Colmegna, 1987.
(3) S/F: Para todos los hombres del mundo que quieran habitar suelo argentino. Buenos Aires, Clarín.
(4) Fernández, Roxana: “Protegen lugares históricos vinculados a los inmigrantes”, en Clarín, Buenos Aires, 19 de abril de 1999.
(5) Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.

En Entre Ríos

“En el año 1857 llegó el primer contingente de inmigrantes que se ubicó donde hoy es la Colonia San José en la provincia de Entre Ríos. Eran terrenos del General Justo José de Urquiza, quien no tuvo problemas en destinarlos a la colonización”. Estos pioneros valesanos, saboyanos y piamonteses, originariamente destinados a Corrientes, sufrieron desventuras: “Fueron ubicados en el Ibicuy, al Sur de la provincia, pero al ver que eran terrenos inundables e impropios para la agricultura, remontaron el Uruguay en barcazas y fueron radicados en mejor lugar, o sea, el actual, con el beneplácito de Urquiza. Mientras Sourigues trazaba las concesiones, el grupo recién llegado improvisó viviendas debajo de los árboles mientras que las mujeres se alojaron en el galpón que Spiro tenía en la costa. Esto ocurría en julio de 1857, bajo el rigor del invierno” (1).
Johann Bodemann y su familia emigran desde Valais, rumbo a Entre Ríos, en 1857. El relata que en el Maasland: “Si no fuera por el capitán, no hubiéramos tenido nada para comer. Un buen hombre ese capitán, igual que los marineros. Los alimentos que habíamos comprado, no llegaron, de tal forma que tuvimos que conformarnos para el desayuno, de tomar café de malta sin azúcar. En cuanto al almuerzo, nunca fue bueno: carne salada o jamón también muy salado, con arroz, habichuelas, papas o arvejas. Para la cena teníamos que conformarnos con un plato de sopa con arroz. Para el día entero no teníamos más que una galleta, que no era otra cosa que un pedazo de pan negro. Este era el modelo de comida que tuvimos a bordo, desde el principio hasta el fin. En breve, no hemos comido como comíamos en casa. No había vino. Si queríamos tomarlo, hubiéramos tenido que pagarlo tres veces su precio. La botella de vino costaba cuatro francos, y la manteca dos francos la libra. Pueden entender que nos abstuvimos de comprar con semejantes precios”.
“Nuestro barco era nuevo, flamante, andaba rápido pero era muy pequeño, de manera que vivíamos muy incómodos. Dormíamos hasta seis en la misma cama. Claro que las camas eran más grandes que las de casa y eran empaquetadas en los baúles. Cuando el tiempo era lindo, nos quedábamos sobre el puente, pero cuando el tiempo era feo, nuestra vida a bordo se volvía miserable: el olor, el calor, los gritos de los chicos. ¡Qué música! Muchos lloraban, otros cantaban, otros reían, o se disputaban”.
“Había muchos enfermos. Todo cambiaba cuando mejoraba el tiempo: se bailaba, se cantaba, se jugaba. El tiempo pasaba pronto. Con nosotros viajaban jóvenes alegres, quienes cantaban muy bien, más que todo al anochecer, cuando la luna hermosa alumbraba el mar tranquilo, y la brisa agradable soplaba del océano. Hemos visto una gran variedad de animales marinos. A veces bailábamos farándulas dando vueltas por todo el barco. Hemos pasado así muchas noches sobre el puente, hasta las doce o la una de la mañana, tan era eso hermoso”.
En plena travesía, una mujer dio a luz. Relata Bodemann: “Les tengo que indicar que durante el mareo, la mujer de Heimen, de Niederwal, tuvo familia, una hermosa niña. No pudimos ayudarla porque todos estábamos enfermos, nadie podía tenerse parado, y menos, caminar. Fueron los marineros quienes tuvieron que hacer de partera. El doctor mismo estaba enfermo. Menos mal que todo pasó pronto. En todo caso, a ese doctor le importaba un comino los pasajeros. Sin nuestro buen capitán el servicio hubiera sido muy miserable”.
Al pasar la línea del Ecuador –agrega-, los pasajeros debían someterse a una costumbre marinera: “El trece de junio habíamos pasado el ecuador, y estábamos del otro lado del hemisferio. Los marineros hicieron un gran fuego para festejarlo. Al día siguiente nos hicieron saber que todos debíamos someternos al bautismo de la línea, como era la costumbre sobre todos los barcos que cruzaban la línea del ecuador. Las personas adultas tenían que sentarse sobre una silla, mientras los marineros llegaban disfrazados: uno como cura con un gran libro en las manos, otro como peluquero con una navaja de madera, seguido por tres o cuatro hombres con grandes baldes de agua, y un último con una sábana mojada que arrollaba de esta manera: el peluquero pintaba de negro el cuerpo del bautizado y lo rascaba con un cuchillo de madera. De pronto surgían detrás de él, los hombres con baldes de agua que vaciaban sobre la cabeza del bautizado. Después el cura inscribía el nombre y el apellido en el gran libro. Una vez esto cumplido, el capitán llegaba y le hacía beber aguardiente. Fue así con cada uno de los hombres, fueran presidentes de la comuna o simples ciudadanos. Después le tocó el turno a los marineros, y para terminar, al capitán. Muchos rehusaron este juego, pero fueron más maltratados que los voluntarios. En cuanto a las personas del sexo femenino se les pedía solamente descalzarse y mojarse los pies en un balde de agua fría. A los chicos no se les hizo nada. Después los marineros nos pidieron la propina, se vistieron con trajes de fiesta y se divirtieron”.
Bodemann relata: “Hemos pasado la primera noche al aire libre, a pesar del invierno, que es fácil de soportar. Al segundo día cada familia recibió una pequeña choza de madera y bambú para protegerse de la lluvia. Todos los días se mata ganado. La carne es buena. Cada familia recibió también dos libras de harina y un poco de sal, proveniente de la ciudad. Nos quedamos diez días al borde del río y esperamos durante seis semanas la distribución de tierras y nuestra instalación. (...) Hace seis semanas que hemos entrado en la colonia. Al principio tuvimos que construir una choza de urgente necesidad para abrigarnos. La he hecho con agua y tierra de arcilla. Levanté las cuatro paredes y un techo de bambú, nuevo y sólido. Muchos han construido sus chozas únicamente con bambú. Después hice el establo para el ganado y el jardín, revuelto a mano, donde sembré la cebada. Me hice un jardín de una hectárea aproximadamente. (...) Ahora que hemos sembrado todo, empezamos a juntar la madera y el bambú para la construcción de una casita más grande y más linda que la primera, y a la cual dedicaríamos más tiempo y trabajo” (2).
Antoine Bonvin, inmigrante valesano llegado en el contingente anterior, escribe: “Nuestro embarque ha tenido lugar el 22 de marzo. Desde entonces hemos sido conducidos por un tal Martín Chafter, hombre de un carácter duro y cruel, quien nos ha tratado malévalamente durante todo el tiempo de nuestro viaje; podemos decir que sin la Bondad Divina, habríamos perecido de miseria. Cuando no permitía que se le escapara una gota de agua para aliviar a un enfermo, lo consolaba diciendo que en el mundo había bastantes de ellos; éste era el auxilio que se tenía de él. Fuera de ésto, hemos hecho una feliz travesía, no hemos sufrido grandes peligros sobre el mar. Yo he tenido todo el tiempo buena salud. Hemos viajado 74 días sobre el mar...”.
En Buenos Aires, Bonvin escribe: “Desde acá, nos han embarcado sobre un vapor para transportarnos al Ibicuy, sin que nadie haya podido posar sus pies en tierra. Llegamos al tercer día; se nos desembarcó en una vasta llanura que no tenía más que un poco de buen terreno; no se veían ahí más que grandes pantanos o bosques, pero de madera toda espinosa. El agua era mala y llena de toda clase de insectos; un país muy malsano donde jamás nadie podía prosperar. Se tenía el peligro de verse devorado por las bestias feroces, tal como el tigre, los cocodrilos y otros. Puedo decir que en este momento estábamos todos desesperados de vernos engañados de esta manera. Reclamábamos inútilmente la promesa que nos había sido hecha antes de nuestra partida: pero todo eso ya era inútil, ya no se podía escapar, uno se creía exiliado en esta isla”.
Embarcan por tercera vez. Después de viajar trece días, “Se nos desembarcó en un bosque donde hemos quedado más de cuarenta días esperando que se organicen para instalarnos en la colonia: a una legua del bosque, en uno de los más hermosos lugares que se pueda ver, en medio de vastas praderas de un admirable verdor con pastos en abundancia, el suelo fértil y país muy sano...” (3).
Los primeros días de los inmigrantes en esa provincia son evocados por el francés Alejo Peyret, en 1878: “Hace veinte años, os encontrábais acampados en la selva que cubría la margen del Uruguay, en el lugar donde hoy se levanta la villa Colón. Hacía frío; un sol de invierno calentaba a duras penas vuestros miembros ateridos, el pampero silbaba en la arboleda y de noche la helada hacía tiritar hasta las piedras. Nada se había preparado para recibiros. Os fue necesario tomar vuestras hachas para talar el monte y cortar paja a fin de prepararos albergue, construir algo parecido a una tienda de campaña apoyada al tronco de los algarrobos y ñandubays en un recoveco del terreno. Un hacha y una azada bastan al hombre para domar la naturaleza y conquistar al mundo. Y bien. A pesar de aquellos sinsabores, recuerdo que vosotros estabais contentos y pletóricos de esperanzas. La alegría reinaba soberana en vuestros vivaques y las canciones resonaban en la espesura del bosque. Esperábais pacientemente que el agrimensor trazara las ‘concesiones’. Cuando llegó el momento de instalaros en los terrenos que se os destinaban, se cargaron en carretas de las estancias vuestros equipajes, se os dejó en medio del campo, se os dijo: ¡Ya no tengáis cuidado!” (4).
El español Francisco Izquierdo escribe en 1882: “Los primeros días que pisamos la playa de Colón formado en ese entonces por un verdadero bosque salvaje, sin más habitantes que los nativos de semejantes sitios, sin entrar en los detalles de las especies porque creemos que el lector se dará cuenta de la clase de habitantes, y puede imaginarse cuál sería la primera impresión después de un viaje terrible en el mar, y los trasbordos cuando se navegaba puramente en buques de vela, teniendo para calmar nuestra primera mala impresión que recurrir al librito o contrato lleno de ofertas por el General Urquiza, en vista de los cuales nos resignábamos en parte pues el tiempo pasaba y nos encontrábamos como tribus salvajes, apiñados bajo los árboles, con nuestros hijos, sin más techo que el de la naturaleza, y ni una visión de simples ranchos en una estancia de algunas leguas a nuestro alrededor, teniendo de voz solo cuando la visita de uno que otro poblador de los alejados contornos (...) Así pasamos los primeros meses hasta que nos empezaron a indicar los terrenos limpios donde debíamos edificar nuestras chozas pues los materiales de construcción nos eran completamente desconocidos . (...) teníamos que luchar contra elementos formados por la naturaleza, que son más formidables que los fraguados por el hombre” (5).
“En 1857, al llegar a nuestro país el primer grupo de ‘Alemanes del Volga’, fue suscripto, entre ellos y el Comisario General de Inmigración –Juan Dillon- un convenio de radicación sumamente alentador, que fue un gran aliciente para la instalación, en la Argentina, de un gran número de familias de aquellos agricultores alemanes que, en el siglo XVIII, habían emigrado a Rusia, asentándose en la cuenca del Volga. El convenio les otorgaba tierras fiscales (6 millas de campo), manutención por un año, madera para construir sus casas, arados, bueyes, vacas lecheras y la semilla necesaria. Sin embargo, no fueron necesarias demasiadas facilidades para que este pueblo esforzado y emprendedor de empeñosos labriegos, se arraigara definitivamente en el campo argentino” (6)
“El arribo de la primera columna realmente numerosa de alemanes del Volga a la provincia entrerriana tuvo lugar (...) entre el 5 y el 6 de enero de 1878. (...) Después del accidentado arribo al puerto de Buenos Aires, las autoridades permitieron al contingente alojarse en el Hotel de Inmigrantes donde, de acuerdo a las memorias obtenidas, fueron muy bien atendidos. (...) A raíz de la demora en la asignación de los lotes, un grupo de Wiesenseiter –que luego se agruparían aquí en Valle María- decidió adelantarse a los hechos y, retirándose del campamento provisorio donde el resto practicaba aún su ‘resistencia pasiva’, comenzaron a construir viviendas subterráneas con techo de paja, a la manera de las zimlingas de los tártaros, reiterando la misma respuesta de sus antepasados en 1763. Posteriormente, una vez aclimatados, el término siguió siendo, para los más viejos, sinónimo de tapera –según la denominación criolla- asimilando las funciones de viviendas provisorias que ambas cumplían. En ese momento tales construcciones fueron, al mismo tiempo, una manera de protesta ya que las levantaron en el área que deseaban para su futura aldea, cuya construcción todavía les era negada por Navarro” (7).
Relata el pampista Mauricio Chajchir, en sus memorias: en 1891 “se abrió el comité del Barón de Hirsch. Fue una salvación para los judíos y empezó el registro de las familias. Aceptaban solamente familias con hijos varones. Los que no los tenían, se daban maña. Hacían inscribir a un soltero como hijo y la cosa marchaba”.
El Galatz, buque de carga de bandera francesa alquilado por el Barón Hirsch, emprende su viaje hacia la Argentina. El cuarto día “empezó la tormenta con lluvia huracanada. El buque se hamacaba cada vez más fuerte. En la bodega el pasaje empezó a rodar mezclándose con los bultos y fardos. Se levantaban olas de casi ocho metros de alto que barrían la cubierta y se metían en la bodega, cubriendo con agua salada a los niños y mayores. (...) De repente llegó una orden urgiendo a todos los barones a subir a cubierta para rezar. Rezaron los Teilim (salmos) de memoria, con tanto fervor como nunca más he visto en mi vida. Entre nosotros venían tres hermanos Kaplán. El menor de ellos estaba entre los mástiles, seguramente agarrado para no caerse, y al romperse un palo le pegó en la cabeza y lo mató. Después de tres días cesó la tormenta y amaneció un día de sol. Salimos a cubierta a secar las ropas, mientras los marineros barrían y limpiaban los objetos destrozados”.
Los inmigrantes dejan el Galatz para continuar el viaje en tren, y luego abordan el Pampa, el cual “llevaba unas 5 o 6 vacas en cubierta para ser faenadas por el Shoijet y tener carne kosher cada tanto, pero muchos no la comían pues las ollas eran treif (impuras)”.
Cuando llegaron fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes: "No sé de dónde surgió la versión que los cocineros y el personal eran judíos españoles y por consiguiente todo era kosher. Y ¡ah! Por primera vez durante todo el viaje, todo el pasaje disfrutó de una buena cena. Al día siguiente una comisión de mujeres fue a investigar a la cocina para ver si salaban la carne y se encontraron con una cabeza de cerdo sobre la mesa. Volvieron amargadas y tratando de vomitar lo que habían comido la noche anterior”.
De Buenos Aires viajaron a Miramar y fueron hospedados en el Hotel Atlántico, donde permanecieron hasta que se inició el traslado a Entre Ríos. Chajchir escribe en sus memorias: “Lo que recuerdo de allí y lo conservo aún hoy día, es el gusto del té recocido y endulzado con azúcar negra, la que no era refinada y que hoy la llaman azúcar rubia. Ah! Hasta me parece que siento el gusto y el olor del té recocido con azúcar negra”.
Recuerda en otro pasaje: “Nos habían dado matze para cuatro días, por lo que una delegación viajó a Villaguay y regresó al otro día en el tren con 5 bolsas de harina. De inmediato, al primer día hábil de la semana de Pésaj, jal-amoed, o mejor dicho la noche antes, calentaron y amasaron con palos improvisados. Una espuela de bota que se quitó un peón sirvió para cortar las hojas”.
Cuenta una travesura que hizo con otros compañeros: “Yo sí que tomé clandestinamente un vaso de leche. Un día nos juntamos tres muchachos y fuimos por una senda a una casita, de la que habíamos oído que convidaban con leche a los visitantes. Fuimos repitiendo todo el camino la palabra leche para no olvidarnos. Llegamos, el más grande de nosotros dijo –leche-, largaron una carcajada y nos dieron un vaso de leche a cada uno. Como no sabíamos cómo decir gracias, hicimos una reverencia en señal de agradecimiento. Y hubo más carcajadas”.
Luego de pasar un tiempo en Miramar, los inmigrantes fueron conducidos a Entre Ríos: “En 8 carretas tiradas por tres yuntas de bueyes nos trasladaron a los lotes que después se llamaron Rosh-Pina. Era un día de mayo, de mucho calor y sofocante. Se acomodaron a los gringos en las carretas, mujeres, hombres, niños, cachivaches, leña y además 8 chapas de zinc para cada familia, para hacer las viviendas, porque en el lugar no había absolutamente nada. Todos iban arriba en las carretas. (...) No había alambrado alguno. La primera carreta volteaba los cardos altos que crecen en tierra virgen. La última ya marchaba por una huella. (...) Se armaron las carpas, una para cada familia. A eso de la medianoche se largó a llover. Por suerte no era fría. El temporal siguió como unos ocho días. Cuando paró el temporal, la JCA mandó maderas de sauce y blanquillo, también paja. Un capataz con varios peones empezaron a hacer los ranchos. Las paredes tenían que hacerlas los mismos colonos con adobes o de chorizos según el gusto. Algunos se ingeniaron para hacer las paredes cortando directamente de la tierra húmeda y colocándolos con las raíces y pastos que aún tenían. Y estos transformados en paredes seguían creciendo” (8).

Notas
(1) Vernaz, Celia: La Colonia San José. Santa Fe, Colmegna, 1991.
(2) Bodemann, Johann: “Viaje sobre el mar”, en Vernaz.
(3) Bonvin, Antoine: “En el Ibicuy”, en Vernaz.
(4) Peyret, Alejo: “Palabras de Alejo Peyret en el 21° aniversario de la fundación de la colonia San José (22 de julio de 1878)”, en Vernaz.
(5) Izquierdo, Francisco: “Los primeros momentos de los inmigrantes”, en Vernaz.
(6) S/F: Para todos los hombres del mundo que quieran habitar suelo argentino. Buenos Aires, Clarín.
(7) Weyne; Olga: op. cit.
(8) Chajchir, Mauricio: “Viaje al país de la esperanza. Relato de un viajero del Pampa”, en La Opinión, Buenos Aires, 8 de agosto de 1976, reproducido en Asociación de Genealogía Judía de Argentina, Toldot #8. Noviembre de 1998.

 

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En Misiones

“El 1° de julio de 1897 llegó al puerto de Buenos Aires el vapor Antoñina, cargado con catorce familias integradas por sesenta y nueve personas. Diez familias eran ucranias y cuatro polacas. Llegaban con sus muebles, sus semillas y sus arados. (...)Se embarcaron en el puerto de Buenos Aires en un viaje de una semana hasta Posadas y de ahí los llevaron en carretones del Ejército al interior de la provincia durante otra semana de viaje. Ellos dieron nacimiento a la ciudad de Apóstoles, en Misiones, bajando el monte a puro machetazo. (...) ‘El 27 de agosto de 1897, hace cien años, este grupo llegó a la antigua Reducción Jesuita de San Pedro y San Pablo Apóstoles, donde se les dieron dos lotes por familia, cada uno de 25 hectáreas, a pagar durante diez años a un valor de un peso por mes’ (...) Los comienzos para los inmigrantes ucranios no fueron fáciles: los campos estaban repletos de inmensos termiteros que atacaban los sembrados, como os que aún se pueden ver en los campos correntinos. Los ucranios tuvieron que instalarse en carpas que les facilitó el gobierno y refugios hechos con ramas. Más trabajo les costó preparar los campos con plaguicidas e insecticidas que el gobernador Lanusse les vendió a pagar en cuotas. La intensa fe cristiana del pueblo ucraniano organizó la construcción de una iglesia en cada asentamiento” (1).
Poco después, con destino a Apóstoles, desembarcaron en la Argentina veinte familias polacas. “Luego de permanecer algún tiempo en el legendario ‘Hotel de los Inmigrantes’ arribaron al puerto de Posadas, y desde ahí marcharon a pie durante varios días hasta la recién fundada Colonia de Apóstoles, recorriendo los 80 km que los separaban de su destino tras los carros que transportaban sus pocas pertenencias. Fueron tiempos difíciles para esos hombres, mujeres y niños que no estaban acostumbrados al abrasador calor tropical y a los mosquitos que laceraban su piel. Debieron esperar dos años para poder comer pan, ya que las hormigas y los carpinchos diezmaban los plantíos de maíz. Se alimentaban principalmente con mandioca, porotos, batata y aprovechaban la abundancia de animales silvestres que les proveían de carne. Enfermedades como el paludismo y el cólera y las picaduras de serpientes segaron las vidas de muchos hijos de aquellos primeros colonos, y los productos logrados no siempre compensaban los sacrificios realizados” (2).

Notas
(1) Skliarevsky, Fernando: “Misiones, Cien años de inmigrantes”, en La Nación Revista, Buenos Aires, 14 de octubre de 1997.
(2) S/F: Folleto del Museo Histórico Juan Szychowski. Apóstoles, Misiones.

En el Chaco

Juan Faccioli, pionero friulano, fue uno de los “integrantes de aquella primera migración que dejaron testimonios escritos”: “Según Faccioli, al llegar al Hotel de Inmigrantes se enteraron de que estaban destinados al Territorio Nacional del Chaco, donde les darían tierras que estaban habitadas por aborígenes: algunos huyeron del Hotel de Inmigrantes. Según Faccioli, al llegar al Hotel de Inmigrantes se enteraron de que estaban destinados al Territorio Nacional del Chaco, donde les darían tierras que estaban habitadas por aborígenes: Algunos huyeron del Hotel de Inmigrantes, pero luego de vagar sin conseguir trabajo ni comida volvieron y aceptaron llegar a Reconquista y, desde allí, a una colonia que se formaría al otro lado del arroyo El Rey” (1).
Un sitio en Internet proporciona más información al respecto: El vapor “Pampa” llegó a Buenos Aires el 28 de diciembre de 1878. Luego del episodio que comentamos en el Hotel de Inmigrantes, Faccioli y sus compatriotas “Puestos de acuerdo, fueron embarcados en un vaporizo que en aquel tiempo hacía el trayecto desde Buenos Aires hasta Paraguay por el Río Paraná y cuyo nombre era precisamente “Río Paraná”. El grupo desembarcó en el puerto de Goa, provincia de Corrientes, y desde allí fueron trasladados a Reconquista en una balsa que se usaba para traer hacienda, remolcada por un vaporizo de pequeñas dimensiones. (...) Para pasar la noche, con la poca ropa que traían tuvieron que improvisar una carpa entre los pajonales, expuestos al ataque de las nubes de mosquitos que se filtraban por todos lados. Toda la zona, sin camino, sin puente, sin alambrados, estaba, cubierta por el agua de las grandes crecientes de ese año” (2).

Penurias narra Mempo Giardinelli en Santo Oficio de la Memoria, en lo que respecta a la fundación de la capital chaqueña. Cuenta la Nona: “Las primeras setenta familias de inmigrantes friulanos, que remontaron en chalupas más de mil kilómetros por el río Paraná, llegaron allí el primer día del tórrido febrero de 1878 y se internaron unas pocas leguas por el Río Negro. Al día siguiente fundaron San Fernando de la Resistencia, sustantivo este último que con el tiempo sería designación única de la ciudad, que fue italiana casi hasta finales de siglo”.
La anciana se refiere al asedio indígena: “Durante muchos años la única población que aguantó a la indiada fue Resistencia. Más allá de los límites municipales no era posible establecer ni una casa, e incluso era peligroso alejarse unos pocos metros del centro. Era irreversible la derrota de los indios, pero de todos modos resistían el avance de los blancos, hartos de las promesas del gobierno, y de los aventureros. Mataban inocentes a degüello y por docenas, y familias enteras aparecían masacradas. Y cada blanco muerto justificaba una campaña militar” (3).
En El laúd y la guerra, Martina Gusberti relata que Resistencia “fue fundada por un puñado de inmigrantes italianos que, remontando el Río Negro y traídos por empresas contratistas con el señuelo de poblar tierras fértiles y prósperas, hallaron en cambio terrenos ásperos, cubiertos por bosques salvajes plagados de mosquitos. Era el 2 de febrero de 1878, durante un verano abrasador. Se dice que los colonizadores estuvieron varios días en el barco sin querer aposentarse en esa tierra inhóspita. Luego, vencidos por la circunstancia, no tuvieron otra opción que desembarcar con sus familias. (...) La lucha contra los malones fue una pesadilla para esos colonos sin armas, sin espíritu bélico, que sólo querían esgrimir el azadón. Pero sobrevivieron. Por eso, la ciudad se llamó Resistencia” (4).
Al Chaco llegó Alice Le Saige de la Villesbrumme, quien había nacido en Francia en 1841. “Al separarse de su marido, emigró a la Argentina con sus dos hijos varones en 1888. Obtuvo del gobierno autorización para instalarse como colonizadora en la zona de Arocena, en el Chaco, a 40 kilómetros de Resistencia, entonces población incipiente. Hizo construir una casa, que alhajó con muebles y adornos traídos de su país natal, y dedicó las tierras que le habían sido concedidas a la ganadería. Se convirtió en una figura popular por su distinción y audacia para enfrentar las dificultades de esa vida peligrosa por la proximidad de indios mocovíes. En 1895 recibió en hrencia las posesiones de su marido y adquirió las tierras en concesión, más una gran extensión, mejorando sus planteles e instalaciones y convirtiendo a su establecimiento en el principal de la zona. Un día de marzo de 1899 los mocovíes atacaron la casa, matando a varios de sus ocupantes. Los demás huyeron, pero Alice recordó que en la casa quedaba un niño al que había criado y retornó para salvarlo, momento en que fue lanceada. Sus compañerso lograron recoger el cuerpo de la herida y llevarlo a casa de vecinos amigos, pero falleció algunas horas después, en ese 13 de marzo de 1899, mientras su casa y demás instalaciones eran consumidas por las llamas” (5).

Notas
(1) S/F: “Friulanos sobre el Paraná”, en La Nación Revista, 29 de julio de 2001.
(2) www.regionnet.com.ar.htm
(3) Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
(4) Gusberti, Martina: El laúd y la guerra. Buenos Aires, Vinciguerra, 1996.
(5) Sosa de Newton, Lily: Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas. Buenos Aires, Plus Ultra, 1986.

En la Patagonia

“Las primeras colonias de galeses se instalaron en Puerto Madryn en 1865” (1). “A los que eran menos ricos –escribe Andrés Rivera en Guido-, a los que sabían trabajar y callar, y ser ordenados, y recordar cómo era Gales, y cómo su idioma, se les deparó la Patagonia. Otro país, la Patagonia, en el Sur, en el confín del mundo, al que bautizaron, un manchón aquí y otro allá entre la uniformidad silenciosa de lagos, bosques y piedra, con nombres recios y venerables” (2).
A la Patagonia viajó en barco el asturiano Nicanor Fernández Montes, luego de un tiempo en el Hotel de Inmigrantes: “en una travesía marcada por olas de veinte metros... (...) Su primer destino fue Río Gallegos, donde no había ni veinte casas, y de ahí lo mandaron de puestero a una estancia. (...) En la Patagonia no había nada de lo que él sabía hacer, de modo que tuvo que improvisar, como todos los integrantes de una sociedad pionera. (...) Una vez, llegó a estar catorce meses solo en un puesto... catorce meses.... Desayunaba, comía, merendaba y cenaba cordero... no había otra cosa; lo notable es que le gustaba” (3).
Calafate, fundado a principios de 1900, “era, hasta hace algunos años atrás, un poblado de apoyo logístico para estancieros que trabajaban con la lana. En ese entonces este producto, era la única industria que daba origen a la vida diaria”.
Varios pioneros “aún pueblan esta zona. Ellos fueron inmigrantes, en su mayoría europeos de países como Finlandia, Dinamarca, Inglaterra, España, Noruega, Yugoslavia, etc., en búsqueda de mejores horizontes. La vida por aquellos tiempos era tan diferente a lo que conocemos hoy, que para un citadino común es difícil de comprender. Por ejemplo, vivir a varios días de algún centro más o menos civilizado en medio de la nada sin ferreterías, doctores, lugares donde comprar municiones o alimentos, con comunicaciones paupérrimas o simplemente gente con quien hablar! O que te ayude a descargar una carreta luego de un viaje de semanas a la intemperie. Por aquellos tiempos, sólo la gente dura subsistía. Eran tiempos muy difíciles donde la más mínima gripe era algo de alto riesgo”.
“Varios poblados o parajes en Patagonia tienen una historia parecida: cuando se hacía la esquila, la lana era transportada en convoys de carretas con ruedas muy grandes tiradas por caballos o bueyes y estas expediciones, por así llamarlas, necesitaban algún lugar para reabastecerse de agua, comida y algún lugar para dormir bajo techo luego de varias penurias. Algunos lugares como La Leona, Tapi-Aike (sobre la ruta 40) y otros parajes, aún siguen operando hoy día pero con turismo o gente que pasa en vehículos. (...) estos lugares casi siempre están en la costa de algún río, esto era porque los cruces eran complicados por la falta de puentes y de ahí el gran diámetro de las ruedas. (...) Llevar lana de alguna estancia cercana a Calafate, hasta Río Gallegos tomaba unos 20/30 días a la intemperie”.
“Las madres, por aquel entonces, no tenían otra posibilidad que dar a luz a sus hijos sobre un cuero de oveja, quizás totalmente solas, sin ningún tipo de asistencia médica. La educación de los chicos corría por cuenta de la familia, muchas veces en aislación total del resto del mundo. Cada cosa debía ser hecha con las manos con muchísimo esfuerzo y con pocas herramientas que a su vez eran caras y difíciles de obtener. (...) esta gente, no estaba en la zona sólo cuando brillaba el sol, también estaban en medio de la nieve, quizás aisaldos por varios meses. Por ejemplo, frutas y verduras frescas eran objeto de lujo ya que las mismas debían ser cultivadas en los meses de verano haciendo alambrados para evitar el robo de comida por los zorros u otros animales libres. Luchar contra pumas también era algo normal ya que la pérdida de un caballo por el ataque de un felino significaba un problema grandísimo! Actitudes como éstas donde cada detalle, cada logro, demandaba mucho trabajo personal, son las que dieron a esta gente una mejor apreciación de la vida más plena y rica en anécdotas. Lo que esta gente logró, fue una verdadera epopeya de acciones heroicas que han casi quedado en el olvido pero han forjado la Patagonia de hoy y los descendientes aún habitan nuestras tierras” (4).
“Los inmigrantes fueron, y siguen siendo, héroes ignorados –afirma Julián Ripa-, artífices oscuros de este sur lejano” (5).
Eleonora Britten de Lewis “fue la primera mujer que vivió en la Argentina austral. En 1870 llegó con su esposo, James Lewis, y su hijo Guillermo a Río Gallegos. Desde allí se dirigieron a Ushuaia en una goleta a vela, pasando por las Islas Malvinas, donde los esperaba Tomás Bridges, con quien iban a establecer una misión evangélica. Instalados en la primitiva población de la Tierra del Fuego, el primer hijo del matrimonio Lewis, nacido allí, recibió el nombre de Ushuaia. La señora Lewis colaboró con su marido en la atención del establecimiento misional, y contribuyó al progreso de la colonia indígena” (6).
En Tierra del Fuego vivieron el reverendo Dobson y su esposa, personajes de Fuegia, novela de Eduardo Belgrano Rawson. En ese lugar tan distante, ella evoca lo que la pareja imaginaba en su país de origen acerca del sur argentino, alentada por noticias tendenciosas: “Despuès de pasar una tarde en la Uniòn Misionera, volvìan a casa con su marido por un sendero de gramilla perfumada. Llevaba seis meses de casada con Dobson. Hicieron un alto en el parque y abrieron un paquete de bollos. Charlaron del futuro viaje a Sudamèrica. Dobson dibujò la misiòn sobre el papel de los bollos. Habìa un grupo de canaleses entonando sus himnos y un paquebote en el horizonte. Los canaleses figuraban como ‘naturales amistosos’ en todas las publicaciones del Almirantazgo, de modo que agregò un nativo haciendo cabriolas. Su mujer le suplicò que dibujara una huerta. Dobson puso la huerta y metiò algunas ovejas. Estuvo tentado de añadir el cementerio, pero desistiò a ùltimo momento. Ella estudiò bien el dibujo y concluyò que nada faltaba. Tratò vanamente de hallarle algùn parecido con su aldea de Sussex. Pero igual le propuso: ‘Pongàmosle Abingdon’. Pensò emocionada: ‘El Señor es mi pastor’ “.
Vivieron asimismo los escoceses que se dedicaron a la cría de ganado. Leemos en otro pasaje de la novela: “Cuando les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del mundo, los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al sereno en invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los galeses. Pero nada aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de modo que los criadores olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos importaron pastores de Escocia, quienes trajeron hasta los perros” (7).

Notas
(1) S/F: “Las corrientes inmigratorias en Argentina”, La aventura de los pioneros.htm, Argentinaexplora.com, 2001.
(2) Rivera; Andrés: Guido, en Para ellos, el Paraíso. Buenos Aires, Norma, 2002.
(3) Ceratto, Virginia: “Gris de ausencia. Volver a empezar en un mundo nuevo”, en La Capital, Mar del Plata, 26 de noviembre de 2000.
(4) S/F: en Albergue & Hostal del Glaciar.info.htm
(5) Ripa, Julián: Inmigrantes en la Patagonia. Buenos Aires, Marymar, 1987.
(6) Sosa de Newton, Lily: op. cit.
(7) Belgrano Rawson, Eduardo: Fuegia. Buenos Aires, Sudamericana, 1990.

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Así vivieron los pioneros en las provincias. Durmieron a la intemperie, comieron lo que encontraron, y aún así, prosperaron, valiéndose de su esfuerzo y su optimsmo ante las circunstancias más duras.

Junio de 2003

 
 

 

 
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